El árbol de Sierra Chica

El 30 de marzo de 1996 un intento de fuga de un grupo de internos en Olavarría terminó en el motín más recordado de Argentina.

El 30 de marzo de 1996 un intento de fuga de un grupo de internos de la Unidad Penal N°2 de Sierra Chica, partido de Olavarría (de pie), terminó en el motín más recordado de la historia penitenciaria argentina.

Fundada en 1881, Sierra Chica es una de las cárceles de máxima seguridad de Argentina. Queda a 16 kms. de la ciudad de Olavarría, cabecera del partido. Uno de sus primeros internos fue Julián Andrada, ladero de Juan Moreira, que llegaba a la cárcel luego de un intento de fuga fallido en Mercedes, donde quiso derribar el muro de la prisión con pólvora, falló y la fuga se convirtió en motín.

Antes de construir la prisión de Sierra Chica, alguien tuvo que haber leído esto: “Es una construcción circular, los aposentos de los presos se encuentran en la circunferencia, los llamaremos celdas. Las celdas están separadas unas de otras por medio de tabiques que describen los radios de la circunferencia y tienen la longitud que se juzgue apropiada al tamaño del aposento, de modo que los presos se encuentran así impedidos de comunicarse entre ellos. La morada del inspector ocupa el centro; la llamaremos pabellón del inspector”.

Las indicaciones las da Jeremy Bentham, en una serie de cartas que escribe desde Cretcheff, Rusia, a Inglaterra, en el año 1787 y que luego se convierten en el libro que todos conocemos como El panóptico. Allí perfecciona su sistema arquitectónico y de vigilancia por el cual un número escaso de vigilantes –y llevado al extremo, ninguno– controla un enorme número de internos. Simplemente por ese dispositivo central que no le permite saber al interno si lo están vigilando o no; luego, siempre pueden estar vigilándolo. Michel Foucault tomaría ese precepto en su libro Vigilar y castigar y usaría las instrucciones arquitectónicas para explicar el funcionamiento del poder, ya no solo dentro sino también fuera de esos muros (“el Panóptico es una máquina maravillosa que, a partir de los deseos más diferentes, fabrica efectos homogéneos de poder”, dice).

En Cenital nos importa que entiendas. Por eso nos propusimos contar de manera sencilla una realidad compleja. Si te gusta lo que hacemos, ayudanos a seguir. Sumate a nuestro círculo de Mejores amigos.

Lo último que diré de Bentham, padre del utilitarismo inglés: antes de morir pidió que su cuerpo sea conservado, momificado y sentado en una silla en la que conversaba con alumnos y colegas. La University College de Londres cumplió su deseo y allí permanece, aunque su cabeza original es una réplica. La verdadera la tiene guardada la UCL en no muy buen estado, aunque si tienen la oportunidad de pasar por allí pueden pedir verla (se lo cuenta un alumno a Mark Fisher en las clases editadas en Deseo postcapitalista).

Un siglo y medio después de la muerte de Bentham, el panóptico vigilaba a los internos de Sierra Chica en Semana Santa de 1996. El modelo no funcionaba exactamente igual a la previsión del inglés y necesitaba más guardias visibles. Por eso los internos eligieron la Semana Santa para fugarse. Había menos guardias y, por lo tanto, menos posibilidades de un enfrentamiento armado. El plan de los trece detenidos era simple: tomarían un ala del pabellón, reducirían a la guardia y escalarían el muro principal para escapar. Pero los planes están para que no salgan como uno espera.

Uno de los trece, Marcelo “Popó” Brandan Juárez, entró a la oficina de un empleado administrativo del penal. Pidió permiso para usar el teléfono público y, antes de obtener una respuesta, otro interno ingresó detrás mostrando un arma. Los guardias entregaron sus armas y cuatro internos más se sumaron a reducirlos. Eran los primeros siete rehenes. El arma que tenían los internos es un punto central de la historia.

Meses antes, el Servicio Penitenciario Bonaerense había comenzado una investigación. Circulaban rumores de que la abogada de un detenido había ingresado al penal una pistola Ballester Molina calibre 11.25. Las sospechas apuntaban a Hugo “La Garza” Soza. Pero, tras varias requisas, el arma no aparecía. Sosa, desbordado por la presión del Servicio Penitenciario, dijo que el arma existía pero que la había perdido. Pocas semanas antes del intento de fuga, pidió ser trasladado a Caseros. En paralelo, el Servicio Penitenciario había trasladado a Sierra Chica a un protagonista de esta historia: Agapito Lencina. Venía precedido por su fama de “arruinaguachos”, como se denominaba a los violadores de presos recién llegados. Lencina tenía vínculos directos con el Servicio Penitenciario y la misión de encontrar el arma. Fue alojado en un pabellón especial, visitaba cotidianamente al director del penal y tenía privilegios. El arma seguía sin aparecer y Lencina solo sumaba y sumaba enemigos internos. Se decía que en la cárcel había dos tipos de presos: los “tumberos”, resignados a vivir en prisión; y los “tiraganchos”, internos que buscaban la fuga. Lencina pertenecía al primer grupo. Los Doce Apóstoles, al segundo. John Berger dice en el libro Fotocopias que “en la cárcel atrae la imaginación un tipo de ingenio del que apenas se habla o al que apenas se presta atención fuera. La imaginación de cada preso atribuye a este ingenio un valor y un lugar particular, pero todas las imaginaciones se identifican con él. Es el ingenio que se requiere para escapar, el ingenio de los pocos que consiguen llegar al otro lado de la loma”.

Volvemos al 30 de marzo. La oficina de los oficiales ya estaba en control de los internos y, desde allí, corrieron hasta el muro más cercano, mientras otros detenidos intentaban crear una distracción en la cancha de fútbol. Walter Vivaz era uno de los guardias en servicio cuando advirtió la situación en el muro y los hizo retroceder disparando su arma. El director del penal salió de su oficina e intentó negociar. Los presos contestaron con balas. Oficialmente, se iniciaba el motín más extenso de la historia penitenciaria argentina.

Acá vendría todo lo que el que escucha Sierra Chica viene a buscar: asesinatos, canibalismo, la jueza María Malere de rehén, fútbol con la cabeza de un interno. Todo eso sucedió y está harto contado: hay libros, una película y no niego que no podrían hacerse más, porque la historia es rica. Pero hay otras cosas que están menos dichas, ocultas tras la fascinación por el horror.

La fuga fallida mutó en motín, lo que derivó en dos situaciones. Al interior del penal, los ahora denominados Doce apóstoles comenzaron una rebelión primero contra los guardias y luego contra Lencinas. El penal de Sierra Chica es grande y hasta que encontraron a Lencinas pasó casi todo un día. Primero asesinaron a algunos de sus cómplices y luego a él. La historia de ese segundo día, el 1° de abril, está contada en esta crónica del juicio de Cristian Alarcón en Página/12. En ese juicio, que se realizó cuatro años después, se supo que los apóstoles habían logrado pinchar un teléfono público por el que se comunicaban con sus familiares y con otros penales. Desde allí, el apóstol Víctor Esquivel llamó a su amigo Marcelo Zabaleta, detenido en la cárcel de Olmos para dejarle un mensaje: “que no se preocupe, que Agapito va al horno con fritas”. Literal, como dicen los chicos de ahora.

Esos asesinatos agravaron el motín: afuera no se sabía nada y los internos no querían sumar los homicidios a sus condenas. Así fue como se decidió quemar los cuerpos en el horno industrial del penal. Y, corroborado por varios testigos, la utilización de partes de los cuerpos para cocinar empanadas y servirlas a varios guardiacárceles. En las semanas posteriores, cuando terminó el motín y se comenzaron a conocer los hechos, en Olavarría nadie compraba empanadas. Circulaba el rumor de que el penal era proveedor de algunos locales. Era falso, pero muchos niños olavarrienses crecimos con desconfianza hacia todo tipo de rellenos.

El motín que comenzó en Sierra Chica se expandió a otras cárceles. Para el 4 de abril ya eran 11.500 los presos amotinados en 17 cárceles de todo el país, 11 de ellas en la provincia de Buenos Aires. La escena central era Sierra Chica, por el dramatismo, pero el reguero de pólvora se había extendido por todo el sistema penitenciario. Los internos de todo el país habían aprovechado la ocasión para reclamar por las condiciones de detención. Solo en provincia de Buenos Aires, la población carcelaria era de 10.090 internos y las plazas disponibles eran 6.918. Una sobrepoblación del 46%. Apenas el 26% tenía condena firme; el resto, solo estaban procesados. Todo eso sin contar los detenidos en comisarías por falta de lugar en las cárceles.

Por eso uno de los reclamos del motín nacional fue la aplicación de la ley del 2×1, aprobada en noviembre de 1994. Era una forma de reglamentar el artículo de la Convención Americana sobre Derechos Humanos que establece que “toda persona detenida debe ser llevada sin demora ante un juez y tendrá derecho a ser juzgada dentro de un plazo razonable o a ser puesta en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso”. Ese año, Argentina había reformado su Constitución Nacional y había incorporado una serie de tratados internacionales. La ley aprobada sostenía que el plazo de la prisión preventiva no podía superar los dos años (con posibilidad de prorrogar la detención un año más en casos de delitos múltiples o causas complejas). Pasados esos dos años se debían computar dobles los días de detención sin condena firme.

La ley era también una respuesta a la sobrepoblación carcelaria y al hecho de que, a nivel nacional, uno de cada dos presos no tenía condena firme. Luego fue derogada en 2001, por el gobierno de la Alianza, sin haber podido cumplir el objetivo de disminuir la cantidad de procesos sin condena firme.

Volvamos a Sierra Chica, donde los internos y sus familiares reclamaban la presencia del gobernador de la provincia, en ese entonces Eduardo Duhalde. La estrategia del Gobierno provincial era esperar el desgaste y no ingresar al penal: “solo vamos a reprimir como respuesta a un eventual intento de fuga o para defender la vida de los rehenes. No hay que agravar la situación”, dijo Duhalde.

El motín duró una semana y terminó cuando la provincia de Buenos Aires cedió a los planteos de los internos. Se acelerarían los procesos judiciales en la provincia de Buenos Aires y más internos accederían al beneficio de la ley del 2×1. Se crearía una comisión para estudiar la situación en los penales, de la cual participarían los propios detenidos. Tras el acuerdo, se levantaron los motines en todo el país. Los doce apóstoles pidieron como parte del acuerdo ser trasladados a Caseros, lo que ocurrió.

Por la calle en la que salieron los doce apóstoles rumbo a Caseros, dejando tras de sí una masacre (a la que Duhalde calificó de “una especie de holocausto” cuando los hechos comenzaron a conocerse) había ingresado Bartolomé Mitre a Sierra Chica en 1855. El objetivo era eliminar a las tribus de los caciques Catriel y Cachul de la zona para levantar allí un nuevo pueblo. En un movimiento envolvente, el coronel Laureano Díaz iría contra Cachul y Mitre contra Catriel. Dos baqueanos indios guiaban al ejército de Mitre que marchaba oculto por Sierras Bayas y, al amanecer del 30 de mayo, cayó sobre los toldos de Catriel, ubicados en Sierra Chica. La historia oficial habla de un error de los baqueanos indios que eliminaron el factor sorpresa. A mi me gusta pensar que los baqueanos, integrantes del cuerpo de Indios Amigos, traicionaron al hombre blanco en defensa de su antiguo pueblo.

Pese a haber perdido la sorpresa, las huestes de Mitre lograron deshacer la resistencia de los guerreros pampas y el ejército saqueó algunos toldos y rescató a un grupo de capturados por Catriel. “Pero en ese interín se reorganizan los catrieleros”, cuenta la crónica de guerra, y caen sobre la caballería de Mitre, que a su vez aplasta a su propia infantería en la huida. Mitre logra escapar junto a unos oficiales y se esconden en la sierra a la espera de que lleguen los refuerzos de Laureano Díaz, que iba a combatir contra Cachul en las cercanías. Pero no lo había logrado: había sido interceptado por la huestes del cacique Calfucurá, denominado entonces el Emperador de las Pampas. Era el cacique al mando de la Confederación de Salinas Grandes (y de quien hablaremos otro día por integrar el top 5 de personajes de la historia argentina de este newsletter).

Mitre se entera de la caída de Díaz y arma un falso campamento para distraer la ofensiva de Catriel, lo que le permite comprar tiempo para huir a Azul. La seguridad de la frontera, escribiría Mitre, había quedado seriamente comprometida “por la confederación más vasta de tribus del desierto que haya tenido lugar desde el tiempo de la conquista”. El saldo de combate para el ejército fue de 16 muertos, 234 heridos y la mayor parte de la caballería y equipos. A su favor, habían recuperado muchas prisioneras que utilizarían para negociar la libertad del juez de Paz de Tapalqué que permanecía capturado por Catriel.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos (¿no?).

Hay un árbol en Sierra Chica. Es el mismo árbol que miraba Walter Vivaz, el guardiacárcel, minutos antes de escuchar un ruido en el sector de oficinas en Semana Santa de 1996. Es el mismo árbol en el que un siglo antes Catriel recibe la información de su baqueano infiltrado sobre el ataque de Mitre, alerta a los caciques confederados Cachul y Calfucurá y logra repeler el ataque. Ese árbol vio las dos cosas.

Hay otro árbol en la colina de Ettersberg, cerca de la ciudad de Weimar. Bajo ese roble escribía Goethe, se dice. Se encontraba con su amiga Charlotte von Stein y leían sonetos. Más de un siglo después de la muerte de Goethe, cuando los nazis desmontaron ese mismo terreno para construir el campo de concentración de Buchenwald solo dejaron ese roble en pie. Se dijo que de allí se colgaron muchos prisioneros. El novelista austríaco Joseph Roth escribió que no era así (el artículo no está disponible online así que lo hemos digitalizado). Que había más de estos robles y que de todos se colgaban prisioneros; que los nazis no lo dejaron en pie porque era de Goethe sino por una ley de protección municipal. Lean el texto porque se va enojando. Dice que los simbolismos están demasiado baratos en estos tiempos (dice: “escribir glosas en nuestros tiempos es casi un juego de niños. La historia universal se las entrega a cualquiera a domicilio, gratis y con el porte pagado; nos vienen a la pluma, a la máquina de escribir”).

Nosotros seguimos creyendo que ese roble vio las dos cosas y, si nos apuran, vio las cuatro. Vio la Semana Santa de 1996, vio a Mitre caer contra Catriel, vio construirse y administrarse el campo de concentración de Buchenwald y vio a Goethe componer, bajo su sombra, la Noche de Walpurgis para su Fausto.

Dime: ¿seguimos, o ahora
aquí mismo hacemos alto?
Rocas y árboles ceñudos
parecen, fieros, mirarnos,
y en tierra se multiplican,
errantes, los fuegos fatuos.

¿O acaso no habla de todo esto esa canción que entonan Fausto, Mefistófeles y el Fuego Fatuo? A la realidad le gustan los leves anacronismos.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y director de la agencia de comunicación Monteagudo. Es co editor del sitio Artepolítica. Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.