Enzo y el amor a la pelota

La historia de Enzo Pérez. El carácter desde Estudiantes hasta la Selección.

Hola, ¿cómo estamos?

Sé que estamos en las malas. Te recomiendo que no dejes de entrenarte. Un día esta mierda se va a terminar y habrá que estar preparados para disfrutar, de nuevo, la vida. En el paréntesis entre la última primavera y el comienzo de este otoño estuvieron abiertas las canchitas. Había extrañado tanto a la pelota que algunos meses llegué a jugar tres veces por semana. Hasta mejoré pateando de zurda.

Parece que el Kun Agüero y Messi se van a dar el gusto de sus vidas y compartirán equipo en el Barcelona. La amistad empezó en el Mundial Sub 20 que ganaron en 2005. Mundo Leo fue un programa que se emitía en DeporTV y que tuvo materiales hermosos. Como esta entrevista entre los dos cracks. Te va a divertir y nos encenderá para lo que viene. 

Mágico entre esta oscuridad fue lo de Enzo Pérez al arco esta semana. Fútbol en estado puro. Esta es su historia.  

Enzo y el amor a la pelota

Terminó el partido y estaba furioso. El portugués Jorge Jesús le pasó la mano por el hombro y le susurró: “La rompiste”. Sabía que no era verdad, pero en el fútbol, como en la vida, a veces para convencer hay que mentir. De diez pelotas había perdido cinco, un porcentaje pésimo para alguien en ese puesto. Casi todas sus intervenciones habían culminado en falta o en un contragolpe de los rivales. De pibito, era delantero. De joven, mediapunta. Había regresado de una fecha de Eliminatorias con la Selección, cuando su entrenador en el Benfica lo citó a una oficina. Acababan de vender a Axel Witsel al Zenit de Rusia, a Javi García al Manchester City y el mercado de pases había cerrado. No iban a poder incorporar otro volante central y le fue al fleje: “Sos el único que creo que puede adaptarse”.

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Enzo Pérez le dijo que no tenía problema y le pidió que lo entendiera: toda la vida había visto la cancha desde el costado y ahora la perspectiva sería desde el centro. El esfuerzo fue enorme: entrenamientos diseñados para él que salían mal, suplentes que simulaban errores para no lastimarle la moral, encierros en una oficina a ver videos y sesiones casi terapéuticas de fichitas que se movían. El riesgo, también: era 2013, en un año sería el Mundial, en la cabeza de Alejandro Sabella había siete volantes de los cuales quedarían cinco y arrancar algo nuevo ponía en riesgo el esqueleto que lo había llevado hasta ahí. Al finalizar la temporada, el equipo había ganado la Primeira Liga, la Copa de la Liga de Portugal y él recibió el premio MVP del torneo. “Si hubiera sido más egoísta, me hubiera quedado arriba. Es mucho más lindo estar libre en la cancha. Pero yo soy así”, reflexiona, ahora, sobre su transformación. La misma cadena de razonamiento es la que lo llevó a levantar la mano en una ronda, en el River Camp, para decir: “Yo atajo”.

Fue en una sala del grandilocuente OMNI Resort de Orlando. Era una charla grupal y sabía que cada palabra de Gallardo era una señal de tránsito dedicada a él: “Yo no me caso con nadie. No me importan los nombres. Acá va a jugar el que mejor esté y el que mejor entienda el día a día del club donde está”. Tenía 31 años, una final de un Mundial en el bolsillo, 454 partidos en Primera y ningún tupé en admitir que estaba en River por su propio deseo. Las pretemporadas siempre habían sido su tendón de Aquiles: el entrenador ya sabía que a Enzo le costaban mucho los comienzos tras los parates. No venía a desafiar a nadie. Todavía aclara: “Yo le agradezco a Marcelo porque sin él no hubiera podido cumplir mi sueño de jugar en el club del cual mi familia es hincha”. Tampoco ese era ni es su estilo. 

Tras haber sido fundamental en la clasificación para Rusia 2018 -su partido contra Ecuador fue memorable-, le dolió quedar fuera de la lista de 35 futbolistas que podrían ir al Mundial. Cuando Manuel Lanzini se rompió el ligamento cruzado, el cuerpo técnico decidió convocarlo porque hacía falta alguien capaz de ponerse el traje de la Selección y que le calzara. Enzo estaba de vacaciones en Brasil con su familia y aceptó cruzar el mundo. Sin dudarlo. En el alto rendimiento, un mes menos de entrenamiento es una eternidad. La rutina fue al límite: por la mañana, se movía al ritmo de Messi; por la tarde, metía jornadas hasta el anochecer de monótonos trotes intermitentes. El ejercicio de frenar y de acelerar activa enzimas que aceleran los procesos de quema de calorías y de vuelo en los músculos. El pasto del predio de Bronnitsy era duro. Para aguantar el frío y la helada hay que ser muy loco o muy bueno para adaptarse a eso. O tener eso que planteó: “Muchos cuestionaban por qué pasé de estar afuera a ser titular en vez de decir ‘este pibe tiene algo con esta camiseta’”.

Apenas había formado parte de la Selección local de Diego Maradona en la previa a Sudáfrica. A Alejandro Sabella lo había conocido en Estudiantes. Era su educador. Dos enseñanzas le puso en cara. La primera es que no se es futbolista solo en los entrenamientos. “Me dijo que si quería seguir en esto y ser un jugador profesional para hacer historia tenía que cambiar la cabeza. Preocuparme más. Cuidarme más. Entender que ser jugador no es sólo las dos horas de entrenamientos”. La segunda fue más directa: “No tenés que ser tan calentón”. Una fibra muy compleja de domar en esa personalidad. Tan así que en la final del Mundial 2014, Toni Kroos intentó tirarle un caño, no pudo, la pelota se fue al lateral y él le soltó un insulto. El árbitro quiso juntarlos para frenar la bronca. Se negó. Tuvo que intervenir Javier Mascherano, al ritmo de un “dale, Enzo”, cual compañero de escuela, para que el partido continuara.

Sabella le tenía confianza a ojos cerrados. Cuando se lesionó Ángel Di María en los cuartos de final, contra Bélgica, el entrenador miró al costado y buscó en las barajas. Enzo pensó que llamaría a Ricki Álvarez o a Rodrigo Palacio. Lo señaló. Entró tan bien que se ganó el puesto para la semifinal con Holanda y la final contra Alemania. Contra el equipo que dirigía Louis Van Gaal, asume que fue cuando más cómodo se sintió. En el último partido, en el Maracaná, partió como mediapunta y, en el segundo tiempo, con la sustitución de Sergio Agüero por Ezequiel Lavezzi, se adaptó a ser un interior casi volante central. Por la izquierda, en un 4-3-3, para respaldar a los tres puntas picantes.  

Su relación con el entrenador con el que brilló en Estudiantes de La Plata comenzó con la transferencia de José Sosa al Bayern Munich. Las opciones para reemplazarlo eran Diego Villar o él. Los de Godoy Cruz. No era sencillo ocupar el hueco de un futbolista de tanta clase y con el tiro libre de la final contra Boca en 2006 en la espalda. Quién lo hubiera dicho: cuando tuvo que definir un nombre para ir al Mundial 2014, el Principito se quedó afuera y Enzo le ganó la pulseada. El otro descartado fue Ever Banega. La confianza la obtuvo en 2009, cuando los Pinchas aplastaron a Cruzeiro en Belo Horizonte y ganaron la Libertadores. 

No siempre depende del talento la seguridad. En el caso de Enzo, desde chico, programó su cerebro para no pensar en los partidos hasta que se juega. Habla por celular con sus hijos, con su compañera y con sus papás. No padece insomnio y las siestas prepartido le salen bárbaro. No es que se trate de un enajenado. El miedo lo percibe igual. A Diego Borinsky, en La Nación, le admitió que, en la previa al partido en Quito de la clasificación a Rusia, estaba nervioso. Fue al baño tres veces antes de pisar el césped. La descosió. Soltó la tensión al final, cuando se largó a llorar, con el objetivo en el bolsillo.

La Libertadores la alzó el 15 de julio de 2009. Jornada particular. Su compañera le avisó que el parto se había adelantado de urgencia y que iba a ser mamá. Él no reaccionó y le deseó buena suerte, como si se tratara de un trámite. Recién se había levantado de la siesta. Bajó a merendar, le cayó la ficha y se deshizo en lágrimas. Se perdió el parto de su nene el día en que conquistó su primera Libertadores. Para la segunda, en Madrid, su familia estaba al lado del banco de suplentes y, tras vencer a Boca, fue corriendo para hacerla ingresar. Aunque eso estaba prohibido en el Santiago Bernabéu, los metió y pagó la deuda de nueve años atrás: festejar juntos.

Su huella en el Mundial de Brasil no pasó desapercibida. Regresó a Portugal, obtuvo la liga y los grandes pusieron la lupa en él. Peter Lim, magnate singapurense, había adquirido las acciones del Valencia. El representante Jorge Mendes le recomendó a Enzo. La cifra fue 25 millones de euros. Salvaje cantidad para un chico nacido en Maipú cuyo papá debió vender su alianza de casamiento para que sus cuatro hijos lograran comer. O cuya mamá se encerraba en el cuarto a la hora de la cena y mentía con que no tenía hambre porque la comida no alcanzaba para todos. Su viejo era albañil y la flexibilidad que tiene ese laburo los obligaba a mudarse constantemente. Hasta llegaron a vivir en un garaje. “Éramos nómades”, cuenta, pero sin referirse a eso de viajar de Lisboa a Valencia.

La presión familiar no la pagó con ser profesional. Tras unos años duros en Valencia, armó un bolonqui bárbaro para que lo vendieran a River. Su papá le había puesto Enzo días más tarde de que Francescoli convirtiera aquel gol de chilena a Polonia. Su hermano, en el descenso, se había tatuado el escudo. Se había prometido un día desembarcar en el club de sus amores. Pagaron 3,5 millones de euros. Gallardo le agradeció la fuerza para aterrizar en Núñez. Iba a ocurrir el sueño de su vida.

“Me tuve que contener las lágrimas”. No cuando apoyó el cuerpo en la alfombra verde del Monumental, sino cuando ingresó al vestuario y vio una camiseta de la banda roja con su nombre. Fue en un partido de Libertadores contra Guaraní. Se comió una patada fulera. El victimario resultó ser Robert Rojas, ahora colega riverplatense. El defensor paraguayo todavía niega haber sido. Tan duro fue que le hicieron seis puntos para cerrar la herida.

Tampoco fue el dolor algo que frenara a Enzo. Lo había perdido de niño cuando debutó en la primera de Deportivo Maipú -donde asegura que se retirará-. La primera que tocó se gambeteó a dos. En la segunda, un gigante le puso los tapones sobre el pie. Sentía como una piedrita. Era el hueso de su dedo rozando con el botín.

Ese arte de respirar bajo el agua es un plus de los tipos como Enzo. Son capaces de irse de arquero incluso con una lesión que le impide patear. No sería justo adjudicarlo simplemente a su amor riverplatense. Ese que profesaba de niño en su barrio mendocino o que selló de grande en la tribuna, la tarde del Superclásico en que Gonzalo Higuaín ganó un Superclásico con una definición de taco y otra eludiendo al arquero. Pero no. Hay algo en su mirada. En unas pupilas que se aíslan de todo y juegan. 

Quizás, ese sea el carril. Su amor por el fútbol. Si es tan fanático de este juego que, en España, se levantaba, prendía la tele y miraba partidos de inferiores de cualquier equipo, desconociendo a los futbolistas. Si practica en varios turnos para llegar en la mejor condición. Si hasta de vacaciones, en Mendoza, se presta a los picados familiares. Es que solo alguien que respira ese perfume a fútbol es capaz de emocionar a todo el planeta por ejercer la profesión de arquero sin serlo. “El cosquilleo siempre está. Cuando se pierde todo eso, por más que vos tengas 200 o 300 o 400 partidos, o tengas finales, es porque ya no tenés esa pasión para jugar al fútbol”, explica, en estos días, en que siente igual que cuando era un niño y su familia no comía. 

Pizza post cancha

  • Para la gente que le gusta los análisis tácticos, salió Pensar en grande de Rodrigo Arias. Analiza cuatro entrenadores con estilo de autor: Gasperini, Nagelsman, Rodgers y Ten Ha.
  • Flasheen este comienzo: “Adentro de una cancha de fútbol pueden suceder muchas cosas. Se puede jugar mientras afuera resuenan las balas de la Policía contra el pueblo, como hace unos días en Colombia. Puede haber una guerra mientras la pelota besa la red, como en Palestina. Y puede haber un manto de impunidad y cuerpos desaparecidos, como en Uruguay. Se juega como se vive”. Lo escribió el arquero Santiago Amorín, de Villa Española de Montevideo. Lo leen en Garra. 
  • Si viene la temática uruguaya, pueden regalarse para el aislamiento la road fútbol movie de Jaime Roos siguiendo a la Selección de Uruguay en el Mundial de 2010. Tres millones.
  • Riquelme parece volverse, cada vez más, un hombre de la política. El documental Román x Román no sólo es muy divertido sino que permite ver las mil historias del 10 en la cancha.

Esto fue todo.

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Abrazo grande, 

Zequi

Soy periodista desde 2009, aunque pasé mi vida en redacciones con mi padre. Cubrí un Mundial, tres Copa América y vi partidos en cuatro continentes diferentes. Soy de la Generación de los Messis, porque tengo 29 y no vi a Maradona. Desde niño, pienso que a las mujeres les tendría que gustar el fútbol: por suerte, es la era del fútbol femenino y en diez años, no tengo dudas, tendremos estadios llenos.