¿El gobierno de Biden abandonará a Israel?

En medio de fuertes rechazos en el mundo por la invasión en Gaza, Estados Unidos decidió no ejercer su poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para blindar a su aliado israelí. ¿Cuáles podrían ser las consecuencias?

El lunes 25 de marzo, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó un llamamiento a un cese de fuego inmediato, durante el Ramadán, apuntando a los ataques israelíes sobre Gaza. Si bien se trata de una Resolución moderada dentro de los parámetros del máximo órgano de la ONU, la noticia fue que Estados Unidos, por primera vez desde la invasión de Gaza, y en una situación con escasos antecedentes, decidió no ejercer su poder de veto para blindar a su aliado israelí.

La invasión y bombardeo de Gaza, vale recordarlo, se produjo como respuesta al ataque terrorista del 7 de octubre por parte de Hamas y otras organizaciones palestinas de la Franja, que causó la muerte de 1143 personas, de las cuales 767 eran civiles y 36, niños. Fue la mayor matanza de judíos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, pero las víctimas no fueron solo judíos. Ciudadanos árabes de origen palestino, con ciudadanía israelí, y trabajadores migrantes abocados a tareas agrícolas y de cuidado se contaron entre las víctimas. También tomaron 247 rehenes, civiles y militares, incluyendo ancianos, niños pequeños y, al igual que en el ataque, ciudadanos israelíes de origen palestino y trabajadores migrantes. El más joven de los rehenes, Kfir Bibas, tenía apenas ocho meses cuando fue secuestrado junto a su familia y hasta el día de hoy está retenido en Gaza, sin que se sepa si está vivo o muerto. Forma parte de un grupo de más de 100 personas, no todas ellas vivas, que permanecen en manos de Hamas y otras organizaciones armadas. Una situación inasumible para ningún Estado, que hubiera motivado una respuesta de cualquiera que estuviera en condiciones de darla. Israel, cuya superioridad militar sobre el pequeño territorio de Gaza es absolutamente abrumadora, está lejos de ser en esto excepcional.

Para el mundo no es desconocido el recurso del uso de la fuerza y la superioridad bélica para intentar torcer una determinada situación. Los efectos son, independientemente de la justicia de las causas, devastadores. Por mencionar a las mayores potencias militares a nivel global, basta recordar las imágenes de los ataques estadounidenses sobre la ciudad iraquí de Mosul en 2017, y sobre Raqqa, Siria, cuando fue liberada del Estado Islámico; las campañas rusas de bombardeos en Alepo (junto al gobierno de Bashar Al Assad) o, tiempo antes, en las guerras de Chechenia. El saldo, en todos los casos, fue de brutal devastación. No es algo privativo de las potencias. Las emergencias humanitarias producidas por las acciones sauditas contra los hutíes en Yemen o por la respuesta del gobierno etíope ante la rebelión en la región de Tigray demuestran que las consideraciones humanitarias suelen ser, en el mejor de los casos, secundarias y subordinadas a objetivos estratégicos. Tampoco en este punto Israel es excepcional.

Y sin embargo, defensores y detractores de Israel suelen quejarse del tratamiento excepcional que recibe ese Estado, distinto al de cualquier otro, al tiempo que, por el contrario, cuando piensan en su resolución señalan las particularidades que vuelven al caso justificablemente único entre todas las complejas situaciones que existen en el mundo. Cualquier resolución del conflicto impulsada por la comunidad internacional debe deshacer esa lógica, y partir de aquello en lo que Israel es efectivamente excepcional, para concentrarse en una resolución que convierta el statu quo actual en una realidad más convencional en términos de territorio, reconocimiento, y conflicto.

La invasión de Gaza inauguró un ciclo único de protestas en todo Occidente, y particularmente en los Estados Unidos y Europa, motorizadas por los sectores de izquierda y porciones de la población de origen islámico, con una fortaleza novedosa tanto en su visibilidad pública como en su persistencia. Si los ejemplos antes revisados dan testimonio de que la situación humanitaria en Gaza no es globalmente inédita, no es menos cierto que la misma no registra antecedentes en el propio conflicto en que se inscribe. Los más de 30 mil muertos que se registran en la Franja de Gaza superan el total de víctimas palestinas de todos los conflictos anteriores, incluyendo la guerra que terminó en la creación del Estado de Israel y la expulsión de más de 700 mil palestinos. Por las propias características de Gaza -uno de los territorios de mayor densidad de población del mundo- decidir una campaña basada en bombardeos masivos significa decidir también una enorme cantidad de víctimas civiles. El Ministerio de Salud de Gaza, controlado por Hamas, no distingue entre víctimas civiles y combatientes, pero, aún tomando por válido el número de soldados abatidos estimado por Israel, los civiles son más de la mitad de las víctimas. Entre ellos miles son niños, en un territorio donde los menores de 18 años constituyen la mitad de la población. Casos como el de los siete trabajadores de asistencia humanitaria de la organización Cocina Central Global, seis de ellos provenientes de países occidentales, cuyas tareas de asistencia eran coordinadas y conocidas por el gobierno israelí y cuyo convoy fue bombardeado, así como la muerte por error de tres rehenes que, a pesar de estar desarmados, en cueros y con bandera blanca, habían escapado de sus captores dan cuenta del orden de prioridades que la planificación de la guerra está asignando a las acciones ofensivas frente los deberes de protección de los civiles y las organizaciones de asistencia.

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Hacia adelante, la situación podría incluso empeorar. La acusación contra Israel por genocidio, promovida por Sudáfrica ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya difícilmente resista un escrutinio estricto del término. Sin embargo, tiene el mérito de haber impulsado a Israel a tomarse más en serio la situación de más de un millón de civiles palestinos, expuestos al hambre y la privación. En su decisión provisional, en la que no ordenó un cese del fuego, la Corte sí indicó a Israel que debía hacer mucho más para el ingreso de todo tipo de asistencia humanitaria dirigida a la población de Gaza. Si bien la situación en términos de ingreso de asistencia mejoró algo desde entonces, el paso del tiempo agrava la emergencia para quienes enfrentan la posibilidad del hambre severa. La insuficiencia de los esfuerzos israelíes en materia de asistencia humanitaria no necesita de detractores que denuncien, aunque estos abunden. Son los propios Estados Unidos los que implícitamente lo reconocen al anunciar envíos aéreos de ayuda humanitaria y hasta la construcción de un puerto provisorio para compensar las cantidades insuficientes que las fuerzas israelíes habilitan a ingresar por camión a diario. El punto es relevante. Las privaciones vinculadas a la falta de alimentos, agua potable o insumos médicos pueden causar más daños y fallecimientos que los propios bombardeos, y afectar particularmente a niños, ancianos y a la población civil en general, en una proporción incalculablemente mayor a los efectos directos de las acciones bélicas.

La situación bélica tiene un enorme peso por sí sola. Pero no es la única circunstancia en juego. Desde que en 1967 repelió el ataque conjunto de las fuerzas de Egipto, Siria y Jordania, Israel ocupa Cisjordania y la Franja de Gaza. Los cerca de cinco millones de palestinos que viven allí no gozan de derechos políticos en Israel, pero tampoco tienen un Estado propio. Alrededor de tres millones de palestinos habitan Cisjordania y dos millones lo hacen en Gaza. Mientras que en Gaza existía un control territorial absoluto por parte de Hamas, donde el gobierno de Israel controlaba fronteras, costas, espacio aéreo y espectro radioeléctrico pero sin presencia territorial, en Cisjordania el control territorial es más que relativo. La superficie controlada por la Autoridad Nacional Palestina es escasa y discontinua, y convive con más de 200 asentamientos ilegales bajo la legislación internacional, donde habitan cerca de 700 mil colonos custodiados por las fuerzas armadas israelíes, que expandieron de manera sostenida su presencia territorial a lo largo del Siglo XXI. Esta situación ha motivado algunas comparaciones con el apartheid sudafricano, incluso por parte de organizaciones de derechos humanos occidentales, como Human Rights Watch o israelíes, como B’Tselem. Si bien el derecho internacional contempla la figura de la ocupación, y obviamente Israel tiene preocupaciones de seguridad en los territorios, tanto su prolongación -por más de 50 años-, como las acciones de asentamiento permanente desde el comienzo de la empresa colonizadora y los distintos regímenes de movimiento, asentamiento y empleo aplicados a la población judía y palestina de dicho territorio se ubican por fuera de cualquier régimen de derecho.

En las expectativas de la comunidad internacional, los acuerdos de Oslo de 1993 se encaminaban a alumbrar un Estado de mayoría judía al lado de un Estado árabe en los territorios ocupados en 1967. Las últimas negociaciones serias de paz cayeron por tierra en 2009, con la salida de Ehud Olmert y el segundo ascenso de Benjamín Netanyahu, quien se mantiene hasta hoy en el gobierno. Hay montones de posibilidades a la hora de repartir culpas sobre las causas del fracaso de las negociaciones de paz, en general y en cada uno de los procesos. Algunas cuestiones como el “derecho de retorno”, que los palestinos reclaman para quienes fueron expulsados en 1948 y todos sus descendientes, así como el status de Jerusalén oriental, ocupada en 1967, y de los núcleos de asentamientos en general se han probado enormemente complejas, pero el abandono de las conversaciones fue una decisión política calculada de Netanyahu. El actual primer ministro ha hecho bandera de evitar que exista un Estado palestino y lo destaca como el principal mérito de sus mandatos, en los que logró acuerdos de reconocimiento con países como Marruecos, Bahrein y los Emiratos Árabes Unidos que no consideraron centralmente la cuestión palestina. El propio premier afirmó en distintas ocasiones que permitir mantener a una organización violenta como Hamas al frente de la Franja de Gaza era inseparable de (y un precio que valía la pena pagar para) evitar la constitución de un Estado palestino.

Los ataques terroristas del 7 de octubre y las consecuencias de la respuesta, con la invasión de Gaza, dan cuenta de la insostenibilidad de largo plazo de la estrategia de negar la situación de cinco millones de personas. La guerra es, para Israel, a la vez una pesadilla de relaciones públicas, de relaciones internacionales y de alianzas políticas construidas cuidadosamente a lo largo de años. Es también una decisión estratégica, como prueba la escasez de disidencias entre el gobierno de ultraderecha, los exgenerales opositores incorporados al gabinete y los mandos militares, para quienes recuperar la disuasión y eliminar las capacidades operativas de Hamas tiene preeminencia sobre el costo en vidas, la destrucción de ciudades enteras y el daño reputacional sufrido por el Estado de Israel, que ha perdido relaciones cordiales pacientemente construidas, como Rusia y China, y ha chocado incluso con países sudamericanos y hasta europeos, como el Reino de España.

En este contexto, el cambio de Estados Unidos, que pasó del apoyo incondicional a la abstención inédita en tiempos de guerra en Naciones Unidas, no debería entenderse solo ni principalmente como un producto de las presiones del ala izquierda del Partido Demócrata en un año electoral. Para un país que en más de la mitad de las ocasiones en que usó su poder de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas lo hizo para proteger a Israel, el cambio tiene que ver con intereses de largo plazo. Frente a un Irán fortalecido militarmente en la región y cada vez más alineado con China y Rusia (en parte, también, por acción estadounidense), Israel necesita construir una coalición de balance con los estados árabes, particularmente Arabia Saudita, y reconstruir una relación sostenible con Turquía. Al mismo tiempo, Israel debe recuperar una posición pública no solo en Occidente, sino especialmente en el sur global. En caso contrario, el avance militar estará acompañado por una enorme derrota política, que los norteamericanos no desean ni cuentan con demasiadas herramientas para evitar sin enfrentar frontalmente al gobierno de Israel.

La aquiescencia a la resolución de cese de fuego del Consejo de Seguridad, como el reciente discurso del senador Chuck Schumer -el dirigente judío de mayor rango en la historia estadounidense- pidiendo nuevas elecciones y caracterizando a Netanyahu como “un obstáculo para la paz”, dan cuenta de una preocupación que se asemeja a la del amigo que te dice que pares. Si EEUU está dispuesto a aceptar la guerra como una necesidad estratégica que pide que sea lo más breve posible, cualquier estrategia de construcción de legitimidad más o menos viable demanda declarar simultáneamente la disposición a un futuro Estado palestino y algún plan para finalizar, en algún momento, la ocupación. Una demanda que podría permitir, a relativamente bajo costo, un acuerdo de reconocimiento con Arabia Saudita y una normalización del lugar de Israel en los distintos foros internacionales. Hasta ahora, Netanyahu ha mantenido la estrategia contraria, que le funcionó en su exitosa construcción política a nivel interno y que horadó la opinión mayoritaria de la opinión pública tanto israelí como palestina que favorecía una solución de dos estados. ¿Habrá gobernantes en Israel dispuestos a pagar costos de corto plazo para asegurarse contra el riesgo existencial en el mediano y largo? ¿Están los dirigentes estadounidenses dispuestos a endurecerse para asegurar una relación con Israel que es mucho más cuestionada por las generaciones jóvenes que por las que hoy gobiernan? El paso inusual de Estados Unidos y el revuelo que generó a pesar de su timidez da cuenta de una disposición menos paciente y de un diagnóstico claro, pero también de las dificultades del giro hacia una posición de amistad confrontativa que sostenga el cambio de mirada. En Medio Oriente, como de costumbre, se pueden pensar causas para el optimismo, pero los actores no dan razones para ser optimistas.

Es abogado, especializado en relaciones internacionales. Hasta 2023, fue Subsecretario de Asuntos Internacionales de la Secretaria de Asuntos Estratégicos de la Nación. Antes fue asesor en asuntos internacionales del Ministerio de Desarrollo Productivo. Escribió sobre diversas cuestiones relativas a la coyuntura internacional y las transformaciones del sistema productivo en medios masivos y publicaciones especializadas. Columnista en Un Mundo de Sensaciones, en Futurock.