Colombia: la vuelta de la muerte clandestina

Recientes casos de asesinatos de civiles por parte de las fuerzas de seguridad hacen temer que puedan regresar las matanzas.

«Estamos viviendo lo mismo». La voz de Jackeline Castillo no cambia de pulso. No lo hizo cuando mencionó su caso y no lo va a hacer ahora. Es la representante de la agrupación Madres de Falsos Positivos de Soacha y Bogotá (MAFAPO), conocida popularmente como Madres de Soacha. Son familiares de víctimas asesinadas por el Ejército colombiano cuyos cuerpos hicieron pasar por guerrilleros que murieron en combate, un caso típico de las ejecuciones extrajudiciales que ocurrieron durante el gobierno de Álvaro Uribe, en el marco del conflicto armado con las FARC.

El 10 de agosto de 2008, Jaime, el hermano de Jackeline, salió de Bogotá con una oferta de trabajo. No regresó más. Una investigadora le sugirió buscar en Ocaña, cerca de la frontera con Venezuela, donde se habían encontrado otros cuerpos de jóvenes de Soacha, una localidad cercana a la capital colombiana. «En esos días que estaba en la búsqueda vi la noticia de esos jóvenes pero no lo relacionaba porque nosotros estábamos en Bogotá», dice Castillo en diálogo con Cenital. Finalmente, dos meses después de su desaparición, el cuerpo de Jaime fue encontrado sepultado en la zona rural de Ocaña con los de más de una docena de jóvenes. No estaba identificado. El reporte de las autoridades decía que Castillo había muerto en combate contra una patrulla del Ejército Nacional, una explicación idéntica con la que se encontraron otros familiares de víctimas. Ante la similitud de los hechos, Jackeline Castillo se sumó a Madres de Soacha.

El caso de Jaime y los otros civiles asesinados en 2008 por el ejército fue uno de los últimos casos de «falsos positivos» de ese entonces. Entre el 2002 y el 2008, cuando se llevaron a cabo de forma sistemática esos crímenes, más de 4000 víctimas mortales fueron ejecutadas fuera de combate. Esas son las cifras que llegaron a la fiscalía general: el número que manejan los fueros militares ronda los 10.000.

Once años después, tras la llegada al poder de Iván Duque, quien condenó los acuerdos de paz tejidos por su antecesor, y la renovación de la cúpula militar, vuelve a hablarse de falsos positivos. La aparición de documentos que piden duplicar el número de afectaciones en combate y bajar los criterios de perfectibilidad en las operaciones, junto con testimonios de militares que dan cuenta de la presión para mostrar más resultados, han puesto en alerta a los defensores de Derechos Humanos en Colombia. Esta modalidad, que es parte de una larga tradición en el ejército colombiano, plantea nuevas preguntas ante una coyuntura en la que el conflicto armado ha reducido drásticamente su intensidad en comparación con décadas anteriores.

«Es preocupante. Ya teníamos conocimiento de nuevas desapariciones. Todo podría repetirse nuevamente», amplía Jackeline.

En Cenital nos importa que entiendas. Por eso nos propusimos contar de manera sencilla una realidad compleja. Si te gusta lo que hacemos, ayudanos a seguir. Sumate a nuestro círculo de Mejores amigos.

Los nuevos casos

En diciembre del año pasado Iván Duque renovó la cúpula militar. Habían pasado cuatro meses desde su llegada al poder, que muchos atribuyeron al padrinazgo del ex presidente Álvaro Uribe, la figura indiscutida del partido Centro Democrático. En campaña Duque había prometido fortalecer a las fuerzas de seguridad, supuestamente debilitadas en los últimos años de Juan Manuel Santos, su antecesor. Al frente del ejército quedó el general Nicasio Martínez.

En febrero Human Rights Watch publicó documentos que vinculaban a nueve generales, entre ellos Martínez, con los casos de falsos positivos entre el 2002 y el 2008. El titular del ejército fue el segundo comandante de una brigada que llevó a cabo por lo menos 23 ejecuciones extrajudiciales. Otros documentos lo vinculaban con pagos a informantes en el marco de operaciones con bajas no identificadas. Varios puestos de mando a lo largo y ancho del ejército fueron asumidos por militares que participaron en casos de falsos positivos, un mensaje dañino tanto para los oficiales de rangos inferiores como para los familiares de víctimas, que continúan pidiendo esclarecimiento de esos procesos. En la designación influyeron tanto el presidente Duque como el ministro de Defensa Guillermo Botero, un hombre cercano a Álvaro Uribe que no había tenido experiencia en el área.

En abril estalló el primer caso nacional. Dimar Torres, un campesino con pasado en las FARC pero que se encontraba desmovilizado fue encontrado muerto cerca de la frontera con Venezuela. Cuando se confirmó su muerte, el ejército y el propio Botero la atribuyeron a un forcejeo con un cabo. Después se comprobó que los oficiales habían intentado ocultar su cadáver, que mostraba signos de tortura y había recibido balazos en varias partes. Los misterios que rodearon la muerte -la comunidad desconoció los motivos- y el intento de ocultamiento por parte de las autoridades se asimilaban a las ejecuciones de la década anterior. La oposición pidió una moción de censura contra Botero pero luego la aplazó abruptamente: supieron que se venia algo más grande.

«Las órdenes de letalidad del ejército colombiano ponen en riesgo a los civiles, según oficiales» fue el título de la nota que desató el escándalo. La publicó el New York Times el sábado 18 de mayo y allí se detallan las directivas de la nueva cúpula militar. Las directivas incluyen los reportes sobre la cantidad de días que una brigada permanece sin combatir, con amenazas de amonestaciones para las que no realizan operaciones con frecuencia; las nuevas órdenes de comando que instan, por ejemplo, a «no exigir la perfección para realizar operaciones. Hay que lanzar operaciones con un 60% – 70% de credibilidad y exactitud». El porcentaje anterior era 85%; y las políticas de mando que ordenan «doblar los resultados operacionales» respecto del año anterior.

Los comandantes recibían una planilla donde debían especificar el número de «resultados» (muertes, desmovilizaciones voluntarias y capturas) del 2018 y las metas para el 2019. Los objetivos, según narraron oficiales, debían ser alcanzados aún si eso suponía aliarse con organizaciones criminales o paramilitares. «Hemos regresado a lo que estábamos haciendo antes», aseguró uno de los oficiales al NYT, haciendo referencia a la época de falsos positivos.

«Esta directiva es un retroceso en la forma en la que el Ejército mide los resultados operacionales. En el pasado medidas similares sin debidos controles fueron la causa de más de 5000 ejecuciones extrajudiciales en el país. Regresar a esos enfoques sobre los resultados del Ejército constituye un grave riesgo de nuevas violaciones a los Derechos Humanos», dice a Cenital Sebastian Escobar, integrante del Colectivo de Abogados en DDHH José Alvear Restrepo.

En las semanas posteriores se conocieron nuevas revelaciones. Revista Semana publicó las planillas llenas, donde los oficiales fijaron los objetivos de bajas para este año. En la mayoría de los casos el número era exactamente el doble que el año anterior. En algunos territorios del norte del país, el objetivo de bajas fijado para el grupo armado ELN era cercano a la mitad de la población total del grupo en esa zona. Un objetivo casi imposible de cumplir de manera legítima. También se publicaron nuevas denuncias sobre posibles ejecuciones extrajudiciales, en las que se cuentan personas que supuestamente murieron en combate con soldados, cuando los familiares de las víctimas declaran que no tenían armas y estaban yendo a una reunión familiar, y víctimas de grupos disidentes de las FARC que fueron asesinados mientras se encontraban durmiendo. Semana también contó que a Dimar Torres, el desmovilizado de las FARC asesinado en abril, lo quisieron hacer pasar por guerrillero de ELN.

Human Rights Watch difundió más plantillas casi idénticas a las de la época de falsos positivos, donde se establecen rankings de acuerdo a los batallones que producen más bajas. La respuesta del Ejército Nacional fue dar comienzo un proceso de cacería para castigar a los militares que están filtrando información a la prensa.

«Decir de antemano que durante el 2019 tal unidad militar va a matar tantas personas, pertenecientes a tal objetivo militar, es justificar la muerte de personas sin importar las condiciones en que ello ocurra, incluso así pertenezcan a las estructuras o grupos objetivos. Es transmitir mediante órdenes el desprecio por la vida y el Estado de Derecho. Lo mismo ocurre con las detenciones: decir que se van a capturar un número de personas sin haber hecho las investigaciones y procesos judiciales correspondientes es sentenciarlas antes de que los hechos ocurran», sostiene Germán Romero, de la Red de Defensores y Defensoras de Derechos Humanos (dhColombia), en diálogo con Cenital. «No existe ninguna otra posibilidad de cumplir los objetivos propuestos en número de detenciones y muertes en combate que falseando los resultados. Para quienes vivimos la defensa de DDHH en la primera parte del gobierno de Uribe, es como si todo se repitiera otra vez.»

La raíz de los falsos positivos

Las ejecuciones extrajudiciales -de las cuales los falsos positivos son una modalidad- son una práctica que forma parte de las fuerzas de seguridad colombiana por lo menos desde los años 70. Los picos varían según la coyuntura. Los falsos positivos surgen, en parte, de la necesidad e interés de dar un mensaje de efectividad en materia de seguridad ciudadana. Cuando el Estado busca construir este mensaje a partir del aumento en los resultados operacionales es cuando los incentivos para que se produzcan casos de falsos positivos aumenta.

Álvaro Uribe, quien ancló gran parte de su mito de gobierno en la lucha contra el terrorismo armado, principalmente las FARC, buscó brindar un mensaje de efectividad a partir del número de bajas que el Estado producía al «enemigo». Bajo el liderazgo del comandante Mario Montoya, el ejército colombiano ofrecía incentivos materiales (premios, vacaciones, dinero, felicitaciones escritas) para los oficiales que reportaran más muertes en combate. Esto alimentaba a que hubiera cada vez más casos de falsos positivos.

El foco en los resultados tiene otra arista. Entre 1999 y el 2008 el aparato militar y policial de Colombia sufrió una transformación estructural, con un proceso de modernización que sólo fue posible por la enorme cantidad de dinero proveniente de Estados Unidos a través del «Plan Colombia», que sedimentó la alianza entre ambos países -hoy Colombia es el aliado más importante de Estados Unidos en la región.

En pocas palabras, el país del Norte se comprometía a invertir de manera sostenida en ayuda militar para que Colombia acabara con la lucha armada y el narcotráfico. Así, se crearon nuevos mecanismos para medir los resultados en las operaciones, en parte para justificar la financiación que recibía el país y cumplir con las condiciones que su inversor también le imponía. A través del mecanismo de los falsos positivos, no solo se pueden falsear muertes de guerrilleros sino también de narcotraficantes, paramilitares u otros grupos. El esquema sigue vigente. La nota del New York Times cita, por ejemplo, las presiones de Trump sobre Iván Duque para mostrar resultados en materia de narcotráfico como uno de los factores que motivó a las nuevas directivas.

No es únicamente la propensión a falsear resultados: es la muerte lo que priorizan los oficiales. «Acá en Colombia el poder de la muerte es muy fuerte. En la última década hubo una jerarquización de los resultados operacionales: se prefería la muerte en combate antes que una captura, y esta antes que la desmovilización. Desde 1998 el ejército así lo jerarquizó y esa cosmovisión se fue extendiendo por todo el aparato», explica a Cenital una fuente que trabaja con falsos positivos desde hace veinte años que habló bajo la condición de no ser identificado. «La práctica sigue dentro del ejército pero no a una escala nacional. Ocurren porque desde las aulas a los militares les enseñan que lo que prima es la muerte y no la desmovilización o captura. El problema no son los incentivos que había con Uribe sino la ideología que se produce en la etapa de formación. Los incentivos materiales ya no están y sin embargo los casos volvieron a aparecer y van a seguir sucediendo», dice. El hecho de que aquellos que se profesionalizaron en la práctica en la década anterior no hayan sido desafectados, y hoy algunos de ellos se encuentren en posiciones de mando, aumenta los riesgos.

Para Jorge Restrepo, profesor de la Universidad Javeriana y analista de seguridad, uno de los factores que contribuye a que esta problemática siga ocurriendo es el foco de la opinión pública en la corrupción antes que en lo humanitario. «Acá en Colombia estamos cometiendo un error histórico que es poner el foco en la corrupción. Eso se transmite en las primeras planas. Eso ha permitido que pasen de agache los enormes riesgos humanitarios de esta política», asegura a Cenital.

Romero tiene una visión similar: «En Colombia los ríos de muertos o no pasan por las portadas o cuando pasan se someten a la cotidianidad de la violencia que vivimos. Tanto los medios como la sociedad muestran esos casos sin el contexto en que se dan o sin las historias que existen detrás. No se dimensiona el contexto sociohistórico de los asesinatos». Según el abogado, el hecho de que gran parte de los desplazamientos en la fuerza sean producto de escándalos de corrupción antes que por casos como ejecuciones extrajudiciales son un reflejo de lo que ocurre en el país. «Acá importan más los ríos de plata que los ríos de muertos», sentencia.

También sucede que, aún cuando las muertes aparecen en la prensa y se menciona la cuestión humanitaria, se establece una distinción entre víctimas. La nota del NYT hacía hincapié en los civiles. Y si bien es cierto que una parte de los casos tienen que ver con ciudadanos que son reclutados, ejecutados y luego disfrazados de muertos en combate, también hay una gran cantidad de guerrilleros y desmovilizados que a pesar de ser víctimas de la misma modalidad no son tratados de la misma manera por la prensa. «Hay víctimas buenas y víctimas malas. La prensa busca casos de víctimas inocentes, aunque haya asesinatos a un enemigo indefenso, que se entrega pero sin embargo le disparan igual. El desmovilizado, a su vez, carga con un estigma: fue parte de un grupo, manejó armas. Es más factible que se crea que participó en combate que un joven sin trabajo de la ciudad. Hay ciertos casos que la prensa no toca porque son difíciles de justificar frente a lectores», explica la fuente.

El gobierno de Duque: la política sin cuerpos

La llegada al poder de Iván Duque reveló que los analistas que daban por terminado el conflicto armado en el país se habían apurado. Si bien es cierto que por primera vez en muchos años Colombia fue testigo de una campaña donde la cuestión de seguridad no monopolizó la agenda -se habló también de educación, desempleo y medioambiente, entre otras cosas-, el hecho de que haya triunfado la fuerza política que más se opuso a los acuerdos de paz de Santos con las FARC -el uribismo se adjudicó la victoria en el referéndum, que luego fue descartado como vía para rectificar el acuerdo-, planteó preguntas acerca del futuro de los acuerdos y del conflicto en general.

«El Estado ha cambiado su enfoque de intervención frente al conflicto armado. Por un lado, no tiene interés ni voluntad política para avanzar en escenarios de negociación política con los grupos armados que siguen en armas. Por otro lado, insiste en privilegiar un enfoque militar en el tratamiento de los conflictos sociales y políticos», sostiene Escobar. Si el abordaje de Santos suponía de alguna manera un cambio estructural en cómo la sociedad colombiana y el Estado se vinculaban con los grupos armados, Duque no comparte esa visión. Gran parte de su discurso estuvo anclado en el debilitamiento de las fuerzas de seguridad durante el gobierno de Santos y en lo benevolente que había sido el acuerdo con las FARC. Si bien la mayor parte del grupo se desmovilizó, el Estado no llenó el vacío en los territorios donde estaba activa la guerrilla. Una facción disidente se activó y otros grupos como el ELN, que no estaban incluidos en el acuerdo, siguen funcionando.

En enero, un coche bomba al sur de Bogotá dejó un saldo de 21 muertos. ELN se adjudicó el atentado.

El estado de seguridad en el país es preocupante. El asesinato de líderes sociales se ha intensificado de manera brutal en el último tiempo: más de 285 fueron asesinados en lo que desde el 2016, según la ONU. Una cifra que aumenta año tras año y que el gobierno busca maquillar. Los responsables son varios y no son las guerrillas los únicos involucrados. El paramilitarismo, un flagelo conocido en el país que nunca se desactivó, viene cobrando cada vez más protagonismo.

A este contexto se le suma un gobierno que no exhibe la fortaleza de los anteriores. «Este es un gobierno débil, que no tiene una coalición mayoritaria en el Congreso y donde la coyuntura termina imponiendo la agenda, como el atentado de ELN, las manifestaciones de Trump o la fuga de Santrich. Tanto el presidente como gran parte de sus ministros son inexpertos: nunca habían ejercido cargos públicos o si lo hicieron fue hace mucho tiempo», explica Restrepo.

En la historia reciente del país, y principalmente del partido de gobierno, los presidentes han sabido explotar el conflicto con grupos armados a su favor, muchas veces supliendo debilidades en gestión con un endurecimiento en el tratamiento del conflicto. Los problemas en el gobierno de Duque -a los que se suman las dificultades económicas, con un desempleo que comienza a escalar- pero sobre todo el hecho de que el conflicto armado ya no tiene el vigor de antes aumentan los riesgos ante una nueva ola de casos de falsos positivos.

Una de las hipótesis que recorre a esta coyuntura es que los nuevos casos respondan a la voluntad de instalar una narrativa de que el enemigo sigue estando, se llame disidencias, ELN o paramilitares. Si bien los casos están apareciendo, todavía no han llegado a la escala que supieron tener en el uribismo. Los defensores en DDHH creen que los casos pueden escalar, y uno de los riesgos que afloran -ante una situación que ya es de por sí riesgosa- es que hoy la cantidad de «enemigos», de cuerpos posibles, es significativamente más baja que en años anteriores, por lo que puede aumentar la matanza de civiles, desmovilizados u otros grupos.

La reaparición de los falsos positivos es quizás el recordatorio de algo más grande: en Colombia, todavía, la política sigue dependiendo de la existencia de enemigos.

 

Creo mucho en el periodismo y su belleza. Escribo sobre política internacional y otras cosas que me interesan, que suelen ser muchas. Soy politólogo (UBA) y trabajé en tele y radio. Ahora cuento América Latina desde Ciudad de México.