Dentro del juego del calamar

¿Un espejo de Corea del Sur o algo mayor?

¡Buen día!

Espero que esta semana te encuentre bien. Yo ya encontré mi excusa: se estrenó la tercera temporada de Succession y toda la primavera es carnaval. A propósito de series, hoy voy a escribirte sobre una que no querés escuchar más. El juego del calamar ya es la serie más vista en la historia de Netflix, con más de 110 millones de espectadores en poco más de dos semanas. Es la última bomba cultural surcoreana, un fenómeno por donde se lo mire. 

Te confieso que al principio estaba negado a verla, básicamente por pura pose snob: no es que desconfíe de los productos de plataformas que se hacen masivos, no soy tan gil para pensar que si algo es popular no puede ser bueno, pero sí lo suficientemente gil para evitar entrar a la cadena y buscar otras cosas (como Succession, de la independiente y para nada masiva HBO). La cuestión es que el origen surcoreano de la serie me compró y decidí darle una chance; vi el primer capítulo y después no pude parar. 

El thriller reúne a 456 almas desesperadas en una isla para una competencia de seis juegos tradicionales de la infancia surcoreana, con la diferencia de que acá los que pierden son acribillados. A simple vista parece una suerte de Juegos del hambre gore, donde el objetivo último es sobrevivir y, en cierta medida, lo es. Pero lo interesante de la serie, en mi opinión, descontando su fotografía, el vestuario y la música, que es excelente, son los personajes. Desde Seong Gi-hun, el protagonista, un ex empleado de una fábrica de autos que vive al día, robándole plata a su mamá enferma, apostando en carreras de caballo y de presencia esquiva con su hija, pero también Cho Sang-woo, su amigo de la infancia, que siempre lo miró desde arriba porque consiguió entrar a la universidad y convertirse en ejecutivo, hasta Say-byeok, una desertora norcoreana que pelea por hacer vida en su nuevo destino, al igual que Abdul, un inmigrante pakistaní. 

Todos los competidores tienen algo en común: están ahogados en deudas y desazón. Y acuden al juego, como dice uno de los villanos organizadores en una de las mejores lineas de la serie, “para tener una chance”. La chance de entrar a un sistema que los ha marginado, pese a que ningún personaje parece vivir en la pobreza. El juego es la única y última alternativa de otra cosa, por más de que se arriesguen a la muerte y a la deformidad moral de cada uno de los caracteres, que empiezan con cierto sentido colectivo por encontrarse del mismo lado del mostrador (la nebulosa solidaridad de clase), hasta el más puro egoísmo, un sálvese quien pueda que admite todo tipo de recursos, mientras un grupo de millonarios los observa desde los contornos de la jaula. Es en esta parábola hobbesiana donde la serie encuentra su potencia política. 

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¿Pero cuánto hay de particular y cuánto de global en este relato social?

La serie desde Corea del Sur

Lo cuenta Dani Schteingart en uno de los mejores textos de la bodega de Cenital: en apenas unas décadas, Corea del Sur pasó de tener niveles de pobreza africanos a convertirse en un país de ingresos altos a la vanguardia del capitalismo global. Pero la idea de que ese modelo, llamado “milagro” por los observadores más entusiastas, tenía también sus fisuras sociales no es nueva y su exposición en la producción cultural del país, ahora también de vanguardia, no nació con Parásitos, la última película de Bong Joon Ho que narra la distancia total que puede existir entre dos familias del mismo país y que fue premiada con un Oscar en 2019. 

“La producción cultural coreana siempre ha mantenido esta crítica social a las desigualdades y limitaciones del modelo de desarrollo”, me explica María del Pilar Álvarez, investigadora del Conicet y especialista en política contemporánea coreana. Se trata de una tradición que arrancó desde el periodo de la dictadura y siguió con películas de las últimas décadas como Old Boy y la obra de directores como Lee Chang-dong (responsable, entre otras, de la maravillosa Burning) y el propio Bong Joon Ho, que antes de Parásitos había descollado con películas como The Host, para nombrar solo alguna. “Lo que aparece novedoso con estas últimas producciones son las cuestiones vinculadas al capitalismo del siglo XXI y las nuevas problemáticas sociales”, dice. 

Lo primero que aparece sobre la mesa, el foco de la repercusión interna de la serie, son los altos niveles de deuda privada, la deuda del consumidor, que en Corea del Sur superan el equivalente al PBI, una de las más altas del mundo. Son familias o particulares que se endeudan en el mercado, muchas veces a través de los temibles prestamistas que aparecen en la ficción, para costear servicios como la educación o la salud o simplemente acceder a bienes de consumo. El aumento de este tipo de deuda es un fenómeno tan global como sintomático (basta con darse una vuelta por Chile, con una deuda de consumidor equivalente al 40% del PBI que quedó expuesta en el estallido) pero el caso surcoreano es extremo. Los ciudadanos tienen en promedio 4 tarjetas de crédito, con las que financian el 70% de su consumo. 

“La deuda está detrás de la notoria tasa de suicidios de Corea”, publicó el Korea Herald hace unos años. Cuarenta personas se suicidan por día en Corea del Sur, la cuarta tasa más alta del mundo y la primera en el caso de países desarrollados. Cada grupo etario tiene sus preocupaciones. Los adolescentes se suicidan menos, pero sus causas están asociadas a la presión académica. En el resto, la principal causa son las “dificultades financieras” y los estragos de la problemática recae sobre todo en la población avejentada. No es casual: en Corea del Sur, donde recién en 1989 se estableció un sistema formal de jubilación y en 1999 se hizo obligatorio, más del 40% de los mayores de 65 años es pobre, la tasa más alta del mundo desarrollado. 

El suicido como una salida asequible aparece de alguna manera en la serie cuando se evalúan los pros y contras de dejar de jugar, algo que la organización permite si una mayoría de los participantes está de acuerdo. En última instancia, resuelven los competidores, dejar de jugar no tiene sentido, aunque eso los salve a la mayoría de la muerte (inmediata). Muchos tendrán eventualmente el mismo destino si vuelven a sus infiernos personales. 

Julián Varsavsky es periodista. Desde hace tiempo sigue la región del Este de Asia y publicó, entre otros libros, Corea, dos caras extremas de una misma nación, junto a Daniel Wizenberg. “La península coreana, así como Japón y también China, son sociedades de arraigo cultural confuciano. Está interiorizado desde hace milenios, con el rigor laboral del campo de arroz, un trabajo necesariamente comunitario donde si un eslabón falla todos se ven afectados. Es tan potente la mirada del otro que te compele permanentemente para que hagas todo bien y lo dejes todo en producir”, me cuenta Julián. “El suicidio en la sociedad confuciana funciona con otras lógicas que en Occidente. La mirada del otro es mucho más potente. La depresión, que siempre aparece en los casos de suicidio, se profundiza en estas sociedades tan gregarias por la presión social y la vergüenza”, me explica.

Las escenas del capitalismo cotidiano que nos llegan desde esa región de Asia, con su pandemia de soledad, su tiranía del rendimiento llevada al extremo, sus apartamentos minúsculos cuya única función son brindar unas pocas horas de sueño y ya, ¿son parte de una realidad lejana, confinada a esas sociedades, o son un aviso de lo que vendrá, un camino que pueden seguir otras sociedades de Occidente? 

“Hay una base cultural sobre la cual opera el capitalismo neoliberal global. Este rasgo cultural confuciano radicaliza cualquier sistema productivo. Radicalizó el comunismo en Corea del Norte hasta convertirlo en otra cosa, y radicalizó también el capitalismo en Corea del Sur”, me había dicho Julián al hablar de las particularidades del país. 

Le extiendo mi inquietud en una serie de audios de WhatsApp.

“Bueno, uno de los motivos por el cual sigo al Este de Asia es porque creo que hacia ahí va el mundo”, me responde. “Vivimos en un mundo donde la versión radicalizada del capitalismo está logrando imponerse, y en un punto el neoliberalismo occidental usa los modelos tigre-asiáticos como ejemplos de capitalismo exitoso, aunque hay cosas que no te cuentan”.

Cierro con esto. En una entrevista con La Nación, Hwan Dong- hyuk, el creador de la serie, cuenta que el proyecto estuvo diez años cajoneado. Una de las cosas que cambiaron, explica, es que hoy el público se volvió más receptivo a ese tipo de historias. “Este relato fue concebido durante 2009 y parecía ridículo, surreal, pero hoy en día se podría aceptar que de una forma extraña algo así podría llegar a suceder. Creo que la trama se volvió muy representativa de lo que estamos viviendo”.

Me gusta como proyecto de tesis para ay, la carrera de comunicación: de qué manera los últimos años, pero especialmente la pandemia, cambiaron nuestra manera de acercarnos a las ficciones distópicas. Ya se me ocurre un focus: comparar las experiencias de alguien que vio la serie Years and Years en 2019 y alguien que la vio en 2020. Es otra cosa. Algo está pasando cuando esas distopías –Black Mirror, Years and Years, El juego del calamar o la que quieras– nos parecen apenas una vuelta de tuerca más a nuestro presente. Es la realidad llevada al límite, ciencia ficción derretida. 

Pero cómo nos atrapa. 


Qué estoy siguiendo

América Latina está agitada. No importa cuando leas esto. En Chile, a seis semanas de las elecciones, el presidente Sebastián Piñera ordenó la militarización del sur del país, epicentro de la reivindicación mapuche, mientras espera por un juicio político que puede destituirlo. Guillermo Lasso, en Ecuador, también se enfrenta a un Congreso que investiga las revelaciones de los Pandora y llama “golpista” a la oposición por no aceptar su programa de reforma. La oposición boliviana, en tanto, volvió a las calles en la primera movilización significativa después del golpe de Estado. Tenues protestas se empiezan a registrar también en El Salvador contra el todavía popular gobierno de Nayib Bukele; ayer fue el último episodio. Brasil espera esta semana la publicación del informe final de la comisión del Senado que investiga la actuación de Bolsonaro durante la pandemia, a la que muchos catalogan como un “genocidio”. 

Y estas son solo algunas noticias de estos días, a la que podríamos sumarle una importante del finde: Alex Saab, el empresario señalado como el presunto testaferro de Maduro, fue extraditado finalmente a Estados Unidos, una maniobra que promete alterar el tablero político interno y que ya generó la suspensión de la mesa de negociación entre oficialismo y oposición por decisión del primero. 

En este contexto llega la publicación del último informe de Latinobarómetro. La encuesta es útil para comparar la variación de tendencias regionales en los últimos años (la última publicación fue en 2018) y entre países. Seguramente vamos a volver a esto en las próximas semanas, pero en líneas generales el informe muestra que el apoyo a la democracia y a la gestión de los gobiernos, la confianza en las instituciones y partidos, así como el rechazo al autoritarismo, siguen en mínimos históricos, pero no se han profundizado con respecto a 2018. En algunos países, como Ecuador, el malestar se ha agudizado particularmente. 

“Una ola recorre América Latina consecuencia del egoísmo de las elites, es la ola de la escasez de mayorías. En este último ciclo electoral los nuevos presidentes enfrentan creciente atomización de los parlamentos, aumento de movimientos y partidos nuevos, así como el fin de los viejos. La gobernabilidad se aleja, augurando tiempos complejos para la región”, sintetiza el estudio. Que también sentencia: “Ningún pueblo de la región está contento con cómo funciona la democracia en su país”.

Crece la violencia sectaria en Líbano. Siete personas murieron el jueves pasado en enfrentamientos entre milicias chiitas y cristianos en Beirut. Es el último coletazo de una crisis multidimensional que acecha al país desde hace varios años y que se ha profundizado con la explosión del año pasado en el puerto de la capital, que causó más de 200 muertos. De hecho, el foco de los últimos incidentes está puesto en la investigación del suceso, que sigue sin esclarecer ante sospechas de que la justicia está encubriendo a los responsables. Hezbolá y otros movimientos chiítas están presionando para apartar al actual juez de la causa, Tarek Bitar, una maniobra que genera resistencia en grupos cristianos. 

La crisis económica del Líbano es, según el Banco Mundial, una de las mayores de las que se tenga registro histórico a nivel global. A eso se le suma un precario armado de poder entre las comunidades cristianas, musulmán chiita y musulmán sunnita. Formar gobierno es un perno y recién hace unas semanas asumió un nuevo Primer Ministro, luego de 13 meses de (más) inestabilidad. Los choques de la semana pasada ponen presión al nuevo Ejecutivo, que pelea por sostenerse.

Me acordé de algo que me dijo Said Chaya, especialista en política libanesa, cuando lo convoqué para la edición donde conversamos sobre la explosión.

En la última década, una nueva generación de libaneses empezó a tomar las calles. Formulan demandas transversales y se alejan de las etiquetas tradicionales. “Estas tensiones marcan los límites de un sistema que solo habla un idioma sectorial”, me apunta Said. Y agrega que la bronca con la clase política ante la tragedia de esta semana solo amenaza con aumentar, y que posiblemente genere un cambio de gobierno. Es una mancha más para este sistema.


PICADITO

  1. Reino Unido vuelve a chocar con la UE por el protocolo de Irlanda del Norte; amenazas de guerra comercial.
  2. Los talibanes afirman que Estados Unidos va a otorgar ayuda humanitaria a Afganistán.
  3. Macron admite que la matanza de argelinos en 1961 fue “un crimen inexcusable para la República”, mientras busca ponerle fin al último pulso diplomático.
  4. Etiopía lanza una nueva ofensiva militar a la provincia de Tigray.
  5. Perú: Cerrón confirma que Perú Libre no dará el voto de confianza al nuevo gabinete y consolida el divorcio; la formación está partida.

Lo importante

Hoy nos vamos con dos cosas. Primero quiero que sepas esto: nuestro continente mirado de costado es un pato.

Ya tenés un nuevo recurso para romper el hielo. 

Una más. La semana pasada Colombia comenzó a esterilizar hipopótamos por el “crecimiento descontrolado” de la especie. El origen de la historia es genial: en 1981 Pablo Escobar se hizo traer hipopótamos para su zoológico privado desde Estados Unidos. Estos se reprodujeron hasta llegar a casi 100 ejemplares, que se convirtieron en un problema ambiental. Ahora el cuento está llegando a su fin, pero merece su lugar en la discusión sobre el legado de Escobar en el país. 

Acá dejamos. Gracias por haber leído este correo.

Hasta el lunes.

Un abrazo,

Juan

Creo mucho en el periodismo y su belleza. Escribo sobre política internacional y otras cosas que me interesan, que suelen ser muchas. Soy politólogo (UBA) y trabajé en tele y radio. Ahora cuento América Latina desde Ciudad de México.