Del Potemkin a Carlos Casares: la maldición de los revolucionarios

Un pedazo de carne en mal estado a bordo de un barco de la flota imperial rusa casi disparó un motín. El destino de los marineros a bordo: de protagonizar una revuelta a una localidad en la provincia de Buenos Aires.

El 27 de junio de 1905 los marineros del buque acorazado Potemkin iniciaron un motín, a raíz de un pedazo de carne en mal estado. La historia la conocemos todos porque Sergei Eisenstein estrenó, en 1925, la película que, además de plasmar el mito, inventó parte de lo que conocemos como el cine.

El 25 de junio el capitán Eugene Golikov, a cargo del Potemkin, recibe la orden de navegar hacia la bahía de Tendra para la práctica de unas maniobras. El viaje resulta tranquilo pero, al llegar al lugar, el viento se vuelve demasiado fuerte y obstaculiza las maniobras. El capitán ordena que la lancha torpedera que acompaña al buque se dirija hacia Odessa, una ciudad cercana, para comprar provisiones. La lancha vuelve al día siguiente con carne que cuelgan de la cubierta, en unos ganchos. No sabemos si por el calor –era verano– o porque ya había venido así, la carne está podrida. Los marineros se niegan a comerla. El médico del barco, Smirnov, la revisa y dice que, lavándola un poco, los gusanos se le irían, que está apta para ser ingerida.

El capitán dio por terminado el conflicto. Pero los marineros no. Cuando un oficial fue a revisar el comedor encontró que nadie probaba su borsch. Golikov convoca a toda la tripulación a la cubierta y el ánimo se caldea. ¿Quiénes eran esos marineros? En el libro que usaremos de referencia –un poco anti revolución, pero muy lindo de leer– El motín del Potemkin, Richard Hough sostiene que apenas había un marinero entre ellos. Eran conscriptos, “totalmente analfabetos y toscos en sus hábitos, hombres que nunca se habían mojado los pies”, a los que había que tratar con severidad. Golikov les advierte que estos desórdenes están prohibidos en un buque de guerra y que la pena es el ahorcamiento. Quienes estén dispuestos a comer –les pidió– den un paso al frente. Fueron pocos. Poquísimos. El capitán quedó tan sorprendido como la tripulación. Sabía que si cedía la situación se le iría de las manos. Entonces gritó las palabras funestas:

–Contramaestre: ¡llame a la guardia y traiga una lona!

Solo unos pocos, pero suficientes, lo entendieron. La práctica naval establecía que para fusilar un intento de sublevación debía ponerse una lona sobre los amotinados antes de disparar, para preservar el elemento impersonal del procedimiento. Así, pedir una lona era llamar a un fusilamiento. Entre los marineros se encontraba el contramaestre de torpedos Afanasy Matushenko, un agitador socialdemócrata (cuando el término significaba otra cosa) que buscaba sumar el navío a un plan de levantamiento naval generalizado contra el zarismo. Pero no fue hasta la crisis de la carne, y la amenaza concreta de violencia, que el resto de los marineros prestó sus oídos para el llamado.

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Cuando la lona subió a cubierta, el capitán volvió a pedir voluntarios para comer el borsch. Nadie se movió y los oficiales seleccionaron marineros al azar para tapar con la lona. El libro de Hough –más contemplativo del zarismo que de los marineros– sugiere que nunca fue más que una amenaza. Pero era demasiado tarde. Matushenko se abrió paso entre la fila de marineros y se dirigió a los miembros del pelotón de fusilamiento.

–No disparen a sus propios camaradas.

La voz se corrió rápidamente y no hubo fusilamientos, al menos de marineros. La tripulación tomó el barco y se hizo con los rifles y municiones. Había comenzado el motín. En los disturbios, el marinero Gregori Vakulinchuk recibió un disparo del capitán Giliarovsky. Quedó desplomado contra una torreta y horas después murió. El capitán fue arrestado y conducido ante Matushenko.

–Es todo mi culpa. Espero que muestres misericordia. Ya ha habido suficiente muerte.

Matushenko no respondió, se alejó y dejó la decisión en manos de la tripulación. Uno de los marineros le disparó y arrojaron su cuerpo por la borda. Para las tres de la tarde del 27 de junio, el motín había terminado. La mayoría de los oficiales quedaron encerrados. Ahora tenían que tomar una decisión. No muy lejos de allí estaba Sebastopol, el puerto del que habían salido y donde descansaba la poderosa flota del zar. Escapar del Mar Negro podía ser complicado, por las baterías turcas dispuestas en el Bósforo. Si necesitaba abastecerse iba a tener que acercarse a algún puerto en territorio ruso. Y lo iba a necesitar: el acorazado transportaba casi 700 hombres que acababan de asesinar a su propio capitán. De los laberintos, habrá pensado Matushenko, se sale por arriba.

Afortunadamente para los amotinados, el reinado de Nicolás II no venía bien. Sin exculparlo, acaso la dinastía Romanov se había extendido un poco de más en el tiempo. Llevaba tres siglos. Nicolás le sumó a eso una inminente derrota en Japón y una sucesión de represiones contra toda forma de protesta, con el Domingo Sangriento como punto cúlmine. El duro invierno, la escasez de alimentos y el aumento del desempleo dejaron la tierra fértil para el crecimiento de grupos revolucionarios.

El malestar, que comenzó en las periferias rusas, se trasladó pacientemente a las grandes ciudades. Así sucedió en la próspera Odessa, que al principio parecía haber evitado la crisis y ahora la veía en carne propia. En abril de 1905 la agitación de los dirigentes socialdemócratas encontró por primera vez una escucha. Tuvo lugar la primera huelga marítima a la que, después, se sumaron panaderos, zapateros y carniceros (¿y si la carne que llega en mal estado al acorazado es fruto de esta huelga? Le daría a todo una justicia poética, política, aún mayor). La propia policía zarista, alarmada por el clima de agitación en las fábricas, obligó a los empresarios a llegar a un acuerdo con los trabajadores por mejores salarios y condiciones de trabajo. Los revolucionarios pedían una jornada laboral que no tuviera siete días y poder volver a dormir a sus casas. Así que Odessa parecía un buen lugar, entre todas las opciones, para anclar un barco amotinado. Así lo hicieron la noche del 27 de junio.

Acá empieza una historia espectacular que tenemos que resumir para ir al punto.

El día anterior, en Odessa, más de 500 trabajadores se reunieron fuera de las fábricas para marchar sobre la ciudad. El gobernador militar, general Kokhanov, al mando de una sotnia de cien cosacos ordenó dispersarlos. Los temibles cosacos corrieron. Empujados por sus esposas que estaban en segunda línea, los trabajadores arrojaron piedras y palos hasta derrotar la represión. “Era la primera vez que se veía tal majestuosa y poderosa escena de solidaridad y hermandad de los trabajadores”, escribe Hough. A la mañana siguiente, Kokhanov tuvo que establecer la ley marcial para intentar controlar la ciudad. Durante todo el día se escucharon disparos y grupos dispersos marcharon hacia el centro de la ciudad. La revolución estaba al alcance de la mano pero, durante la jornada, los trabajadores notaron que les faltaba algo. Armas. El gobierno del zar seguía controlando los regimientos, la caballería, los cosacos y las municiones. Desmoralizados, los manifestantes comenzaron a desconcentrar hacia los suburbios.

Entonces ocurrió un milagro. Por la costa se recortó en el horizonte la figura de un enorme barco ondeando una bandera roja. Era nada menos que la unidad más poderosa de la Armada Imperial rusa, dotado con cañones de 12 y 6 pulgadas, el favorito de Catalina la Grande, el buque con mayor capacidad destructora de todo el territorio imperial. Era más que un acorazado: era un designio divino en favor de la revolución. Con el armamento naval más moderno del imperio, el Potemkin podía lanzar sobre Odessa unas veinticinco toneladas de explosivos solo con su armamento principal y casi lo mismo con su armamento secundario.

Es imposible dar cuenta de todo lo que pasó desde entonces. Una serie de desencuentros, de decisiones a tiempo, de otras a destiempo, evitaron una revolución que había estado al alcance de la mano. Hubo, en el medio, un improvisado funeral en el muelle al marinero Vakulinchuk, la revancha cosaca en la Escalera Richelieu (hoy Potemkin, recreada por Eisenstein y luego homenajeada en Los intocables, en El padrino, en Star Wars y más), una casi batalla naval increíble, la declaración de guerra, la represión al entierro de Vakulinchuk, el disparo de tres cañones que erraron el blanco, una noche con seis mil muertos en incendios, saqueos y masacres, la sublevación y luego la traición del buque George el Conquistador. Y más. Hasta que, finalmente, el gobierno del zar recuperó el control de Odessa y del mar. El Potemkin, al mando de los amotinados, logró escapar antes de ser capturado por la flota del zar.

Ahora debían tomar la decisión sobre dónde rendirse. Hacerlo frente a cualquier autoridad rusa significaba una muerte segura. Cada uno de los 700 marineros había participado de algún hecho que le hubiera valido el pelotón de fusilamiento. Agotados por los cinco días revolucionarios, en asamblea sobre la cubierta de la embarcación, tomaron la decisión de dirigirse rumbo a Rumania. Allí podrían esperar una cálida bienvenida. El reinado rumano tenía un enfrentamiento con el zar, cierto grado de libertades políticas y un fuerte partido socialdemócrata que podría ayudarlos. Aunque no los rechazaron, la recepción en el puerto rumano no fue la esperada y el buque buscó otro destino. Hicieron un intento por bajar en Feodosia, una ciudad de la península de Crimea, pero tampoco tuvieron buenos resultados y volvieron al destino original.

El 8 de julio el Potemkin ingresó en el puerto de Constanza, Rumania. Matushenko pidió una audiencia con el gobernador militar de la ciudad, que le confirmó que podrían rendirse bajo los mismos términos que les habían ofrecido antes. La ciudadanía rumana y una garantía de que podrían vivir en el país el tiempo que quisieran a cambio de entregar el buque.

La mayoría se instaló en la ciudad portuaria. Encontraron empleo en los astilleros, las fábricas navales y el campo. Muchos formaron familias y corrieron mejor suerte que quienes bajaron en Feodosia o desde Odessa volvieron en un torpedero a Sebastopol (terminaron fusilados o en campos de trabajo). Parecía que la historia del motín entraría en el olvido. Pero pesaba sobre los marineros una suerte de maldición que los perseguía: la de la revolución. En 1906 comenzaron los primeros levantamientos campesinos en Rumania, organizados por la socialdemocracia del país. La historia que traían los puso en el foco público y cerca de ochenta marineros del Potemkin fueron encarcelados sin juicio. Luego de la revuelta quedaron bajo supervisión policial y con restricciones para moverse por Rumania. Los que desafiaron las prohibiciones fueron deportados a Rusia y terminaron en campos de trabajo del zar en Siberia. Matushenko junto a un pequeño grupo aceptó, en 1907, una amnistía ofrecida por el gobierno ruso. Fue arrestado en la frontera y ahorcado como traidor. El resto del grupo terminó en Siberia.

Los que se quedaron en Rumania descubrieron que la vida iba a ser más difícil de lo que esperaban. La mano derecha de Matushenko, Josef Dymtchenko, huyó de Rumania, rumbo a Londres, en el verano de 1908 junto a treinta compañeros del Potemkin. Quedaron un tiempo retenidos en la frontera alemana en Ratisbona y en Hamburgo se negaron a subirlos a un barco por temor a incumplir la ley. Todos tenían pedido de captura por parte del gobierno ruso. Con la ayuda de la socialdemocracia alemana finalmente llegaron a Londres, donde fueron recibidos por la organización Amigos Británicos de la Libertad Rusa. Estos llevaron adelante una campaña para recaudar fondos y permitir que los exmarineros emigren a otro territorio. En Sudamérica existían “todas las perspectivas de que pudieran obtener un sustento decente, dado que todos eran vigorosos y saludables, y estaban acostumbrados a trabajar en el campo”.

El 16 de septiembre los Amigos Británicos organizaron una gran celebración en Whitechapel, un barrio obrero de Londres. Se cantaron canciones en ruso y en inglés. Los marinos recibieron los fondos necesarios para los pasajes de ellos y sus familias. Al día siguiente los marinos que casi hicieron la revolución se embarcaron rumbo a –-dónde si no– la República Argentina.

El periodista Diego Rojas contó en esta nota la historia de Demetrio Aranovich, un médico de origen ruso instalado en Carlos Casares, provincia de Buenos Aires, fundador del Ateneo Socialista de esa ciudad y editor del periódico local. A mediados de 1908 recibió un telegrama desde Londres anunciando la llegada de un contingente de “potemkinzi” y pidiéndole que vaya al puerto de Buenos Aires a recibirlos. Aranovich desechó la idea. No sabía qué significaba “potemkinzi”. Semanas después, alguien tocó la puerta de su casa. Eran dos hombres de gran contextura física que le entregaron una carta. Terminó de leerla y observó que eran más de dos. Eran todos los marineros emigrados del Potemkin.

Desde Carlos Casares, provincia de Buenos Aires, nueve años después verían el triunfo de lo que tempranamente habían comenzado. Pero esa es otra historia. Hace poco, viendo este corto llamado The Potemkinists, se me ocurrió que quizás podríamos replicar la idea de un gran monumento que los homenajeara en Carlos Casares, en medio de nuestra pampa húmeda.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y director de la agencia de comunicación Monteagudo. Es co editor del sitio Artepolítica. Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.