Amadeo

Arquero y jugador. Mito de River. Para muchos, el mejor argentino de la historia abajo de los tres palos. Carrizo murió a los 93 años. Ya tendrá la mejor despedida.

Sus manos, esas manos que hoy no deben tocar, esas manos que contagian, ese contagio que hoy mata, eran bien grandes. Ágiles y seguras. A veces, cuando la pelota venía pasada, usaba una sola mano para llegar más alto. La amortiguaba haciendo como un abanico y la pelota quedaba mansa en su mano. Lo ovacionaban. Una vez escondió la pelota detrás de la espalda y hacía como que la buscaba. Descolgar un centro con una sola mano era un recurso técnico. Y también algo de canchereada.

Un día, en 1957, cubrió esas manos con guantes. Primer arquero que lo hacía en Argentina. Le vio los guantes a Giovanni Viola, arquero de Juventus, en un partido contra Italia. Viola le regaló un par. Amadeo compró otro par y lo estrenó cuando volvió a Buenos Aires en un clásico contra Racing. Le daba algo de vergüenza. Los llevó primero dentro del pantalón. Recién se los puso cuando el árbitro inició el partido. Le gritaron de todo. Esas manos sufrieron los últimos años por la artritis. Se hinchaban. Un dolor espantoso. Amadeo Carrizo, nombre mito del fútbol argentino, murió este viernes a los 93 años en plena cuarentena de coronavirus. Sin posibilidad de que la multitud lo acompañe. Solo. Arquero hasta la muerte.

Atajar y jugar

Pero lo más curioso es que su fama, su récord de 551 partidos y siete títulos nacionales en más de dos décadas con River, no se alimentó justamente por sus manos. En su Rufino natal, casi un siglo atrás, Carrizo padre le pedía una vejiga de vaca al carnicero amigo. La inflaban y le hacían un nudo. Parecía más de rugby que de fútbol. Pero su hijo Amadeo era así «el dueño de la pelota». Eso le daba derecho a elegir en qué puesto jugar. Y, si bien ya pintaba para arquero, en los picados jugaba de delantero. Por eso, al arquero que debutó en 1945 en la Primera de River le resultó luego natural jugar con los pies.

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«Me daba bronca que siempre al más gordito y al más inútil lo mandaran al arco. Quise ser arquero-jugador. La historia de River necesitaba un arquero con esa visión del juego», explicó una vez. Salía a cortar con los pies afuera del área. Y jamás la tiraba a la tribuna. Le pegaba bien. «Nunca a los ‘helicópteros’, sino al pecho del compañero». O bajo y en cortada. En un partido de 1949 contra Chacarita se lastimó un hombro y, sin posibilidad de cambio, el DT José María Minella le ordenó que siguiera jugando pero de delantero.

Practicaba tirando penales. Una vez le pidió a Renato Cesarini si no le permitía patear uno siempre y cuando el triunfo ya estuviera asegurado. «Es un riesgo, y también una falta de respeto al otro arquero», le respondió Cesarini. Eran otros tiempos, claro. Pero Amadeo («Amadeo» a secas, como el «Diego») también gambeteaba. Hoy podría ser hasta natural. No hace setenta años. No arriesgaba. Siempre hacía lo que indicaba la jugada. Habitualmente, se la daba al compañero más cercano. Pero en un clásico contra Boca de 1954 en el Monumental gambeteó dos veces a su amigo Pepino Borello, ídolo y goleador xeneize.

A partir de allí, cada presencia suya en la Bombonera se convirtió en una pesadilla. «Amadeo, Amadeo, dónde estás que no te veo», le cantaban los de Boca, que ovacionaban a su «Tarzán» Antonio Roma, de estilo atlético y opuesto. El delantero brasileño Paulo Valentim fue su verdugo. Le hizo diez goles en siete partidos. Y en un clásico de 1968 un juvenil Ángel Clemente Rojas, a instancias de sus compañeros mayores, le robó la boina, que también era cábala, para ponerlo nervioso. Amadeo, que llevaba varias fechas invicto, terminó jugando uno de sus mejores partidos contra Boca. Pero ese empate es recordado por otro hecho. La Puerta 12. Setenta y un hinchas muertos, aplastados al salir del Monumental. «No había puerta, no había molinete -cantó durante años la hinchada de Boca-, era la cana que pegaba con machete».

El canchero

En Millonarios de Colombia, donde jugó los dos últimos años de su carrera, tras una salida conflictiva de River, Amadeo se anticipó a José Luis Chilavert y pateó un tiro libre. Se lo atajaron. En otro partido en Bogotá le tiraron fuerte y de cerca y, sin tiempo para otra cosa, rechazó de cabeza. Pero la jugada más recordada -por lo fatal- fue «la parada de pecho».

La historia de la Copa Libertadores sabe de qué se trata. River, de formidable primer tiempo, ganaba 2-0 la final de desempate de 1966 contra Peñarol en Chile y Amadeo, casi sobre la línea, canchereó parando primero con el pecho y luego tomando la pelota con las manos un cabezazo del peruano Juan Joya. «Una afrenta, era para indignarse», diría luego el ecuatoriano Alberto Spencer. Peñarol empató 2-2 y ganó 4-2 el alargue. Amadeo nunca se arrepintió. Siempre minimizó su jugada con el pecho y atribuyó el triunfo uruguayo a que River simplemente cayó su rendimiento. Esa derrota originó el apodo burlón, luego convertido en orgullo: «Gallinas».

Curioso que otra cita obligada cuando se recuerda a Carrizo sea una segunda gran desgracia. La eliminación en primera rueda del Mundial 58. La goleada 6-1 de Checoslovaquia. «El Desastre de Suecia». «Una pesadilla, se burlaban de mí en todos lados», decía Amadeo. Tan grande fue que sobrevivió, y con creces, a aquella final fatal de 1966 contra Peñarol y también al Mundial sueco.

«El mejor arquero que vi en mi vida. Jugaba a treinta metros del arco, salía jugando, todo eso que se ve ahora Amadeo lo hacía en los ’50». Lo dice César Menotti. Para el DT, el Mundial 58 inició una debacle del fútbol argentino. Correr antes que jugar. Pero Menotti, que dirigió al Pato Fillol en la conquista del Mundial 78, dice también que Amadeo fue el mejor arquero de la historia argentina. Porque, mucho más allá de partidos, títulos e invictos (hasta la hinchada de Vélez lo ovacionó cuando en 1968 anotó un récord de 769 minutos sin recibir goles), Amadeo abrió el estilo del jugador-arquero. Por eso el 12 de junio, día de su nacimiento, es reconocido como El Día del Arquero en Argentina.

El presidente honorario

Muchos arqueros cargaron con fama de «locos» o «boludos». O Supermanes. Otros no soportaron depresión y se mataron. Osvaldo Toriani (campeón de la Libertadores 64 con Independiente) inhalando gas tóxico, Alberto Vivalda arrojándose a las vías del ferrocarril (como el alemán Robert Enke), el tucumano Luis Ibarra (Tigre) tirándose de un décimo piso o Sergio Schulmeister (Huracán) ahorcándose, igual que Mariano Gutiérrez (San Martín de Tucumán). Amadeo, que tenía pinta, fue modelo de Ante Garmaz y contaba con una hinchada femenina que le requería siempre el saludo en el Monumental, vivió hasta los 93 años.

Todos los que alguna vez lo entrevistamos podemos dar fe de su calidad personal. Bajar él mismo a recibir al periodista. Invitar el trago. Generoso en la respuesta. Y tenía una salud de hierro. Vinito y familia fueron su clave. El colega Diego Borinsky lo entrevistó en 2012 para una gran sección de cien preguntas que tenía en la revista El Gráfico. Amadeo, que ya tenía 85 años, todavía andaba en bicicleta y en moto por Villa Devoto, tomó dos cervezas y recién en la pregunta 94 («iban más de dos horas de charla», me dice Borinsky) le pidió un minuto para ir al baño. Apenas asumido el presidente Rodolfo D’Onofrio, River le dio un gran homenaje en vida. La platea Belgrano baja lleva su nombre. Y Amadeo fue designado presidente honorario. Estos días de mierda quieren hacer creer que Amadeo Carrizo muere en soledad. Todos sabemos que es mentira.

Soy periodista desde 1978. Año de Mundial en dictadura y formidable para entender que el deporte lo tenía todo: juego, política, negocio, pueblo, pasión, épica, drama, héroes y villanos. Escribí columnas por todos lados. De Página 12 a La Nación y del New York Times a Playboy. Trabajé en radios, TV, escribí libros, recibí algunos premios y cubrí nueve Mundiales. Pero mi mejor currículum es el recibo de sueldo. Mal o bien, cobré siempre por informar.