Crisis en la frontera entre Chile y Perú, el nuevo drama de los migrantes

Un centenar de personas están varadas entre los dos países, que militarizaron la zona. Un conflicto que se cuece a fuego lento.

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El correo de hoy nos lleva a la frontera entre Chile y Perú, el nuevo epicentro de una crisis migratoria sudamericana que se cuece a fuego lento, mientras la atención regional se disuelve en los dramas locales.

Mientras escribo esto, todavía hay un centenar de migrantes varados en el cruce de Arica (Chile) y Tacna (Perú). La mayoría son venezolanos, pero también hay haitianos y colombianos, entre otras nacionalidades. Abundan las mujeres y los niños, que duermen en campamentos improvisados. Es común que a la hora de escribir sobre estos territorios se abuse de la palabra limbo para describir el estado de incertidumbre y suspensión espacial que rodea a estas travesías. Pero acá se volvió literal: Chile y Perú militarizaron la frontera y los migrantes están atrapados. El domingo pasado aterrizó un avión enviado por el gobierno de Venezuela y se llevó a 115 ciudadanos nacionales. Es apenas un parche, porque no todos los varados son venezolanos y muchos ni siquiera quieren volver a su país. Buscan salir de Chile porque no se sienten bien recibidos, pero lo mismo les ha pasado en sus destinos anteriores.

Hasta ahora, la ruta de la migración sudamericana por tierra, transitada de manera irregular y compuesta, sobre todo, por migrantes pobres, se había movido por capítulos. Los países más cerca de Venezuela fueron los que más recibieron, con Colombia a la cabeza. Pero los vaivenes de los últimos años –que van desde las crisis hasta la xenofobia– empujaron a algunos grupos a moverse. Así, de Colombia bajaron a Ecuador, luego a Perú y, finalmente, a Chile, en algunos casos con conexión por Bolivia. Por eso detrás del drama de estas semanas hay una pregunta en el aire: ¿Y ahora, qué?

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Crédito: Pablo Rojas Madariaga

Las fotos que acompañan el correo de hoy son de Pablo Rojas Madariaga, un fotógrafo chileno que estuvo en la frontera a principios de mes. El día que llegó, me cuenta por Whatsapp, se encontró con una protesta: los migrantes habían cortado la ruta para presionar a las autoridades peruanas para que los dejaran pasar. Entonces los camiones se amontonaron y la tensión se disparó. Los conductores bajaron e increparon a los migrantes, que además se peleaban entre sí. “Hubo riñas entre mujeres peruanas contra venezolanas. Se insultaban, se discriminaban, finalmente pelearon. Fue una imagen bien triste”. Ese día, a vuelo de pájaro, contabilizó 300 personas. Al otro día quedaba la mitad: una parte se había regresado a Arica y otros habían logrado pasar a Perú de noche, sobornando a la policía. La temperatura era tolerable, pero el olor a mierda y basura que emanaba de las zanjas invadía la respiración. Al principio había solo dos baños químicos para todas las personas, me dijo; luego llegaron más. Hay una imagen que todavía no consigue sacarse de la cabeza: los niños durmiendo en la tierra con el pelo lleno de moscas, como Medusa y las serpientes, pero de verdad.

Desde entonces las organizaciones migrantes han torcido para mejorar las condiciones sanitarias y humanitarias durante la espera, pero se sienten impotentes. Así me lo cuenta Lorena Zambrano, vocera de la Asamblea Abierta de Migrantes y Promigrantes de Tarapacá (AMPRO), basada en el norte de Chile. “Estamos preocupados por la cantidad de mujeres con niños que hay. Muchas veces, para pasar, terminan pagando a coyotes y pueden caer como víctimas de trata sexual. Muchas llegaron en familia pero se han separado, ha habido harta violencia intrafamiliar”. Hay casos puntuales que también le preocupan. Los haitianos, me explica, son más retraídos, tienen la barrera del idioma, lo que vuelve más difícil darles atención humanitaria. “Hay personas con enfermedades, embarazadas, han habido abortos involuntarios…”. Lorena intenta darme un cuadro de situación general, pero se desvía en casos específicos. Está cansada y dar con ella es una odisea: vive entre llamados y reuniones. “Esto está peor desde la última vez que viniste”, me dice. “La gente se ha vuelto más agresiva y muchos migrantes ahora quieren volver. Pero no saben adónde ir”.

Crédito: Pablo Rojas Madariaga

La última vez que ví a Lorena fue a principios de 2022. Faltaban unas semanas para la asunción del gobierno de Gabriel Boric y la situación ya estaba desmadrada. Me recibió en una parroquia a las afueras de Iquique, que la organización usa como base. En ese momento la atención estaba puesta en esa ciudad del norte, conocida como el Miami chileno por sus playas de arena blanca y palmeras y sus avenidas con autos descapotables (gentileza de la Zona Franca, que permite importar autos sin impuestos). Iquique es la ciudad más cercana al otro gran cruce fronterizo llamado Colchane, que en este caso conecta Chile con Bolivia. Cientos de migrantes llegaban todos los días, y el paisaje urbano se había transformado radicalmente. Los recién llegados dormían en carpas que colocaban en la costanera o donde podían. Esto generaba cada vez más tensión con los habitantes locales, que cada tanto organizaban movilizaciones para pedir por la expulsión. Hubo un hito en septiembre de 2021, cuando una turba ingresó a un campamento improvisado en una plaza y prendió fuego las carpas, algunas con personas adentro.

Lorena me contó entonces de una guerra entre organizaciones locales, que se dividían según nacionalidad y su postura respecto al ingreso regular e irregular, que primaba en ese momento. Muchos migrantes venezolanos ya regularizados junto a otros peruanos, colombianos y bolivianos –que habitan la ciudad desde hace décadas– estaban empezando a enfrentarse con los recién llegados e incluso participaban en las movilizaciones, preocupados porque la ola de xenofobia también los estaba afectando.

En la semana que pasé en Iquique entrevisté a decenas de migrantes y ciudadanos locales. Entre este último grupo, la demanda de expulsión inmediata era unánime, inclusive entre votantes progresistas. Algunos argumentaban que los servicios de la ciudad no estaban preparados y que la cantidad de gente viviendo en la calle era simplemente insostenible; la mayoría, sin embargo, hablaba de la ola de inseguridad que vivía el norte, con noticias diarias de delitos y hechos de violencia que apuntaban a los extranjeros. La mayoría de migrantes que conocí eran varones jóvenes que habían llegado a Iquique luego de una travesía de varios días en la ruta, idealmente viajando en camión, aunque no siempre con la venia del conductor (los accidentes, por este motivo, son frecuentes). Ninguno había conseguido trabajo, a excepción del grupo de las locas, como se llamaban a sí mismas, que se prostituían a la noche. Para aquellos que venían en familia, con hijos pequeños, la situación era más angustiante. La mayoría salieron de Venezuela, pero también había colombianos, ecuatorianos y peruanos que se habían conocido en la ruta o en sus anteriores destinos. El objetivo era conseguir algo de plata en Iquique para poder seguir camino en Chile, llegar a Santiago o Viña del Mar. Pero casi nadie lo conseguía, y entonces se quedaban deambulando en la playa o en ciudades cercanas. Ya estaban atrapados desde antes de que las fronteras se militarizaran.

Crédito: Pablo Rojas Madariaga

Un día fui a Colchane, en la frontera con Bolivia. No fue fácil. Para llegar hay que andar cuatro horas en micro subiendo por el desierto, a casi cuatro mil metros de altura. Los pasajes se venden en agencias bolivianas, que no ofrecen ida y vuelta por motivos obvios, y que cobran más por el carácter irregular del tránsito (también lo hacen, básicamente, porque pueden). Hacía frío cuando llegamos, y faltaba poco para que anocheciera. Me sentía confundido, porque esperaba encontrarme con una ciudad, pero Colchane no es una ciudad sino un descampado lleno de barro, con apenas unos kioscos que ofrecen baños y una glorieta en la que se estacionan las camionetas que bajan y suben migrantes. Como bajar a Iquique es aún más caro, muchos migrantes se quedan a dormir allá arriba, en campamentos improvisados. El cuadro de pobreza y abandono se vuelve más crudo, y el clima más espeso. Las cosas, sin embargo, están claras. Si bien la avenida de tierra desemboca en unas oficinas que administran el tránsito regular –en ese momento cerrado, como en toda la pandemia–, hay dos caminos para pasar por el costado de manera irregular. Ese día había más de cien migrantes y solo dos oficiales de Carabineros que simplemente estaban ahí para evitar disturbios. Pasé por al lado de uno mientras me acercaba a uno de los caminos para pasar. “Flaco, la mascarilla”, me retó.

Ahora el epicentro de la crisis es la frontera de Chile con Perú, que queda más al norte. Lorena me explica que pasar por ahí es más fácil: que de Arica a Tacna se llega en 40 minutos y la travesía es menos sacrificada. La otra diferencia es que hay una buena cantidad de migrantes que ahora quieren regresar. Entre los motivos se encuentran, sobre todo, la decisión del gobierno chileno de militarizar la frontera y la aprobación de proyectos de seguridad que, por ejemplo, avalan la prisión preventiva para extranjeros detenidos sin identidad comprobada (un drama común, dado que muchos llegan sin documentos). Fue la respuesta ante varios hechos de violencia que conmocionaron al país, entre ellos tres asesinatos de carabineros en cuestión de semanas. En el último caso, sucedido en abril, fueron imputados dos ciudadanos venezolanos.

Crédito: Pablo Rojas Madariaga

Esto solo agrava la percepción ciudadana –amplificada por los medios– de que la inseguridad se explica por la llegada de inmigrantes. Lorena me repite lo que me dijo aquella vez en Iquique: que la incidencia de extranjeros en delitos nacionales sigue siendo muy baja y que no se puede responsabilizar a los migrantes de la expansión del crimen organizado y la violencia (un fenómeno que por cierto es real: los homicidios aumentaron 30% en un solo año). Muchos migrantes, agrega, se integran a bandas delictivas mixtas, compuestas por personas de distintas nacionalidades, y no los culpa: “Si tu vives en una situación de extrema precariedad, donde la sociedad te rechaza hasta por como hablas, te creen un delincuente, vienes con cuatro niños, no tienes qué comer. ¿Qué vas a hacer? Es posible que termines en estas bandas”. Luego sentencia: ¿Pero el Estado hizo algo para que esto no ocurra? ¿Se preocupó alguna vez por mejorarles la vida?”.

La mayoría de las voces de organizaciones migrantes piden una regularización masiva y una coordinación entre países para gestionar el flujo. Las dos cosas cada vez están más lejos. En las vísperas de la asunción de Boric, a principios del año pasado, Lorena estaba ilusionada: el joven dirigente había enviado señales de que el proceso de regularización, que estaba frenado, podía retomarse. “Migrar no es un delito”, decía como el candidato. Hoy solo los niños pueden hacerlo, pero sus padres no. Esto complica cualquier gestión, inclusive en materia de seguridad, porque no se puede identificarlos y cuantificarlos. Además, traba el acceso a salud, educación, empleo y vivienda, entre otras cosas.

“La falta de regularización termina siendo el detonante. Es casi imposible hacerlo para quienes llegan de manera irregular”, me explica Andrea Espinoza, directora social del Servicio Jesuita al Migrante (SJM) en Chile. “El país sigue sin tener política migratoria. Tiene leyes que se han reformado, pero no hay una política clara que las oriente, y está lleno de zonas grises”.

A esto se le suma el endurecimiento de las políticas migratorias en países vecinos como Ecuador y Perú –donde el brote de xenofobia es aún más evidente– y la falta de coordinación. Los gobiernos de Chile y Perú se encuentran de hecho en una crisis diplomática, luego de que Dina Boluarte, la sucesora de Castillo, decretara el estado de emergencia y la militarización de la frontera en abril. Aunque también anunció un proceso de regularización temporal, bajo ciertas condiciones. Lo que denuncian las organizaciones en terreno es que, para entrar a Perú, los policías piden documentos que los migrantes no tienen. Y reciben con escepticismo los anuncios sobre un posible corredor humanitario entre países. Saben que va a llevar tiempo y no resolverá el problema de fondo.

Más de 7 millones de personas abandonaron Venezuela en los últimos años, según Acnur, y solo un pequeño grupo ha decidido regresar. No todos enfrentan la misma situación: son los migrantes pobres, quienes se movilizaron a pie primero hacia Colombia, los que peor la están pasando. Algunos volverán a enfilar hacia el norte, pero para intentar llegar a Estados Unidos. Eso ya está pasando. Lo hacen en compañía de migrantes haitianos y de otras nacionalidades, que en lugar de continuar en el cono sur deciden cambiar el rumbo. Mientras las rutas se invierten, Estados Unidos refuerza los controles en la frontera con México, a la que ha enviado más de veinte mil militares junto con una amenaza para quienes intenten cruzarla: “No arriesguen su vida para venir aquí”.

Lo llamativo es que esas imágenes, que antes parecían estar confinadas al norte americano y europeo, han llegado a Sudamérica. Es una crisis que se cuece a fuego lento, con pequeños estallidos de violencia que se van acumulando. Puede entonces que empecemos a escuchar con más fuerza las advertencias que usan en esas otras geografías: “No arriesguen su vida para venir aquí”, y derivados.

Odiaría terminar el correo de hoy con un gesto solemne, pero me arriesgo: esas vidas ya están en riesgo. Y, por cierto, algo más práctico: si no es aquí, ¿a dónde van a ir?

Crédito: Pablo Rojas Madariaga

Acá dejamos por hoy.

Gracias por leer.

Un abrazo,

Juan

Creo mucho en el periodismo y su belleza. Escribo sobre política internacional y otras cosas que me interesan, que suelen ser muchas. Soy politólogo (UBA) y trabajé en tele y radio. Ahora cuento América Latina desde Ciudad de México.