Violencia, deporte y Burlando: el rugby debe discutirse

El juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa presenta una necesidad de revisión interna que se hace urgente.

“No hay que llamarlos más rugbiers — afirmó Fernando Burlando — . Estos pibes no tienen nada que ver con la nobleza del juego”. El abogado de los padres de Fernando Báez Sosa los había llamado “rugbiers” durante tres años, pero rectificó en pleno juicio de Dolores y cosechó aplausos en los sectores que ya habían expresado antes ese mismo sentimiento, hartos de la “estigmatización”, de ver y escuchar que se describiera al grupo asesino de Villa Gesell por su condición de deportistas. Las redes recogieron de inmediato el mensaje de Burlando: “No son rugbiers, son asesinos”. Al día siguiente de los reclamos de prisión perpetua para los ocho acusados, el deportivo Olé tituló grande en tapa el jueves: “Los asesinos pidieron perdón”. En letras más pequeñas, el diario los llama “los acusados”. El rugby no se mancha.

Ni siquiera el propio rugby lo había expresado de ese modo. Agustín Pichot, referente principal de la era moderna, excapitán Puma, cuatro Mundiales, “hombre fuerte” de la ovalada, había tomado como nadie la bandera de la autocrítica tras el homicidio de Villa Gesell. Apuntó contra el rugby que “naturalizó” la violencia. Que se llenó siempre la boca hablando de “valores”. Contó que pidió a su hija que le describiera a los jugadores del deporte y ella le dijo: “son unos patoteros, quilomberos, agresivos”. Y pidió disculpas a los padres de Fernando, que fue asesinado a golpes el 18 de enero de 2020 después de que ocho jóvenes le pegaran a la salida de un boliche, seis de ellos primos, y cinco de ellos jugadores del Arsenal Zárate.

También poco después del asesinato, la Unión Argentina de Rugby (UAR) contrató al abogado español Raúl Calvo Soler, especialista en violencia juvenil, y lanzó con mucha pompa el programa “Rugby 2030, hacia una nueva cultura”. Y la Unión de Rugby de Buenos Aires (URBA), la más poderosa de las 25 uniones afiliadas, presentó a su vez la Comisión FIMCO (Comisión de Fortalecimiento Integral y Mejora del Comportamiento), conformada por dirigentes como el sociólogo Facundo Sassone y varios más y con el asesoramiento del psicólogo social Miguel García Lombardi. Calvo Soler ya no está más y el programa “Rugby 2030” sigue, pero acaso menos ambicioso. Y en la URBA, las nuevas autoridades que asumieron en diciembre pasado deberán definir aún si la Comisión FIMCO mantiene su trabajo intenso de los últimos años. ¿O será que si dejamos de usar la etiqueta de “los rugbiers”, el rugby dejará de tener un problema con su violencia? (una violencia que, claro, no es patrimonio del deporte). Oficialmente, hasta que no termine el juicio de Dolores, el rugby decidió mantener silencio oficial.

Cuando el rugby juega

Lo del “deporte noble” se confirma viendo a la selección argentina de seven. El domingo pasado, Los Pumas 7s concretaron una hazaña. Por el Circuito Mundial le ganaron la final a Nueva Zelanda en su propia casa. Iniciaron a puro ataque, pero dos decisiones arbitrales más que polémicas dieron vuelta la historia y el dueño de casa terminó 12–0 arriba el primer tiempo. La arbitrariedad pareció grosera. Nueva Zelanda era un anfitrión poderoso y quería festejar doble porque las mujeres habían vencido minutos antes su final contra Estados Unidos. “Olvidemos lo que pasó, empezamos otra vez”, se filtró por TV la voz de Santiago Gómez Cora, que fue jugador brillante una década y ahora lleva otra como entrenador con chapa: medalla de bronce en los últimos Juegos Olímpicos de Tokio. No hubo palabras mágicas. Fue recuperar la serenidad y retomar el plan de juego. “Volver al eje, jugar pelota por pelota, sin mirar el reloj”, me dice Gómez Cora, orgulloso porque, en la ceremonia de premiación, el capitán designado, Matías Osadzuck, cedió la Copa al viejo capitán que volvía tras un año de lesión, Santiago Alvarez Fourcade. “Ese gesto”, añade el entrenador, “me emocionó más que la Copa en sí”. Argentina terminó ganando 14–12 con gran try final del “Rayo” Marcos Moneta, un espectáculo verlo jugar. Lo que no se ve son viajes de hasta 40 horas en clase turista en avión, difícil para atletas de 1,90m, que además pasan largo tiempo lejos de sus familias, una disciplina colectiva dentro y fuera de la cancha. Los Pumas 7s jugaban este fin de semana en Australia. Confirman la calidad de nuestro deporte de equipo. La calidad de nuestro rugby.

El rugby (el juego tradicional, de 15 jugadores por lado) celebra este año el Mundial en Francia. Y también sus 200 años de vida, aunque la fundación de 1823 (la historia del estudiante William Webb Ellis que en pleno partido de fútbol tomó la pelota con las manos y se lanzó a correr), según historiadores ingleses, tiene mucho de mito y poco de cierto. Impuesta, sin embargo, igual que la declamación histórica del rugby como deporte superior. Todavía recuerdo mis primeros años como cronista a comienzos de los ’80. Una asamblea en la Unión Argentina de Rugby (UAR) en la que su presidente, el general Domingo Bereciartúa, se negaba a que el rugby se sumara a organismos que integraban otros deportes, a los que acusaba de ser “profesionales” (“no hay que entrar al barril de las manzanas podridas”). Pero el rugby dejó hace tiempo de ser un deporte patrimonio de las élites. Se juega en todo el país. En barrios marginales. En cárceles. Lo juegan casi 5 mil mujeres. Más de 150 rugbiers fueron desaparecidos por la dictadura. Y, en su estructura internacional, el rugby es profesional desde hace años. Ganan dinero por jugar. A diferencia de décadas atrás, y como sucedió en casi todos los deportes, los rugbiers hoy son atletas de hierro. Su fuerza lastima. En la cancha y en la calle.

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“Si tocan a uno nos tocan a todos”

El uso colectivo de esa fuerza (“si tocan a uno, nos tocan a todos”), más el mito de que el mentado “espíritu y los valores del rugby” implicaban superioridad moral (“somos distintos”), y de que no se podía seguir “escondiendo la basura”, fueron temas centrales del centenar de talleres que la Comisión FIMCO de la URBA puso en agenda. Charlas en las que llegaron a participar hasta 400 jóvenes. “Tenemos un problema con la violencia, lo de Fernando fue un asesinato”, abrían las jornadas. El “efecto Manada”. El tercer tiempo (los famosos encuentros pospartido entre ambos equipos y el alcohol en escena). Los “bautismos” (ritual a veces violento para los jugadores debutantes). Masculinidad hegemónica (“ser duro, aguantar, no importa cual sea el dolor”) Diversidad. Formación de entrenadores. El lenguaje que genera malentendidos (“a éste tenés que matarlo”). Endogamias. Deconstrucción. Sustancias. Acoso. Discriminación. Bullying. “Por centímetros no tuvimos nuestro propio asesinato”. Lo confesaron jugadores, entrenadores y dirigentes. “Vamos a tardar diez años en cambiar”, dijo el capitán de un equipo top. “Durante muchos años”, escribió el psicólogo social García Lombardi en el sitio web Rugby Champagne al año del asesinato de Fernando, “el rugby miró para el costado, metió bajo la alfombra, se hizo el distraído y nunca puso en su agenda el tema de la violencia de muchos de sus jugadores. Cientos de peleas, en algunos clubes fueron casi un ritual. Hubo muchos avisos antes del asesinato de Fernando”.

Esposados, Lucas Pertossi, Blas Cinalli, Matías Benicelli, Ciro Pertosi, Luciano Pertossi, Enzo Comelli, Máximo Thomsen y Ayrton Viollaz, en ese orden, ingresaron estos días a la sala de Dolores en silencio, custodiados por policías (hay que leer las crónicas de Victoria De Masi en elDiarioAr). Sin la suerte de aquellos otros rugbiers hijos del poder en Corrientes, todavía impunes del asesinato en 2006 de Ariel Malvino en una playa de Brasil. Los acusados de Dolores vieron videos ajenos y propios (“mírenme matar”). Ocho contra uno. Y escucharon testigos que desnudaron su salvajismo. Están los jueces que fallarán el 6 de febrero. Familiares que sufren. Fiscales. Y los abogados. El equipo numeroso de Burlando, actor central, famoso porque hasta bailó en silla de ruedas en el programa de Tinelli y porque durante años defendió él mismo a asesinos. Se lo recordaron esta semana, al cumplirse el 26° aniversario del asesinato del reportero gráfico de Noticias, José Luis Cabezas. Él defendió, en la misma sala de Dolores, a la banda de Los Horneros que lo hizo arrodillar en un descampado y lo ejecutó de un balazo en la cabeza. “El blanqueo de Burlando”, dice en su tapa Noticias. Para contar que el abogado dejó de defender a villanos a precio de oro y atiende gratis a las víctimas porque, supuestamente, quiere postularse como gobernador de Buenos Aires de la mano de Javier Milei.

Prisión perpetua, reclama ahora Milei para “los asesinos”, ya no rugbiers (quienes osaron debatir técnicamente ese reclamo fueron lapidados en las redes). Más allá de Milei, el rugby sabe mejor que nadie que tiene un problema con la violencia. “Hay algo más profundo que decir el problema no es nuestro, es de la sociedad”, me dice Alejandro Oneto Gaona, especialista en coaching deportivo, “o que seguir como si fueran un manto sagrado frases elocuentes como ‘los valores’ que luego no se practican, usar un manual que ya está roto, porque debajo de ese manto no hay nada”. Gente del rugby me enumeró en estas horas la lista de episodios graves de los últimos años, sin muertes porque el golpe fue un centímetro más arriba o más abajo. No eran ingenieros, obreros o basquetbolistas. Eran rugbiers. Peleas públicas o silenciadas. Como la que, me contó uno de los involucrados, protagonizaron jugadores de un equipo M16 (menores de dieciséis años). Sucedió el martes pasado. Cuando los videos en Dolores mostraban la golpiza que mató a Fernando Báez Sosa.

Es periodista desde 1978. Año de Mundial en dictadura y formidable para entender que el deporte lo tenía todo: juego, política, negocio, pueblo, pasión, épica, drama, héroes y villanos. Escribió columnas por todos lados. De Página 12 a La Nación y del New York Times a Playboy. Trabajó en radios, TV, escribió libros, recibió algunos premios y cubró nueve Mundiales. Pero su mejor currículum es el recibo de sueldo. Mal o bien, cobró siempre por informar.