Brasil frente a sí mismo: ¿puede volver a ganar su poder?

De ser la sexta economía mundial y sacar de la pobreza a más de 33 millones de personas en la década del 2000, Brasil se desplomó. La pérdida de poder no sólo fue interna, también en la región. ¿Cómo puede volver mejor?

Ya lo había dicho: la elección no es sólo para presidente. Es para mostrar quiénes somos. Y ella mostró. Nos abrió de par en par.

Tweet de Jamil Chade, periodista brasileño, 2/10/2022.

Corría el año 2009 y la revista The Economist mostraba en su tapa al Cristo Redentor de Río de Janeiro “despegando” como un avión. Todo era euforia. Se proyectaba un crecimiento lineal para la economía, el índice Bovespa alcanzaba su pico histórico y el potencial productivo parecía no tener límites. En el campo diplomático, la política exterior “altiva y activa” alcanzaba su cenit con la creación del bloque BRICS, que simbolizaba el desembarco de los países emergentes en la mesa de poder mundial. Tan sólo cuatro años después (en septiembre de 2013), la tapa de la revista inglesa era la opuesta: un Cristo Redentor que se mostraba próximo a estrellarse. Caída del producto bruto interno, corrupción arraigada, deterioro de los servicios públicos, desencanto con la política y protestas sociales. ¿Brasil lo dilapidó? ¿Cómo fue que pasó de “potencia emergente” a “potencia sumergente”? ¿Puede el poder de un Estado desvanecerse en tan poco tiempo?

Ese mismo año, Juan Gabriel Tokatlian se preguntaba en un artículo: “¿Cuán poderoso es Brasil?”. El interrogante era provocador, pues cualquiera tendía a pensar que Brasil contaba con recursos de poder suficientes para “ser poderoso” en función del tamaño de su economía, su territorio y sus recursos naturales, militares, demográficos y diplomáticos. Sin embargo, Brasil no sólo debía demostrar que tenía poder, sino que era poderoso en el terreno regional. Ello demandaba una fuerte capacidad de aglutinación de esfuerzos y generación de propuestas; algo que, como sostenía Tokatlian, Brasilia sólo parecía estar dispuesta a hacer con los BRICS más que con sus pares latinoamericanos. Se pensaba, erróneamente, que la diplomacia presidencial de Lula había aumentado la reputación del gobierno y, con ello, la del Estado. En realidad, muchos confundían el carisma y la astucia diplomática de Lula con el poder de Brasil.

En la década del 2000, la tarea de Brasil estuvo centrada en intentar ejercer un liderazgo regional; por ejemplo: Brasilia ofreció mediación en crisis políticas regionales y desplegó “poder blando” mediante la promoción de la cooperación técnica, el apoyo de créditos de su banco de desarrollo (el BNDES) y la internacionalización de sus grandes empresas. Con la creación de UNASUR en 2008, Brasil propició un ámbito para una respuesta coordinada de la región en múltiples temas como defensa, infraestructura y salud. Sin embargo, Brasilia fracasó en inducir un cambio en las preferencias de los países de la región a favor de un liderazgo propio. En parte, por su propia resistencia a ceder soberanía o a dotar de densidad institucional a los propios mecanismos impulsados. Un ejemplo ilustrativo: la Secretaria General de UNASUR contaba con apenas 7 funcionarios y su presupuesto era mínimo (nunca superó los 11 millones de dólares anuales distribuidos entre 12 países). Se podrá aludir que la perdida de peso específico de Brasil no fue el único motivo de la falta de confluencia regional; sin embargo, era Brasil el país con mayores aspiraciones de influencia regional y al que mayores esfuerzos se le demandaba. 

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Hoy, en otro contexto, aquella pregunta sobre el poder de Brasil sigue latente. Se trata de un marco interno, regional y mundial muy distinto al de la década del 2000. En un escenario internacional donde se intensifica la disputa entre Estados Unidos y China, se aceleran las tendencias mundiales al desacople y se redefine la globalización económica, el espacio de acción de países intermedios como Brasil tiende a restringirse de manera significativa. La región —y Argentina en particular— necesita del retorno de Brasil no para que lidere, sino para que se interese en dialogar sobre temas estratégicos y deje de tentarse en competir por una mejor relación especial con China o con Estados Unidos. Brasilia, en tanto, debe entender que es menos poderoso que antes y que le conviene generar formas razonables de liderazgos temáticos, múltiples y horizontales antes que “cortarse solo”. 

Se puede decir que la década del 2000 fue la del ascenso internacional de Brasil, cuando el país llegó a ser la sexta economía del planeta y sacó de la pobreza a más de 33 millones de personas. En cambio, la década del 2010 fue la de la declinación brasileña, cuando pasó del sexto al décimo segundo lugar entre los países por el tamaño de economía, con un crecimiento promedio de apenas 0,9% anual. De acuerdo con un estudio de la Fundação Getulio Vargas (FGV), la década 2011-2020 fue la peor de la historia económica brasileña en 120 años. La gestión de la pandemia no hizo más que agravar esta tendencia: Brasil alcanzó los 700 mil muertos por covid-19, ocupando el segundo lugar en el mundo detrás de Estados Unidos, y volvió a integrar el Mapa de Hambre de las Naciones Unidas después de ocho años. El primer o segundo productor y exportador mundial de azúcar, café, jugo de naranja, carne vacuna, pollo, maíz y soja no puede alimentar al 33% de su población, nada menos que unas 61 millones de personas.

No sólo en sus indicadores socio-económicos descendió Brasil. Según el índice de poder militar de Global Firepower de 2006, Brasil ocupaba la posición 8; en 2022, pasó a estar en el puesto 10. En el Soft Power Index, el país se ubicó en el lugar 23 en 2015 y llegó al 28 en 2022. Distintos analistas coinciden en que pasó de un ensimismamiento por fuerza de una fuerte crisis interna en 2013 a destrozar su credibilidad internacional durante los años de presidencia de Jair Bolsonaro. Monica Hirst y Tadeu Morato Maciel la asimilan con la política exterior de Sudáfrica en tiempos del apartheid: una política exterior de paria internacional por opción. Nunca antes la política exterior estuvo tan encogida y al mismo tiempo presa de visiones conspirativas y alejadas de posiciones que habían guiado a la diplomacia brasileña por décadas. La negación del cambio climático y de la pandemia han sido sus peores expresiones. Está claro: Brasil ya no necesita ajustes en su política exterior, sino una reestructuración profunda para recuperar la confianza de pares y empezar a salir del pozo.

Así como incrementar la cuota de poder estatal demanda un esfuerzo de una generación (a China le ha llevado casi cinco décadas desde las reformas de Deng Xiaoping para ser superpotencia mundial), revertir el descenso internacional será trabajo de más de un período de gobierno. En ese horizonte, el mayor desafío que tendrá por delante Brasil será recomponer el tejido democrático. Si no se revierten las tendencias al autoritarismo, la radicalización de un sector de la sociedad brasileña y el creciente peso de los militares sobre la política, Brasil habrá perdido una base indispensable para sostener una construcción de poder internacional confiable y capaz de ser aceptada por la región y el mundo. Es difícil imaginar que ese escenario ocurra con Bolsonaro en el gobierno. También resulta complicado pensar un horizonte sin fractura social, retórica feroz, articulación del miedo ni reacciones violentas con un bolsonarismo ya establecido en la sociedad. Dos escenarios, una sentencia: las heridas de Brasil están abiertas.

Doctor en Ciencias Sociales. Investigador del CONICET. Profesor en Universidad Nacional de Quilmes y Universidad Torcuato Di Tella.