¿Argentina necesita un modelo Bukele?

La estrategia de combate al delito en El Salvador es ponderada por algunos actores locales. ¿Es replicable? ¿Es sostenible?

En mayo de 2014, Bill Bratton — dos veces jefe del Departamento de Policía de New York (NYPD) — manifestó en una conferencia en el New-York Historical Society que gestionar seguridad es como administrar quimioterapia: un remedio necesario pero, debido a los efectos colaterales, en el que la dosis importa. “Una vez que se sienta mejor, no querrá que le siga administrando más radiación y más quimioterapia si, de hecho, la enfermedad se está tratando adecuadamente”. Con esto, el padre de la reforma del NYPD sostenía que todas las acciones que se desarrollan para proteger a los ciudadanos deben guardar una proporción con el problema de seguridad que las amenaza.

La enfermedad y el tratamiento: ¿cómo se deben juzgar las políticas de seguridad?

Con 53 homicidios cada 100.000 habitantes, El Salvador era en el 2018 el país más violento del mundo. En particular, San Salvador llegó a registrar 137 homicidios cada 100.000 habitantes en el 2017; esto es, más de 6 veces la violencia actual de Rosario. En tal contexto, una serie de políticas que conforman el “modelo Bukele” entraron en vigor en marzo de 2022. El resultado fue que más de 73.800 salvadoreños han sido encarcelados desde entonces, según información oficial, es decir, el 1% de la población del país. Para tener una dimensión, es como si Argentina en un año aumentara cuatro veces su población carcelaria. Hoy El Salvador es el país con mayor tasa de encarcelamiento del mundo, pero su tasa de homicidio ha bajado a pisos históricos, registrándose 7,8 homicidios cada 100.000, una reducción del 86% comparado con el 2018. Esto se tradujo en un abrumador respaldo social.

En efecto, el 95% de los salvadoreños apoya la política de seguridad y el 86% aprueba el gobierno de Bukele, la aprobación más alta entre los líderes latinoamericanos, según encuestas de la consultora CID Gallup. Ciertamente, pasar en cuatro años de ser el país más violento del mundo a ser el país con la mayor población encarcelada, pero con una de las menores tasas de homicidios de la región, resulta una receta tentadora. Es intuitiva, simple y evidente. Pero, ¿es replicable? ¿Es sostenible?

Para responder a la primera pregunta, es menester recurrir a la analogía de Bratton. En este sentido, las políticas de seguridad se juzgan en el espejo del problema que buscan abordar. Es la escala, evolución, modalidad, y — sobre todo — los daños asociados con ellos la unidad de medida de lo que los gobiernos hacen para proteger a los ciudadanos. La violencia en El Salvador es hija de la guerra civil que azotó al país entre 1980 y 1992 y cobró la vida de 70.000 salvadoreños. En una sociedad y economía devastadas, hombres jóvenes se asociaron en pandillas o maras, alcanzando a ser en 2019 unos 60.000 los pandilleros activos en un país de 20.000 km2 y 7 millones de habitantes. Tales maras — principalmente la Mara Salvatrucha, el Barrio 18-Sureños y el Barrio 18-Revolucionarios — controlan barrios y negocios ilícitos, condicionando la vida de millones de salvadoreños.

En Cenital nos importa que entiendas. Por eso nos propusimos contar de manera sencilla una realidad compleja. Si te gusta lo que hacemos, ayudanos a seguir. Sumate a nuestro círculo de Mejores amigos.

Ciertamente, bajo un Estado liberal de derecho como los que tenemos en Occidente (o pretendemos tener), el “modelo Bukele — basado en detenciones masivas en base a información (no evidencia) y por tiempo indeterminado — contradice el principio básico de presunción de inocencia y debido proceso, sin los cuales los gobiernos se transforman en una amenaza — en lugar de una garantía — a la vida, libertad y patrimonio de los ciudadanos. Pero también es cierto que el estado de cosas previo al 2019 contradecía los supuestos básicos del Estado liberal de derecho. Uno de ellos es que la inmensa mayoría de la población sea respetuosa de los límites legales y que tenga los mecanismos de autocontrol necesarios como para dejarse disuadir por la amenaza de un proceso judicial. El sistema policial-penal de un Estado de derecho liberal es eficaz en disuadir el delito cuando actúa en los márgenes. En otras palabras, funciona cuando la mayoría de la población tiene la inclinación a respetar las normas, y sólo una minoría ínfima muestra propensión a la trasgresión.

Por el contrario, en un contexto de pandemia de violencia y delitos, los mecanismos de protección al ciudadano del Estado liberal de derecho se enfrentan con el desafío de prometer seguridad a futuro, mientras las amenazas reales, concretas, y graves ocurren aquí y ahora. Es por ello que en los barrios populares de la región que padecen de violencia en forma desproporcionada, sus residentes abrazan abrumadoramente medidas de “mano dura” — como el empleo de militares — porque física, cotidiana y dramáticamente sufren la violencia. En cambio, las clases medias acomodadas tienen el privilegio de distanciarse físicamente de la violencia, lo que les permite un abordaje conceptual del problema. Una cosa es juzgar el “modelo Bukele” desde las cómodas oficinas de las organizaciones que emiten opinión, y otra es residiendo en Soyapango.

Lo mismo ha sucedido en la progresista New York. Cuando a comienzos de los noventa los homicidios habían superado los 20 cada 100.000 habitantes (el equivalente a Rosario hoy), le entregaron la alcaldía por primera vez en la historia a un republicano, el entonces fiscal federal Rudolph Giuliani. Entre las políticas de tolerancia cero, se encontraba el “stop and frisk”, esto es, la atribución de detener en la vía pública a una persona en base al “olfato policial” y revisar si porta arma de fuego. Luego de 16 años de políticas de seguridad que llevó la violencia a un cuarto de la padecida al comienzo, los neoyorquinos recuperaron la conciencia progresista. Con una sociedad segura volvieron a otorgarle la alcaldía a un demócrata y decidieron retirar las facultades de “stop and frisk” debido a que se detenía desproporcionadamente a minorías raciales. De allí la analogía de Bratton, la enfermedad ya no requería ese tratamiento.

En este sentido, el volumen, la tendencia, y las modalidades de violencia en Argentina no tienen punto de comparación con El Salvador de 2019. Nuestro país registra una tasa de homicidios que duplica la de la mayoría de los países de Europa, pero es bastante inferior al promedio de la región. Sin embargo, este promedio nacional esconde ciertas realidades locales que nos acercan a la región. La mitad de los homicidios del 2020 ocurrieron en sólo 20 municipios del país, los cuales concentran el 31% de la población. En particular, Rosario, San Miguel de Tucumán, ciudad de Santa Fe, las Comunas 1 y 4 de la CABA, las ciudades salteñas de General de San Martín y Orán, las ciudades chaqueñas de San Fernando y Comandante Fernández, y la santacruceña Deseado, son — en ese orden — los diez distritos con mayor tasa de homicidios del país. Si la violencia es una conducta que se esparce por contagio, estos son los principales focos del país.

En algunos de ellos, las modalidades de violencia empiezan a tener características regionales. Existe un nivel de correlación negativa (inversa) entre tasas de homicidio y cantidad de sentencias condenatorias. Es decir, cuanto mayor es la tasa de homicidio, menor el nivel de resolución de casos. El grueso de los casos de homicidio en Argentina tuvieron sentencia condenatoria por flagrancia, y casi la mitad de los procesados fueron capturados el mismo día del hecho. Esto significa que los casos que se resolvieron son los que no requirieron una investigación muy sofisticada. Entonces, podríamos hipotetizar que donde tenemos altas tasas de homicidios, estos no son casos simples, de violencia entre conocidos y mayoritariamente circunstanciales. Por el contrario, su esclarecimiento requiere algo más que dos testigos y evidencia recolectada por la policía científica. Por caso, en Rosario el 85% de los homicidios son perpetrados con armas de fuego (contra un 50% del promedio nacional y el 70% de Latinoamérica) y similar proporción ocurren en la vía pública (contra un 50% nacional). Estos son producto fundamentalmente de clanes familiares violentos y rústicos que se han ido apropiando de negocios ilícitos en base a la impunidad conseguida, alternativamente, por connivencia o por incapacidad de las autoridades. Ellos contagian la violencia, que se traduce en otros homicidios que no son realizados por tales clanes, pero sí inspirados en ellos. En tal contexto, sólo un 30% de los homicidios reciben condena, mientras que a nivel nacional es de 65%.

Objetivamente, la “enfermedad” de inseguridad que padece la Argentina no justifica el “tratamiento” salvadoreño. Pero eso es sólo una cara de la moneda. La otra es la reacción de la población al problema, denominada inseguridad subjetiva, esto es, la preocupación por el delito, la percepción de riesgo y el miedo. Según datos del Latinobarómetro, en el 2017 el 49% de la población salvadoreña manifestaba que “Todo el tiempo” le preocupa ser víctima de un delito. En Argentina, el 52%. En 2015, el 51% de los salvadoreños calificaba a la seguridad ciudadana de su país como “Mala” o “Muy mala”. En Argentina, el 58%. Toda sociedad reacciona en función de su propia historia, y no de compararse con otras sociedades. En ese sentido, la expansión sostenida del delito en Argentina desde los años ochenta genera estos niveles de alerta en la población. No abordar el problema de manera eficaz, dentro del marco del Estado liberal de derecho, puede alimentar reacciones que toleren medidas del tipo “modelo Bukele”.

Respecto a la segunda pregunta, la respuesta es más clara. Reducir el delito mediante la incapacitación permite retirar de la calle a infractores motivados y activos y así reducir, en el corto plazo, el volumen de delitos. Considerando que el costo económico de la violencia en la región representa el 3,5% del PBI (igual a lo que se gasta anualmente en infraestructura), tal reducción viene con beneficios ostensibles. El delito baja porque se disminuye el stock de delincuentes activos (siempre suponiendo que los encarcelados son delincuentes activos). Pero tal política no reduce el flujo de entrada a la actividad criminal. Ello se consigue con políticas de prevención que modifiquen los factores que forman propensión criminógena en ciertos individuos y grupos (prevención social) y/o modificar las características criminógenas de los entornos (prevención comunitaria). El involucramiento en el delito ocurre cuando personas con propensión criminógena se encuentran en entornos criminógenos. Modificar eso reduce la motivación delictual, y es la única manera de reducir, en el mediano y largo plazo, el “stock de delincuentes”. La certeza y celeridad del encarcelamiento ayuda a la disuasión, y esta reduce el ingreso al delito, pero más impacto tiene en la intensidad criminal de los ya involucrados. Sin embargo, la sostenibilidad del efecto disuasivo depende del costo de oportunidad que implica la pena. En hombres jóvenes empobrecidos y con poco futuro, la cárcel puede ser naturalizada y, con ello, perder efecto disuasivo.

Por otro lado, se necesita aumentar el flujo de salida de la actividad criminal. El encarcelamiento lo logra, pero es mucho más eficiente la incapacitación selectiva que la colectiva. La primera consiste en encarcelar a los delincuentes prolíficos, crónicos, nocivos, es decir, los que tienen mayor intensidad delictiva. Así, se evitan más delitos con menos plazas carcelarias. Por el contrario, la incapacitación colectiva — esto es, encarcelar sin discriminar la intensidad delictiva del incapacitado, como ocurre en El Salvador — lleva a llenar costosas plazas carcelarias con todo tipo de infractores, tanto prolíficos como no prolíficos. Así, la relación entre plaza carcelaria y delitos evitados es mucho menor. Además, esto afecta la posibilidad de llevar a cabo otra forma de aumentar el flujo de salida como son las políticas de desistimiento aplicadas sobre la población encarcelada. Estas buscan que aquellos que recuperan la libertad, no vuelvan a involucrarse en el delito. Tal política es costosa, ya que requiere inversiones y gastos en infraestructura carcelaria y servicios de tratamiento, intra-muro y extra-muro, que resultan inaccesibles para muchos de los países latinoamericanos. Asimismo, el hacinamiento que mezcla integrantes, con aspirantes, colaboradores, y circunstanciales hace que todos ellos se transformen en integrantes, pues en la cárcel o te unes o mueres. Si el “modelo Bukele” no sale de la emergencia y evoluciona hacia este tipo de políticas, muy probablemente sus resultados no se sostengan en el tiempo.


Este artículo es parte de un dossier especial, A lo Bukele, a cargo de Jordana Timerman. 

Podés leer todas las notas acá

Politologo. Master in Public Policy (Georgetown University). Profesor invitado de UTDT, UNTREF, Austral, e IUPFA.