Así fue la primera operación financiera internacional argentina

Se cumplen 200 años del préstamo de la Baring Brothers a la provincia de Buenos Aires.

El 1° de julio de 1824 se firmó en Londres la operación de préstamo entre la provincia de Buenos Aires y la casa Baring Brothers de Londres por un millón de libras esterlinas. Esta es la historia de la primera operación financiera internacional argentina.

Bernardino Rivadavia y Manuel José García, ministros de Gobierno y Hacienda de Martín Rodríguez, fueron los encargados de la negociación pero no estuvieron presentes en la firma ese 1° de julio. En representación argentina estaban John Parish Robertson y Félix Castro. Allí acordaron un préstamo de £1.000.000 para construir un puerto, fundar tres pueblos en la provincia de Buenos Aires y conectar la red de agua corriente de la ciudad de Buenos Aires. El préstamo tenía una tasa de interés del 6% anual y requería un desembolso adicional del 0,5% por amortización. La casa británica tomaba el préstamo al 70% de su valor nominal y se cobraba intereses y amortización de dos años por adelantado.

Significaba aproximadamente el 13% de los ingresos de la provincia a 1824 y Buenos Aires se hacía con los recursos para financiar esas obras.

Pero no se hicieron. Al menos no con estos fondos.

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En agosto de 1821, la Junta de Representantes de la provincia faculta al Ejecutivo a estudiar la posibilidad de construir un puerto en la ciudad. Pero rápidamente surgen sospechas: los hacendados bonaerenses imaginan que semejante idea será financiada, digámoslo así, con “la suya”. Entonces, un año después, en la ley que autoriza al Ejecutivo a endeudarse, se agregaron dos objetivos más. Por un lado, financiar el establecimiento de tres pueblos de frontera, importante para los hacendados en la “protección contra el indio”. Por el otro, dar una red de agua corriente completa a la Ciudad de Buenos Aires. “Así todos los habitantes de Buenos Aires, incluso las dueñas de casa, estarían a favor del empréstito. Solo faltó que se les ofreciera la paz y el bienestar eternos”, dice Raúl Scalabrini Ortiz en su historia del empréstito que está en Política británica en el Río de la Plata.

Teníamos la necesidad y los objetivos. Faltaba con quién endeudarse. El contexto era propicio. Argentina había salido de dominio español y las potencias peleaban por imponer su influencia en el Río de La Plata. Gran Bretaña, dice Scalabrini, fue más hábil y decidida y primereó a Estados Unidos o Francia, los otros prestamistas posibles. En noviembre de 1822 se aprueba una tercera ley que constaba de sólo dos artículos: el primero establecía las condiciones y recursos necesarios para tomar el crédito; el segundo, que los fondos no podrían circular sino en mercados extranjeros. Scalabrini dice en su texto que era una forma de decir que la deuda sería tomada en Inglaterra. En la sesión para aprobar la ley, Esteban Gascón dijo que el presupuesto para el año siguiente sería de algo más de un millón de pesos fuertes ($f) y que las rentas no alcanzarían a cubrir los $f325.000 que exigía el empréstito. Le respondió Julián Segundo de Agüero: según los cálculos de Hacienda, el presupuesto de 1823 tendría un sobrante de $f600.000. Entonces Alejo Castex se preguntó por qué no tomar ese sobrante para construir las obras incluidas en la ley. Agüero dijo que la bondad de la operación ya se había discutido.

En diciembre llegó al país Woodbine Parish, el cónsul británico, y con la ley ratificada el ministro de Hacienda le dio un poder para negociar en Londres a John Parish Robertson (pariente del cónsul) y Félix Castro. John Parish viajó a Londres con dos poderes para negociar créditos: uno de Buenos Aires y otro de Perú. Así llegamos al 1° de julio de 1824. Estamos en Londres, en la oficina del escribano William R. Newton. De un lado, los banqueros londinenses de Baring Brothers. Del otro, John Parish y Félix Castro, en representación del Gobierno argentino. En el bono dice: que el millón de libras se divide en 2.000 títulos de £500 cada uno. Que el Gobierno argentino debe remitir semestralmente los fondos necesarios para cubrir el servicio de los mismos. Y que, en virtud de los poderes expresados, obligamos a dicho estado de Buenos Aires con sus bienes, rentas, tierras y territorios al debido y fiel pago de dicha suma de £1.000.000 y de sus intereses.

Las tierras públicas han quedado hipotecadas, sostiene Scalabrini. Para entender esto tenemos que volver dos años para atrás. En abril de 1822, Nicolás Avellaneda decreta la inmovilidad de la tierra pública bajo dominio estatal. En julio dispone que esas tierras sean otorgadas solo en enfiteusis, un sistema a través del cual los terrenos se podían arrendar contra el pago de un canon. Al prohibir su enajenación, las tierras se habían convertido en la base al crédito público, de acuerdo a la reforma que había implementado Rivadavia. En 1826, con la Ley nacional de Enfiteusis, la modalidad se extendió de la provincia a todo el país.

Así los términos del acuerdo. El país recibía los fondos, dejaba bienes y territorio en garantía, hacía las obras e iba devolviendo el préstamo. Pero algo pasó.

Hacia 1825 el gobernador de la provincia de Buenos Aires es el general Juan Gregorio de Las Heras. En su mensaje de apertura de sesiones dice que las rentas de la provincia aumentaron, que el producto del préstamo de Londres se ha transportado a Buenos Aires con ventaja y sin causar alteración en el cambio. Que ya están prontas las máquinas para “convertir el oro en monedas”. Agrega una cosa más, al pasar: que esperaba que las obras del puerto, a las que estaba destinado el préstamo, las hicieran sociedades particulares con sus propios capitales, para liberar esos fondos. Mientras tanto, se “entretienen productivamente y fomentan nuestra industria” los capitales ingleses. Pero, si las obras las podían financiar particulares, ¿para qué se había tomado el empréstito?

Aquí traemos un segundo texto, que dialoga (debate) con el de Scalabrini. Es El empréstito de Londres, un texto de 1984 que publica Samuel Amaral en el que afirma que la causa del préstamo no son las obras sino “los trastornos financieros causados por los gastos extraordinarios a que dio lugar la Revolución”. Esos trastornos no se habían resuelto por los gobiernos nacionales establecidos en Buenos Aires en las dos décadas siguientes, incapaces de reemplazar el sistema financiero colonial. El ministro García se encuentra en la necesidad de afrontar este problema: la proliferación de bonos, que se utilizaban como medio de pago, derrumbó su valor nominal un 30%. Entonces promovió la creación del Banco de Buenos Aires y, a través de él, la emisión de billetes convertibles, limitando el uso de los bonos como medio de pago y aliviando la presión sobre su precio. Además tenía que lograr que los bonos se valoricen. Para eso se necesitaba una fuerte inversión en títulos públicos, capaz de regular su rentabilidad y la tasa de interés mediante operaciones de compra y venta. Pero, ¿de dónde sacar los recursos para esa fuerte inversión? No era posible conseguirlos localmente, dice Amaral, por lo que solo cabía acudir a otros mercados de capitales. Se sabía por los diarios, la correspondencia y los agentes comerciales que en Londres “había capitales disponibles para los más imaginativos proyectos”. Con una ventaja adicional: la tasa diferencial de interés entre ambos lugares (Buenos Aires — Londres) permitiría atender el costo de los servicios de la deuda mediante el giro de fondos sin afectar su disponibilidad. De ahí la razonabilidad del empréstito.

Scalabrini podría coincidir en que la necesidad del empréstito nunca habían sido las obras. Incluso dice que la falta de numerario de circulación era “una verdad irrefutable”. Pero se pregunta por la causa de esa causa. Y se responde que la causa es la Revolución también. Hasta aquí están de acuerdo. De aquí en adelante, Scalabrini se preguntará por la causa de la causa de la causa. Dirá que tras el fin del dominio español los comerciantes ingleses tuvieron vía libre para la exportación de metales preciosos desde el Río de La Plata. En Correspondencia diplomática de Estados Unidos, William Manning calcula que entre 1810 y 1812 las fragatas inglesas sacaron cerca de 10 millones de dólares en oro, entre Chile y el Río de La Plata. Para cualquier otra nación hubiera sido la quiebra pero Sudamérica aún era rica en metales preciosos. La sangría siguió toda la década. Solo en 1822 se embarcó oro y plata hacia Inglaterra por $f. 258.814. En 1825, año en que debió haber llegado el oro inglés del préstamo, salieron en sentido inverso –de Buenos Aires a Londres– metales preciosos por $f. 1.151.921.

Pese a esa sangría, el Gobierno había tenido superávit fiscal de 1822 a 1825. Todos los años. Entonces, se pregunta Scalabrini, ¿para qué endeudarse? Con solo aumentar un poco los derechos de aduana esos excedentes anuales incluso podrían haberse incrementado. El cónsul inglés, Woodbine Parish, dice en Los Estados del Río de La Plata: “Jamás presentaron los asuntos financieros de la República un aspecto más honorífico y halagüeño. En estas circunstancias y con la mira de llevar a efecto algunas de las mejoras proyectadas, el Gobierno de Buenos Aires fue inducido a contraer un empréstito en Inglaterra, que no fue difícil obtener dadas las condiciones que se estipulaban”.

Volvemos a julio de 1824. El empréstito está firmado. El 2 de julio sale una nota de la casa Baring Brothers al Gobierno argentino bajo el título “Partidas de Campaña”. Allí Baring avisa que está todo bien. Pasan en limpio lo firmado. El Gobierno de Buenos Aires toma un préstamo por £ 1.000.000, al 6% anual. Se coloca en plaza londinense al 70% de su valor escrito. Es decir, el Gobierno de Buenos Aires debió recibir £ 700.000 líquidas en oro, o sea $f. 3.500.000. Pero la casa intermediaria, Baring Brothers, le va a retener el servicio de dos anualidades por adelantado, es decir £ 130.000. Entonces debía mandar el resto, o sea £570.000 ($f. 2.750.000). Pero hay un detalle, dice Scalabrini, al que nadie le ha prestado mucha atención. Baring dice que los fondos que el Gobierno obtiene de la colocación del préstamo no se remitirán a Buenos Aires en oro sino en letras. Es decir, enviaba órdenes de pago a los comerciantes ingleses que vivían en Buenos Aires para que estos pagaran al Gobierno provincial. Esos comerciantes no pagaban en oro. Estaban acá, dice Scalabrini, justamente para exportar todo el oro posible. Y a la plaza de Buenos Aires le faltaba oro, como había dicho Hacienda para justificar la necesidad del préstamo, más que sobrarle. Los comerciantes ingleses pagaban en papeles de comercio, no en oro.

Para octubre de 1824, cuando ya debía haber llegado £ 305.000 en oro metálico, la casa Baring ha remitido solamente £ 140.000, menos de la tercera parte. De esa suma, en oro apenas han llegado £ 20.678 (el 4% del total estipulado). De ahí en adelante el préstamo entra en una nebulosa. Una nota de Baring dice el 20 de julio de 1825 que el Gobierno tiene un saldo a su favor a percibir de £ 117.317. Es razonable, dice Scalabrini, suponer que la mayoría del restante fue saldado con letras. Amaral dice en su texto que lo acordado no se envió todo al mismo tiempo por no conseguirse más letras al cambio conveniente y porque enviar las onzas de oro hubiera sido perjudicial en el cambio para el Gobierno argentino.

Que no viniera el oro, dice Amaral, era conveniente. Scalabrini describe que el banco de la Provincia no lo percibe así. De hecho forma una comisión de cinco miembros, cuenta Nicolás Casarino en El Banco de la Provincia, que termina enviando un pedido a Baring Brothers para hacer venir de Inglaterra las onzas de oro, en metálico. Preferentemente, dice la carta, en monedas de octavos y cuartos de onzas. Contestó el intermediario, Parish Robertson, luego de hablar con el banco inglés. No saldría ni una moneda de oro desde Londres. Si querían, podían comprar oro en la casa inglesa de Miller&Cia en Río de Janeiro.

La historia sigue. El banco debe declarar inconvertibles y de circulación forzosa sus billetes ante la falta de metálico. La tenencia de oro cayó de 216.977 en 1823 a 1.642 en febrero de 1826. En abril de 1825, el banco recibió 5.678 onzas de oro que tuvo que comprar en el extranjero para que el Gobierno abonara una deuda pendiente. Scalabrini dice: el oro nunca llegó. Se estima que arribó a Buenos Aires, en metálico, unas £85.500 sobre el millón acordado. El resto, en letras contra comerciantes ingleses (que ascendieron a $f. 2.656.464 para enero de 1826). Pedro Agote afirmó luego que las letras siquiera fueron reembolsadas en su totalidad.

Amaral dice en su texto que el empréstito cumplió con su objetivo. Que, pese a algunos errores por tratarse del primer préstamo externo y la falta de un sistema consolidado de deuda pública interno, era parte de un esquema ingenioso por la diferencia de tasas entre las dos plazas. Que el fracaso del préstamo no se debió a una estafa, como dirá Scalabrini, sino a los efectos que produjo en el medio la guerra con Brasil. La interrupción del comercio exterior y la escasez de mano de obra llevó a un incremento de los precios del agro, de los productos importados y, claro, a un extremo encarecimiento del metálico. Encarecimiento que –esto no lo dice Amaral– podría bien haber beneficiado las arcas del país en caso de haberse hecho con el metálico. En todo caso, refiere, la operación estaba bien diseñada y fue bien ejecutada: solo que nadie podía imaginarse que en el medio iba a estallar la guerra con el Brasil.

Scalabrini dice, en cambio, que el empréstito no solo fue una estafa, no financió lo que dijo que iba a financiar y nunca llegó como debía. También actuó como condicionamiento político para el desarrollo argentino que iniciaba su marcha “hipotecado por Gran Bretaña”. Cita dos ejemplos: las memorias del gobernador de Corrientes, general Pedro Farré, que cuenta una reunión con el ministro de Hacienda, Manuel José García. Farré le pide medidas contra la importación de frutos extranjeros para proteger la industria local. García –que había negociado las leyes y el préstamo– le contesta que no estaban en condiciones de tomar medidas contra el comercio extranjero. Especialmente contra el inglés, con quien se había contraído la deuda. En 1828, cuenta Scalabrini, la guerra con Brasil deja en poder del gobierno argentino una flota de barcos mercantes armados, que podrían haberse destinado al transporte de productos argentinos para mercados de ultramar. Las dos fragatas son entregadas a Inglaterra, como parte de pago. Rosas fue el único que lo supo usar a su favor, advirtiendo a tenedores de esos bonos y banqueros ingleses que el bloqueo al Río de la Plata que estableció la flota británica perjudicaba sus intereses.

Los técnicos, comienza Scalabrini su texto, doctores en jurisprudencia y en ciencias económicas, creen porque así se les ha enseñado que la casa Baring Brothers nos concedió en 1824 un empréstito de un millón de libras esterlinas y que ese cargamento de oro fue la semilla en que fructificó nuestro progreso.

Nosotros lo vamos a usar como cierre de esta breve historia de la primera operación financiera internacional de la República Argentina.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y director de la agencia de comunicación Monteagudo. Es co editor del sitio Artepolítica. Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.