Tecnología para la ciudad, ¿la convierte en inteligente?

Está de moda hablar de smart cities pero, ¿es puro discurso o significa algo concreto? ¿Una app puede solucionar problemas estructurales? El caso de Seúl.

Los gobiernos locales fueron el epicentro de una polémica durante estos días. La panelista y presentadora de televisión, Connie Ansaldi, firmó un contrato con la Municipalidad de Trenque Lauquen para brindar “asistencia para el bienestar emocional” mediante un bot de una aplicación que usa inteligencia artificial. No había especialistas en salud mental involucrados.

El caso es paradigmático de la forma en la que algunas ciudades conciben las políticas públicas, donde para todo hay una app o una solución digital. Esto puede traer algunos problemas.

Dado el perfil de sus impulsores, un primer acercamiento al concepto nos lo puede dar la consultora McKinsey, que sostiene que las smart cities son aquellas que ponen a los datos y a la tecnología a trabajar con el objetivo de mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Las “ciudades inteligentes” poseen agencias o departamentos que supervisan datos en tiempo real y son capaces de entender los cambios en la demanda y son capaces de ofrecer soluciones rápidas y de bajo costo a los problemas.

El consultor Boyd Cohen, que como dato curioso hace un tiempo estuvo en Tigre para una charla TedX, define a las ciudades inteligentes como aquellas que utilizan las tecnologías de la información y las comunicaciones (TICs) para ser más inteligentes y eficientes en el uso de recursos, bajando costos y ahorrando energía, mejorando los servicios y reduciendo la huella ambiental. La politóloga francesa Jennifer Belissent acota el concepto a aquellos gobiernos locales que hacen uso de “tecnologías computacionales inteligentes” para volver “más inteligentes, interconectados y eficientes” a las redes de infraestructura y los servicios de la ciudad.

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Así dicho, no hay mucho que objetar. De hecho, hasta podemos mencionar un caso de éxito.

El caso de éxito

A principios de siglo, el sistema de transporte de Seúl venía experimentando una serie de problemas derivados del creciente número de automóviles particulares y el deteriorado servicio de autobuses urbanos.

Todo esto, sumado a la necesidad de unificar información que hasta entonces llegaba por medio de distintas fuentes y en diferentes formatos, llevó a que en 2004 el gobierno local se aliara con el Seoul Institute –un think tank oficial– para el desarrollo del Seoul Transport Operation and Information Service (TOPIS), con el que buscó descomprimir las principales arterias de la ciudad, fomentar el uso de transporte público y tener mayor capacidad de respuesta ante situaciones inesperadas.

TOPIS es básicamente un centro de control para el monitoreo, la recolección de datos, el análisis de la información y el manejo de respuestas vinculadas al transporte. A poco de su establecimiento, funcionaba así (está en inglés, perdón):

El proyecto se desarrolló en dos etapas. Primero se integraron todas las iniciativas de movilidad que hasta entonces se venían implementándo de manera individual. Luego se estableció un sistema integrado de los colectivos y la red de metro y se sincronizaron las señales de tránsito.

El gobierno metropolitano hizo uso de la tecnología satelital y los sistemas GPS para monitorear el intervalo entre autobuses. Se introdujo la T-Money card, similar a la SUBE, que permitió avanzar en un sistema tarifario integrado basado en distancias (o “zonas”, como en Londres o Berlín). A los pasajeros que combinaban viajes colectivo-colectivo o colectivo-subte dentro de los mismo 30 minutos se les comenzó a cobrar la misma tarifa y a poco de instalado el sistema, el 100% de los usuarios de subte y el 98,7% de los de autobús ya utilizaba la T-Money.

Para simplificar el uso del transporte se rediseñaron las rutas de autobuses, que pasaron a agruparse en cuatro tipos con diferentes colores. Los azules quedaron como servicios express de larga distancia que conectan a los suburbios entre sí y con el centro de la ciudad. Los rojos, como expresos que conectan a las ciudades satélite con el centro de Seúl. Los verdes comenzaron a ofrecer servicios locales a lo largo del área metropolitana para alimentar el ingreso de pasajeros a las estaciones de subte y las paradas express. Y por último, los amarillos como un recorrido al interior del centro de la ciudad.

Frente a la oposición inicial de algunos sectores (como compañías privadas de autobuses y vendedores ambulantes), el Gobierno creó mesas de diálogo para generar consensos. Esta estrategia también sirvió para lograr la participación activa de instituciones como la policía y los bomberos.

Pero de poco sirve toda la parafernalia si no se logran resultados, y Seúl los logró: según datos de la Seoul Urban Solutions Agency (SUSA), bajaron los accidentes y las infracciones de tránsito y se extendió el alcance de los servicios públicos. Entre 2006 y 2013, las llegadas a tiempo de los autobuses subió más de cuatro puntos porcentuales hasta el 91,4%, mientras que se registró un aumento del 26% de la velocidad promedio de las unidades. Más importante: el nuevo sistema permitió incrementar los niveles de satisfacción de los ciudadanos, lo cual se tradujo en un incremento del uso de transporte público.

Es decir que la ciudad de Seúl puede decir que no solo consiguió un uso más eficiente de sus recursos sino que además mejoró, de manera medible, el bienestar de sus habitantes, echando mano a las famosas TICs.

Problemas parciales y sectorizados

Pero no todo es color de rosa, dice José Miguel Fernández Güell, profesor de urbanismo de la Universidad Politécnica de Madrid, en un paper que aborda el concepto.

Fernández Güell reconoce que este tipo de iniciativas pueden mejorar la eficacia y eficiencia de las administraciones públicas, analizar el funcionamiento de la ciudad gracias a información generada en tiempo real por sensores o por los propios ciudadanos y, sobre todo, mejorar el tiempo de respuesta a emergencias. Sin embargo, el especialista también cree que hablar de smart cities es hacer un planteo excesivamente simplista y sesgado hacia la dimensión tecnológica, algo que la realidad se encargó de demostrar en muchas urbes que tomaron el concepto como faro y guía.

“Por un lado, la lista de retos urbanos resultó ser más larga de lo que se creyó en un principio. A los temas ambientales y energéticos iniciales hubo que añadir otros como el envejecimiento de la población, la calidad de vida, la competitividad económica o la transparencia en la toma de decisiones. Por otro lado –dice el profesor– la mera incorporación de tecnologías en el tejido urbano no ofrecía garantías suficientes para dotar de inteligencia a una ciudad. De hecho, algunas innovaciones amenazaban la privacidad y los valores éticos de la comunidad”.

Fernández Güell agrega que algunas inversiones “inteligentes” resultaron desmesuradas respecto a la baja rentabilidad social que proporcionan una vez puestas en marcha, amén de que muchas de estas iniciativas levantaron expectativas que jamás fueron satisfechas.

“La mayoría de las iniciativas smart actuales tienen un carácter sectorial dirigido a resolver cuestiones muy concretas. Muy pocas son capaces de lograr una orientación más integral para resolver problemas complejos en nuestras ciudades”, explica.

Si un gobernante local realmente quiere hacer funcionar un proyecto así, deberá considerar tres rasgos claves de las ciudades contemporáneas: complejidad, diversidad e incertidumbre. De no tomar en consideración estas cuestiones, dice el urbanista, se corre el riesgo de dedicar cuantiosas inversiones para resolver problemas parciales y sectorizados.

¿En Argentina también?

Al final todo se reduce a dos preguntas: ¿qué lugar ocupan exactamente las tecnologías dentro de la ciudad inteligente? ¿Es la tecnología un fin en sí mismo?

En un artículo, firmado a seis manos entre Lautaro Rubbi, Alejandro Prince y Lucas Jolias de la Red de Ciudades Inteligentes de Argentina (RECIA), piden que imaginemos dos escenarios:

  1. La ciudad X posee un moderno tomógrafo que permite detectar y prevenir problemas del corazón o cardiopatías, gracias al cual redujo la cantidad de muertes por problemas cardiovasculares a un 6% de los fallecimientos totales.
  2. La ciudad Y tiene menos recursos y no cuenta con un tomógrafo. Sin embargo, los habitantes de esa localidad tienen un ritmo de vida más tranquilo, son más propensos a realizar actividades físicas y el nivel de tabaquismo es mucho menor. Todos estos factores hacen que las muertes por problemas cardiovasculares representen el 6% de los fallecimientos.

¿Cuál de las dos ciudades es smart? La pregunta me parece más que válida.

Otro aspecto, clave para nuestras geografías, tiene que ver con la escalabilidad del modelo. ¿Puede un caso exitoso del uso de tecnologías para la solución de problemas urbanos implantarse sin más en cualquier ciudad?

“Los ‘apellidos’ o calificativos agregados a ‘ciudad’ son muchos y crecen año a año: ciudades sostenibles, abiertas, innovadoras, y hasta en algunos casos ciudades felices”, enumeran Rubbi, Prince y Jolias. “Algunos responden a programas o marcas comerciales de alguna empresa y otros a la creatividad o el ego de académicos y expertos.”

Sin embargo, cabe preguntarse si este nuevo meme puede ser aplicado a contextos y particularidades como las que presentan las ciudades argentinas y latinoamericanas.

“Debido a la polisemia de la idea de ciudad inteligente, a veces se filtran prerrequisitos o condiciones que sólo parecen adecuadas o posibles para las llamadas ciudades globales o simplemente grandes ciudades del primer mundo industrializado. No es inusual encontrar tanto en rankings como estudios sobre el tema, que las ciudades más inteligentes son mega-ciudades como Londres, Boston, Tokio, Barcelona, o similares. Rara vez encontramos una ciudad inteligente que no cumple con las condiciones de ser global, grande y con un PBI elevado”.

Más aún: los otros casos supuestamente exitosos son ciudades “inventadas”, creadas a partir del diseño top-down de un grupo de expertos y tecnócratas, como Songdo (en las afueras de Seúl) o Masdar (cerca de Abu Dabi).

La conclusión a la que arriban Rubbi, Prince y Jolias es que hay que evitar llamar smart city a cualquier ciudad que haga uso de las nuevas tecnologías, porque esta manía llevó a muchos líderes locales a implementar tecnología “porque sí”, acumulando gastos sin plantear objetivos definidos y terminando en resonantes fracasos de política pública. Y rematan: “Una ciudad solo puede ser inteligente si se preocupa por la calidad de vida de sus habitantes”.

No quiero decir con esto que cualquier etiqueta de ciudad inteligente convierta a sus impulsores en vendedores de monorriel. Hay gente muy talentosa que ha trabajado el concepto y, quién les dice, algún día tal vez me encuentren participando de un panel sobre smart cities. Sí creo que hay que ser cuidadosos con el uso del término y evitar el solucionismo tecnológico. Hay ciudades, en especial en países en desarrollo, que no cuentan siquiera con la infraestructura básica de transporte y comunicaciones pero que compraron un paquete llave en mano de alguna consultora o gigante tecnológico con “soluciones” de salud, educación o servicios sanitarios.

El propio informe de la consultora McKinsey recuerda que la primera capa que permite que una ciudad funcione como smart city es la base tecnológica y que “muchas aplicaciones sólo tendrán éxito si son ampliamente adoptadas” por los ciudadanos. Si no se quiere poner el carro por delante del caballo lo primero que tienen que hacer las ciudades es mejorar su conectividad, la educación digital y el acceso a tecnologías por parte de la población. De otra manera, los nuevos “avances” van a estar disponibles para solo una franja de la población, lo que contribuirá a ensanchar la brecha digital y la desigualdad social.

Y luego, la pregunta existencial del para qué. Existe la posibilidad de instalar sensores y sincronizarlos con los semáforos para que los autos vayan más rápido. Pero, ¿realmente queremos que los autos vayan más rápido? Una empresa ofrece una app para que los médicos del sector público atiendan de manera virtual a la población. Pero, ¿en serio queremos que todos los médicos del sistema público de salud, en todas las especialidades y en todo el territorio, atiendan de manera virtual?

En momentos en el que el presidente quiere hacer “una reforma del Estado con Google y con inteligencia artificial”, los líderes locales pueden priorizar el desarrollo de infraestructuras y el despliegue de políticas que aborden los grandes problemas de la época. Responder a las demandas reales es lo más inteligente que podemos hacer.

Es magíster en Economía Urbana por la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) con especialización en Ciencia de Datos. Cree que es posible hacer un periodismo de temas urbanos que vaya más allá de las gacetillas o las miradas vecinalistas. Sus dos pasiones son el cine y las ciudades.