Elecciones en los Estados Unidos (2). Ojo, que se puede pudrir.

Las divisiones en la sociedad norteamericana no son un invento de Donald Trump, que apenas exacerbó grietas que llevaban décadas de existencia.

El lugar común sostiene que Donald Trump dividió a la sociedad norteamericana. Un perfecto populista de manual, que divide a una sociedad en campos antagónicos y que viene a romper con lo que era. Casi un espejo de aquel relato anterior a su llegada al gobierno, que suponía que en los Estados Unidos no había dos verdaderos partidos, sino uno, puesto que los partidos no diferirían sustancialmente entre uno y otro. Como cualquier cuento exitoso en el análisis político, hay algo de verdad en aquellas simplificaciones, pero mucho más hay de otras cosas, más importantes, que quizás pasan por debajo de la superficie, y constituyen los cimientos de una honda fractura social que podría cristalizarse en enfrentamientos inéditos. Los dos grandes partidos, hoy, representan con una nitidez quizás inédita, los distintos polos de estas divisiones que, sin embargo, vienen decantando desde hace tiempo. Algunas, desde hace décadas.

Los derechos civiles y las relaciones raciales

Hasta las elecciones de 1960, cuando John F. Kennedy se impuso sobre Richard Nixon, el Partido Demócrata no había sido especialmente afecto a vincularse con las peleas por la igualdad racial. Abraham Lincoln, el vencedor de la Guerra Civil y artífice de la abolición de la esclavitud un siglo antes, fue también el primer presidente estadounidense procedente del Partido Republicano, y los demócratas de los estados del sur del país, que habían convivido con demócratas progresistas como Franklin Delano Roosvelt, lo habían hecho sin que aquello modificara sus posiciones racistas y segregacionistas. Primero discursivamente con Kennedy, pero muchísimo más fuertemente con su sucesor, Lyndon Johnson, que encarnaría los cambios desde la legislación, el Partido Demócrata se convirtió en el partido de los derechos civiles. Fue abandonado masivamente por los dirigentes del sur, que se convirtieron en gran parte en republicanos o independientes, o escindieron su actuación de la dirigencia nacional. Las reformas, por las que se garantizó el derecho al voto de los afroamericanos -limitado hasta ese momento por la legislación de muchos estados que, recordemos, son en este aspecto cuasi soberanos-, y se puso fin a las leyes de segregación, debieron ser impuestas en muchos lugares por la fuerza, y cortaron a la sociedad en función del abrazo o rechazo hacia el nuevo rumbo. El Partido Republicano, a diferencia del demócrata, se mantuvo ambiguo en relación a dichas reformas, y trajo a su seno a quienes se opusieron. Desde que Barry Goldwater enfrentó a Johnson en 1964 hasta la actualidad, los antiguos segregacionistas se convirtieron en fieles votantes republicanos, mientras los afroamericanos ampliaron su participación en la base del Partido Demócrata, al que apoyan con diferencias de entre 70 y 80 puntos porcentuales en cada elección desde entonces.

Costumbres que son cismas

En 1979, el pastor cristiano Jerry Fallwell fundó el movimiento “mayoría moral” que buscó movilizar a los cristianos estadounidenses, especialmente evangélicos y casi en su totalidad blancos, en apoyo a la candidatura presidencial de Ronald Reagan. Daría comienzo a la incorporación de los sectores cristianos religiosos blancos como componente central de la base republicana. Cuestiones como el aborto, el matrimonio homosexual o el alcance de la objeción de conciencia se convirtieron en asuntos nodales en la agenda nacional del partido, junto a la liberalización económica y las posiciones en relación a los asuntos morales dejaron de ser una cuestión abierta a debate en el seno del partido a nivel nacional. Si Ronald Reagan inició desde la retórica el coqueteo abierto con los sectores religiosos, el proceso se profundizó, primero, desde la oposición, tras la victoria republicana en las elecciones legislativas de 1994, y terminó de consolidarse durante la presidencia de George W. Bush, quien intentó constitucionalizar la definición de matrimonio como unión entre un varón y una mujer. Frente a esta evolución, el Partido Demócrata se consolidó como el refugio del sector más secular de la sociedad estadounidense, el de la defensa del derecho al aborto, que abría lugar para las disidencias sexuales y de género y que terminaría por abrazar a nivel nacional el matrimonio igualitario. Este proceso, además terminó por fortalecer la grieta territorial, con el apoyo a los  Demócratas a nivel nacional concentrado en las costas y las grandes ciudades, mientras los republicanos crecían en el interior y en las ciudades pequeñas y medianas. Cosmopolitas y conservadores tendrían, en adelante, sus territorios.

El 2008, la larga crisis del modelo de consumo y el surgimiento del tea party.

Desde los años 70 y, en mayor medida, tras las reformas desregulatorias, impositivas y del estado producidas a partir del gobierno de Ronald Reagan, los salarios crecen en los Estados Unidos muy por debajo del de la productividad. Los indicadores de desigualdad aumentaron sostenidamente desde aquel entonces y durante más de tres décadas. Las pérdidas relativas de poder adquisitivo en relación al producto fueron acompañadas de un aumento de la capacidad de endeudamiento de las familias que, por esa vía, mantuvieron su capacidad de consumo. El desempleo, con vaivenes, se mantuvo en general bajo, aunque la rápida globalización del comercio y los cambios tecnológicos redujeron el número de empleos industriales en relación al total. Todo eso cambió con la crisis financiera de 2008, al final del gobierno de George W. Bush. Los activos financieros perdieron valor, el desempleo aumentó fuertemente y la capacidad de endeudamiento se redujo. Durante la transición entre Bush y Obama en ese mismo año, se pactaron enormes rescates, por cientos de miles de millones de dólares, pagados con dinero público, que permitieron salir de la crisis al costo de una enorme transferencia directa hacia el gran capital. La recuperación, en el marco de las reglas que ya existían, no revirtió el proceso de aumento de las desigualdades, y la notable recuperación del empleo durante los años de Obama no significó una recuperación equivalente de los salarios. ¿Los principales perjudicados? Clases medias, especialmente trabajadoras, que encontraron con que sus nuevos empleos pagaban menos y exigían más que los que tenían antes de la crisis. La reforma de salud de Obama, mientras tanto, en su intento de ampliar la cobertura a los millones norteamericanos que no podían acceder, significó, para algunos sectores, nuevos gastos que afrontar, al ser obligados a adquirir un seguro para sí mismos y, en el caso de  pequeños comerciantes, para sus empleados. Estos problemas, desde ya, fueron magnificados por la narrativa conservadora, que acusaría a Obama de socialista. Montado en este descontento, un nuevo movimiento de corrimiento a la derecha se produjo en el Partido Republicano donde, desde las bases se radicalizó el discurso contra la actuación y los valores que representaba el gobierno. En los distritos más conservadores, el llamado «tea party» reemplazó a miembros del establishment republicano, algunos  con décadas en el Congreso, y acostumbradas a la negociación de acuerdos, por figuras intransigentes, portadoras de una agenda radicalizada. Los sobrevivientes del ala tradicional del partido debieron girar aún más a la derecha para evitar nuevos desafíos internos.

Tiempos de Donald Trump

El movimiento tea party significó una radicalización de las bases de la derecha. La candidatura de Donald Trump, sin embargo, agregó tres elementos que permitieron que ese movimiento ideológico trascendiera a sus bases y se volviera presidenciable. Una brutalidad en el lenguaje que fue tomada, incluso por algunos sin acuerdos plenos, como expresión de honestidad intelectual frente a la corrección política, -«Trump se anima a decir las cosas como las piensa»-,  un enfrentamiento expreso con los políticos tradicionales,  tanto demócratas como republicanos, y un cuestionamiento frontal al multilateralismo, el libre comercio y la inmigración, la plataforma conocida como America First. Trump consiguió relatar, a su modo, una utopía reaccionaria. Recuperar un país de empleos industriales de calidad perdidos a manos de China, sacrificando a la vaca sagrada del libre comercio, un consenso de los pocos sostenidos entre los principales dirigentes demócratas y republicanos. Mientras Ronald Reagan encabezó un proceso masivo de regularización de inmigrantes, Donald Trump los responsabilizó por la pérdida de empleos y un aumento de la inseguridad que nunca se reflejó en los datos. En las demás agendas, Trump no rompió con las divisiones existentes, sino que decidió exacerbarlas. Prometió -y cumplió con eso- entregar a la derecha religiosa los nombramientos judiciales que surgieran, y se montó sobre los resentimientos raciales con un mensaje que prometía devolver a aquellos blancos precarizados y postergados la botonera de control sobre la dirección del país. Durante la campaña, y luego durante su mandato, evitó condenar a movimientos de extrema derecha, incluso armados, aún cuando se dieron episodios de violencia. En un país donde proliferan las armas en manos de civiles, bajo protección constitucional, Trump es el primer presidente que cuenta con estos grupos irregulares en parte de su base.

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La reacción demócrata

Los descontentos con algunos resultados de la presidencia de Obama, la candidatura presidencial de una figura tradicional como Hillary Clinton, y el giro aún mayor a la derecha del Partido Republicano también se reflejaron en el partido demócrata. En distritos progresistas, sin competencia republicana, surgió un movimiento espejado al del tea party al menos en su dinámica. Representantes del establishment partidario desafiados por candidaturas decididamente de izquierda, con apoyo masivo de la juventud, que lograron en muchos casos desbancarlos. La figura más representativa de este movimiento, Alexandria Ocasio-Cortez, es una de las nuevas estrellas del partido, y el alto apoyo obtenido por Bernie Sanders a nivel nacional es señal de la potencia de este movimiento. Mientras tanto, las universidades y las calles se convirtieron en escenario de movimientos reivindicativos que fueron a su vez de resistencia al trumpismo. Junto con las reivindicaciones de justicia social y racial, movimientos como Black Lives Matter constituyen la vanguardia del rechazo activo al presidente. A diferencia del Partido Republicano, sin embargo, en el Partido Demócrata aún prevalecen las posturas que priorizan ganar desde el centro. Las elecciones de 2018, en las que los demócratas recuperaron la Cámara de Representantes, lo hicieron con el protagonismos de candidatas mujeres, de orientación moderada en algunos distritos tradicionalmente republicanos. La senadora por Arizona, Kyrsten Sinema, quizás sea el mejor ejemplo de aquel perfil, que terminó por materializarse en la elección de Joe Biden. Sin embargo, también en el partido demócrata, el surgimiento de una base movilizada obligó a correr la plataforma y las posiciones partidarias hacia la izquierda.

¿Y entonces?

Los demócratas obtuvieron la mayoría del voto popular en seis de las últimas siete elecciones presidenciales. Sin embargo, cosas del Colegio Electoral, sólo obtuvieron la presidencia en cuatro de esas seis ocasiones. La confianza en el funcionamiento del sistema permitió que aceptaran en el año 2000 la victoria de George W. Bush, con minoría en el voto popular y una diferencia de apenas 537 votos sobre seis millones en el definitorio estado de Florida, con un recuento convalidado por un fallo dividido de la Corte Suprema. Si las encuestas no tienen un error muestral gigantesco ni ocurre ningún hecho imprevisto, Joseph Biden aventajará a Donald Trump en el voto popular, pero su ventaja será menor en estados claves que podrían definir el Colegio Electoral, con un elevado flujo de votos emitidos por correo en forma anticipada que, tanto por tendencias ya existentes como por las diferentes posiciones de los partidos frente a las medidas de prevención contra la pandemia, se prevé que sean mucho más demócratas que la media nacional. Los referentes republicanos ya hicieron pública su intención de impugnar legalmente la mayor cantidad posible de aquellos votos.

Desde su ingreso a la política, Donald Trump hizo pública su postura de que el sistema está sesgado y arreglado en su contra. Denunció un fraude en las elecciones de 2016, en las que se impuso en el Colegio Electoral. En aquel momento, declaró sin aportar pruebas que más de tres millones de votos habían sido emitidos ilegalmente por inmigrantes indocumentados, un número similar a la diferencia a favor de Hillary Clinton en el voto popular. Este año no será diferente. También sin aportar pruebas, el presidente volvió a alertar sobre un fraude electoral masivo, a partir del voto por correo.

Una elección cerrada, con final incierto y decidida en las cortes, con toda seguridad no terminaría en una aquiescencia generalizada, como en el año 2000. Los dirigentes demócratas ya señalaron su disposición a no conceder ninguna derrota hasta que no se cuente el último voto, pero aún si lo hicieran, el movimiento en las calles, y la izquierda partidaria, difícilmente aceptarían una derrota sellada en los tribunales simplemente regresando a sus casas. Las últimas grandes manifestaciones de Black Lives Matter, junto a una masividad popular inédita, registraron también el accionar de grupos violentos a escalas no observadas en décadas a nivel nacional, con miles de episodios de saqueo y algunos enfrentamientos armados con las fuerzas de seguridad. Una victoria de Trump, sin mayoría de votos podría disparar consecuencias impredecibles en un movimiento en el que conviven la masividad y los sectores inclinados a la violencia.

Una victoria de Biden tampoco garantiza la armonía. El terrorismo interno, de extrema derecha es, de acuerdo a todas las visiones de expertos, una amenaza mayor para los Estados Unidos que el terrorismo islamista. La proliferación de grupos armados en este sector es una tendencia de largo tiempo, aunque en los últimos años aumentaron su visibilidad, mostrándose activos en la defensa de los monumentos segregacionistas, en desafío a las cuarentenas impuestas contra el coronavirus o como «auxiliares» de las fuerzas de seguridad ante las manifestaciones de Black Lives Matter. A diferencia de cualquier período anterior, en que estos grupos proliferaron contra el estado y las autoridades, la mayoría declaran su apoyo a Donald Trump quien, a cambio, y como ya se ha dicho, se ha negado a condenar sus acciones. ¿Qué pasaría si Trump se negara a reconocer una derrota? El más reciente episodio vinculado a milicias de extrema derecha fue el descubrimiento, por parte del FBI, de un complot para secuestrar a la gobernadora de Michigan, la demócrata Gretchen Whitmer, por haber ordenado medidas de confinamiento.

Las divisiones de la sociedad norteamericana, reflejadas con cada vez mayor profundidad en sus partidos políticos a lo largo de los años, han convivido con una aceptación del sistema político institucional como terreno común donde esas diferencias se dirimen. Esa confianza llevaba años de erosión lenta pero decidida cuando Donald Trump irrumpió para poner fin a todas las viejas certezas. Con partidos donde los puentes aparecen cada vez más rotos, bases movilizadas, y muchas armas circulando, descartar que el enfrentamiento político se exprese de forma violenta parece tan aventurado como asegurarlo. Hay, sin embargo, espacio para una certeza. Habrá trumpismo después de Trump, y las heridas abiertas no sanarán el 3 de noviembre.

Es abogado, especializado en relaciones internacionales. Hasta 2023, fue Subsecretario de Asuntos Internacionales de la Secretaria de Asuntos Estratégicos de la Nación. Antes fue asesor en asuntos internacionales del Ministerio de Desarrollo Productivo. Escribió sobre diversas cuestiones relativas a la coyuntura internacional y las transformaciones del sistema productivo en medios masivos y publicaciones especializadas. Columnista en Un Mundo de Sensaciones, en Futurock.