Una paz llamada Scaloni

De Quito 2017 hasta Guayaquil 2021, cómo el cruce de Argentina contra Ecuador significó opuestos.

“Ibarra. Ibarra. Ibarra. Ibarra”. No responde. 

Posa sus manos en la comisura de los labios, arma un parlante y regresa: “Ibarra. Ibarra. Ibarra. Ibarra”. Hasta que Romario Ibarra gira y pregunta: “¿Qué pasa?”.

No hay ni un instante. Lanza una plegaria de esas que suenan como estudiadas antes: “¿Qué vas para adelante si vos acá no te jugás nada”.

Garuaba en Quito. Argentina se jugaba la clasificación a Rusia 2018. Ecuador no estaba en carrera. Todavía era asistente técnico de Jorge Sampaoli. Digería sus nervios entre las manos en el mentón y el diccionario de vivezas criollas. Lionel Scaloni emigró a los veinte años hacia España, su hogar está en Mallorca, residió ocho años en Italia y habitó seis meses Londres, pero vive y siente como si nunca hubiera dejado el fútbol de la zona de Rosario. Latía octubre de 2017 y, desde la raya de costado, el ahora entrenador intentaba ayudar a que el escenario no se desmoronara. Con las formas posibles. Con el objetivo claro. La ansiedad le hervía tanto que esa misma noche festejaba el tercero de los tres goles de Lionel Messi adentro del césped. El que dio vuelta la historia que arrancó terrible por el gol de Ibarra.

Tres años más tarde, en Guayaquil, su cuerpo y el de su equipo exhiben una paz inesperada. O al revés: una paz anhelada desde siempre. Las participaciones del entrenador hacia adentro del campo están sujetas a plantearle a Montiel que afirme la marca sobre Ibarra. O a reclamarle al árbitro brasileño Raphael Claus una roja que se le olvidó por una violenta patada a Alexis Mac Allister. El resto es juego. La confirmación de que los procesos construyen la diferencia. Desde Marcelo Bielsa hasta aquí, Scaloni es el primer entrenador que completa el ciclo de Mundial a Mundial. El propio Loco había comenzado el de José Pekerman. Alfio Basile empezó la Eliminatoria que culminó Diego Maradona. Sergio Batista inició la era Alejandro Sabella. Gerardo Martino, Edgardo Bauza y Sampaoli compartieron la etapa. 

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La Selección arribó a un récord de 31 encuentros invictos. Un lujo estadístico del primer equipo de Basile, conquistador de las últimas dos Copa América previas al Maracaná, en 1991 y 1993. Scaloni viajó de ciclo a ciclo para dar vuelta la tortilla. Mutar energías. Rusia fue un doctorado. El título de conocedor de Argentina lo había cosechado mucho antes. Cuando sonaron las primeras estrofas del himno, en Alemania, contra México, en 2006, en aquella noche en la que Maxi Rodríguez clavó un zurdazo de felicidad. Ahí, del temor, se hizo la pregunta: “¿Quién mierda me mandó a mí a jugar un Mundial?”. Pekerman lo había alistado como lateral por derecha. Roberto Ayala y Pablo Aimar lo acompañaban en la odisea mundialista de 2006. Messi también estaba sobre el césped y, después de pasársela a Juan Pablo Sorín para que se la cruzara a Maxi, se estampó un abrazo espectacular con Scaloni para festejar.

Como nunca, la ilusión late como un tren. No por el pedigree que posee la tierra de Maradona y de Messi. En cada césped de esta Eliminatoria, Argentina flameó su bandera. Le faltó el partido de visitante contra Brasil, que acaso pueda suplantarse con la final de la Copa América. Consolidó dos jugadores por puesto en los sitios indispensables en los que se ganan los duelos. Construyó un mediocampo con tres enganches. Cuatro, cuando el capitán se acerca. 

“Se vienen momentos de ajustar detalles”, comentó Nicolás Otamendi al finalizar el encuentro. En esa división de trabajos, al entrenador le queda el de afinar el lápiz y definir finales de obra. Una instancia no menor sobre la que también acumuló experiencia en las últimas dos Copa América. 

Once victorias, seis empates, ninguna derrota. Alejarse tanto de perder quita el miedo. Que en el juego se codifica de distintas maneras. En la sed de títulos de Argentina, una sumatoria de tubos de oxígeno. En la competitividad de Messi, de Di María y de Otamendi, la zanahoria por la que nunca dejar de caminar. El antídoto a los malos augurios parece radicar en las sonrisas de Rodrigo De Paul y de Leandro Paredes. 

Y en los brazos cruzados del entrenador que, esta vez, habla por cómo juega su equipo.

Soy periodista desde 2009, aunque pasé mi vida en redacciones con mi padre. Cubrí un Mundial, tres Copa América y vi partidos en cuatro continentes diferentes. Soy de la Generación de los Messis, porque tengo 29 y no vi a Maradona. Desde niño, pienso que a las mujeres les tendría que gustar el fútbol: por suerte, es la era del fútbol femenino y en diez años, no tengo dudas, tendremos estadios llenos.