Un Piojo para siempre

Historia de José Yudica, un prócer del fútbol argentino.

Hola, ¿cómo estamos?

Cuenta la leyenda que cuando grabaron el videoclip de la canción “One hit”, Charlie Watts estaba de malhumor. Era mayo de 1986 y tenía entradas para ver un partido homenaje a Osvaldo Ardiles. Dos años antes, el Pitón había ganado la Copa de la UEFA y se había transformado en ídolo del Tottenham. El club de los amores del baterista de los Rolling Stone. No sólo se perdió de despedir a la leyenda sino que esa tarde jugó para los Spurs Diego Maradona. En los últimos días en que el 10 no fue enemigo público de los ingleses.

Este newsletter suele ser un homenaje al arte. 

Hasta siempre, Sr. Charlie Watts. 

Un Piojo para siempre

Sonó. Su cama quedaba al lado del teléfono. Atendió. Escuchó del otro lado. El alma se le llenó de tristeza. La delegación argentina en los Juegos Olímpicos de 1952 era de 123 deportistas. Más los dirigentes. Estaba Delfo Cabrera, maratonista dorado. El calendario marcaba el 26 de julio. Hacía más de una semana habían arribado a Helsinki. El viaje desde el puerto de Buenos Aires había sido un mes en barco. José Yudica tenía 16 años. Era la primera vez que salía de Argentina. Su cuerpo flotaba en el aire hasta que la noticia lo revoleó al suelo. Carraspeó y, como pudo, ofició casi en el polo norte de vocero del dolor: “Murió Eva”. 

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Había aterrizado tan lejos porque con el club de su rincón en Rosario habían ganado los Juegos Evita en 1949. En 1942, una familia había fundado el Estrella de la Mañana. El nombre ni picó y a uno se le ocurrió traducirlo. Morning Star se convirtió en una de las tantas canteras de Newell’s y de Rosario Central. Ser campeones en el Monumental ya era un realismo mágico para el piberío condenado al anonimato. A Yudica lo apodaron Piojo en el barrio Echesortu. Su papá tenía un reparto por la calle y él, pequeño y casi imperceptible, lo acompañaba. La literatura de la vereda lo inmortalizó. Sin saber que sería uno de los entrenadores más emblemáticos del fútbol argentino.

Cuando regresó de Helsinki, el rumor de su talento había deambulado por las sendas rosarinas. Los dirigentes leprosos le pusieron sobre la mesa un contrato de 5 mil pesos. Para la época, una fortuna. Para un adolescente, un salvoconducto para su familia. El problema consistía en que era canalla. Hizo correr la voz de que por 4 mil arreglaba. No hicieron caso. Selló un contrato. Y un amor. Que 36 años después transformaría a la otra mitad rosarina.

Jugaba de extremo izquierdo. “No era veloz, pero era habilidoso”, relataba. Su palmarés como futbolista no fue abultado. Conquistó una estrella con el Deportivo Cali de Colombia y otra con Talleres de Remedios de Escalada en la C. Pasó por Boca por dos temporadas. Aprovechó su carrera para tomar nota de los mejores entrenadores. En 1965, metía sus últimos trotes y aterrizó en Platense. El entrenador era Ángel Labruna. Que ya era el máximo goleador de la historia del fútbol argentino -con Arsenio Erico- y una década más tarde dejaría una huella más que honda desde el banco riverplatense. El Piojo se había aburrido de estar en la raya. Tocaba pocas pelotas. Descendió como volante por izquierda. El Feo, como apodaban al técnico, lo llamó a un costado: “Hagamos una cosa. Párese de centrodelantero. Un poco más retrasado. Que con dos o tres gambetas va a poder resolverlo todo”. Ese día asumió el concepto de falso 9 que desarrollaba en una entrevista con Clarín en 1985: “Yo prefiero jugar con Borghi arrancando desde atrás y dos punteros que lleguen al fondo. Me parece que es la mejor manera porque cada centro atrás es medio gol”.

Yudica fue del fútbol y aprendió en el fútbol. “Me cuesta pensar que alguien que no jugó pueda ser entrenador”, reflexionaba en la década del ochenta. Profesaba valores que había adquirido en los vestuarios. No tenía vicios de autoritarismo sino que creía firmemente en la ideología de los códigos y los roles. En un breve tránsito por la Selección argentina, convivió con Ernesto Grillo. Un mediocampista que entre las décadas del 50 y del 60 la rompió en Independiente, en Milán y en Boca. Un prócer. Era tal la admiración que le tenía que contabilizó veinticuatro horas en el cuarto sin dirigirle la palabra. En 1985, reivindicaba esa actitud: “Ahora los valores cambiaron. Cualquiera opina, cualquiera sugiere, aunque sea el último suplente. Es que se va perdiendo el respeto”.

Una de sus obras sublimes fue el Argentinos Juniors que en 1985 ganó la Copa Libertadores. No es lo mismo autoritarismo que frontalidad. Yudica, para bien o para mal, no se guardaba las cosas que pensaba. Cuando asumió en el Bicho, el plantel que tenía delante venía de consagrarse campeón del torneo local en 1984. De la mano de Roberto Saporitti, ex ayudante de campo de César Luis Menotti en el Mundial del 78. Sentó a sus futbolistas sobre el césped y les fue sincero: “Yo los veía jugar desde afuera y ustedes hacen todo bien. Me parece que son un gran equipo. No hace falta cambiar casi nada”. Adrián Domenech era el capitán y lo describe: “Era muy frontal. A veces, eso le traía problemas. A mí no me molestaba porque a los que teníamos la misma personalidad nos gustaba tener un choque con él”. 

Un escenario parecido le tocó en su tercera etapa como entrenador de Newell’s. Avanzaba 1987. Delante, había un grupo talentosísimo que cargaba con dos subcampeonatos seguidos. Los  leprosos traían una minuciosa arquitectura diseñada por Jorge el Indio Solari. Otro de los grandes maestros que explican por qué Argentina posee una tradición de entrenadores de primer nivel. Su mensaje fue tan simple como contundente: “Ustedes tienen que jugar. Deben soltarse. Hagan lo que saben”. Igual hizo ajustes determinantes para que esa mitad de Rosario conquistara una liga nacional. El último torneo largo de ida y vuelta, con el formato que utilizan los europeos. Su detalle táctico que quedó para siempre fue advertir que el volante central tenía una técnica infernal, pero no era adepto a desplazarse. Mudó al Tata Martino de la posición de cinco a la de enganche. Al costado, lo acompañó con mediocampistas sacrificados y sapientes como Juan Manuel Llop o como Juan José Rossi. Tantos años rojinegros le habían conquistado el corazón y mutado la identidad de su fanatismo. Lo suficiente como para narrar en su epílogo de existencia: “Me sucedió lo que les pasa a pocos. Ser hincha del club, ex jugador y entrenador campeón. Es una de esas cosas de película que no se olvidan”. 

Todo ese amor hizo un círculo de amistad. “¿Todavía sigue pegando, Pautasso?”, le tiró en broma, en una videollamada, al defensor de aquel Newell’s campeón. La semana pasada, recibió un mensaje a la madrugada de Yudica hijo que avisaba del fallecimiento del Piojo. Lo comunicó al resto del grupo. Con gran dolor y hermosa memoria, en distintas partes del mundo, el plantel recordó a su mentor.

El Piojo no se abrió un paréntesis entre el final de su carrera como futbolista y el comienzo como entrenador. En 1971, colgó los botines en San Telmo y al año apareció al mando de Altos Hornos de Zapala. La sorpresa fue que clasificó al conjunto jujeño para disputar el Nacional. Con un desempeño espectacular en la fase de grupos, situándose por encima de River y apenas a un punto de Newell’s. Una señal inicial en un currículum que al año siguiente lo eyectó a Colón. Pisó el terreno sabalero durante corto tiempo. Alcanzó para que mostrara una carta que continuaría hasta el final de su carrera. Los dirigentes lo citaron. Por una cuestión interna, le pidieron que sacara del equipo al arquero Raúl Constantino. De ahí en adelante repitió la frase: “Yo no transo”. Renunció.

Emprendía el regreso a casa después de la práctica. Lo acompañaba su hijo José, su preparador físico. Confiaba plenamente en su heredero tanto como desconfiaba de los que ejercían esa profesión: “Es que suelen hacerse los buenos y terminan manejando muchos secretos del plantel”. Vio que en la puerta lo esperaba la barra brava de Argentinos para pedirle una colaboración. Era 1992, en su segunda etapa en La Paternal. Agarró de la guantera un revólver. Se bajó del coche y disparó para arriba: “Como yo no le doy plata a nadie, tuvimos que defendernos. Si yo no sacaba el arma, no sé qué hubiera pasado con nosotros”.

Yudica dio el zarpazo en el Metropolitano de 1978. La jerga periodística caratuló la historia como el Rosariazo. Quilmes disputaba el campeonato mano a mano con el Boca del Toto Lorenzo. Los bosteros obtuvieron ese año su primera Copa Libertadores. Exhibían fama de imbatibles. Los cerveceros naufragaban en una dura etapa económica. Se prepararon para pelear el descenso. En la séptima fecha, echaron a la dupla técnica de Oscar Cavallero y Oscar López. Al Piojo no le habían salido las cosas en su primera etapa en Newell’s. No cotizaba como candidato. El proyecto implicaba otra cosa. La leyenda relata que el 29 de octubre de 1978 había más personas en el Gigante de Arroyito que en la noche en que Argentina venció 6 a 0 a Perú y se clasificó asombrosamente a la fase siguiente del Mundial. Vencieron 3-2 a los canallas. Lograron el único título en Primera de la institución. 

El Piojo se paraba en la vereda de Menotti para mirar el fútbol. Parte de su esplendor ocurrió previo a que Carlos Bilardo impusiera su ideología en el camino al Mundial de 1986. Tras obtener la Libertadores con Argentinos, viajó a Tokio para medirse con la Juventus por la Copa Intercontinental. La bibliografía del fútbol argentino asegura que fue uno de los mejores encuentros que disputó un conjunto nacional. Los Bichos se imponían 2 a 1 a los de Turín durante gran parte del encuentro. Se los empataron sobre el final. Cayeron en los penales. La derrota recibió muchas críticas. Le pegaban por no haberse metido atrás y por no defender el resultado custodiando su propio arco. A Yudica le dolía, pero le servía para subrayar sus convicciones: “Lo que más me gratifica es que se haya jugado al estilo argentino, sin traicionar nuestra forma de sentir el fútbol. Un ejemplo claro de esto es el tipo de marcación que le hicimos a Platini. Nada de hombre a hombre. Siempre en zona. Y ni hablar de lo que hicimos cuando tuvimos la pelota”. Pese a eso se llevaba bien con un fútbol menos ofensivo, admitió que había aprendido mucho de Osvaldo Zubeldía, padre teórico del bilardismo. Lo había tenido en su etapa en Vélez en 1962. Dando la cara, se bancaba cualquier debate.

No negociar ni las ideas ni las formas eran su principal baraja. Según él, eso lo sacaba de la agenda de los clubes llamados grandes. Su único paso por uno de los más populares fue por San Lorenzo. Ejerció como conductor del equipo que ascendió a Primera en 1983. Una tarde, contra Los Andes, Jorge Rinaldi jugaba con un hematoma. Una especie de desgarro. Ganaban 1-0 y, sobre el final del primer tiempo, se los empataron. El delantero ingresó al vestuario y se fue directo al vestuario para que le acomodaran el músculo lastimado. Yudica entró gritando: “Son unos cagones”. A Rinaldi no le gustó ni media palabra. Se paró. Lo criticó. Se tiraron un par de bifes delante de todos. Decidió sacarlo. En el minuto 7 del suplementario, los cuervos metieron el segundo y se quedaron con los tres puntos. Al día siguiente, el atacante no se presentó a la práctica. Fue a un centro médico a que le realizaran estudios. Abrió la puerta. El técnico lo estaba esperando. Pensó que iba a matarlo. Todo lo contrario: “Usted no me puede tratar así. No puede faltar al vestuario. Pero lo que pasó. Ya está”. La honestidad es un bien preciado en el fútbol y ambos personajes saldaron las deudas. “El día en que renunció, lloraban muchos compañeros, como pocas veces vi”, admite el exfutbolista.

Su salida de San Lorenzo resultó traumática. La versión era que no había llegado a un acuerdo con la plata. Con el tiempo, confesó que era mentira. En un encuentro entre los cuervos y Banfield, la barra brava apareció en la tribuna con Héctor Veira a caballito. Lo estaban operando. Yudica no negociaba ese juego. 

Su amor por la pelota era inmenso. Tanto que en la década del ochenta se intervenía la rodilla una vez por año. Se le realizaba una artroscopia para limpiar algunas lesiones. Era la única manera de poder continuar pateando. El vicio con el objeto esférico lo acompañó en la vejez de su casa de Banfield. Iba al patio. Probaba una con la zurda y otra con la derecha. El 13 de diciembre de 1997 fue el último encuentro que dirigió. Estaba en Quilmes y tenía enfrente a Italiano. Cayó 2-1. Lo echaron. No comprendía que habiendo firmado por dos años lo despidieran en apenas cinco meses. No lo negoció. Ni ahí. Ni nunca más. Cada vez que le consultaban por qué ya no se ponía el buzo de técnico, decía que era porque no lo llamaban. Su tesis es un legado que ojalá se desprenda de este perfil: “Yo no transo ni con los periodistas ni con los empresarios. Eso se paga”.

Pizza post cancha

  • Deportv quiebra la tradición de poco espacio televisivo para los Juegos Paralímpicos (van hasta el 5 de septiembre). Transmite seis horas diarias de competiciones en vivo -con toda la presencia argentina- y un noticiero específico.
  • Imperdible trabajo de Oscar Barnade en Twitter: va haciendo día por día lo que pasó con Diego Maradona desde su debut en Primera. Una joya del archivo detrás de otra.
  • Cada 28 de agosto es dorado para el deporte argentino. Es que en 2004 y en Atenas, después de 52 años sin subir a la cumbre del podio, el fútbol y el básquetbol se vistieron de oro. No se pierdan este laburo de La Magia del Básket.

Esto fue todo.

Cenital siempre te necesita.

Abrazo grande,

Zequi

Soy periodista desde 2009, aunque pasé mi vida en redacciones con mi padre. Cubrí un Mundial, tres Copa América y vi partidos en cuatro continentes diferentes. Soy de la Generación de los Messis, porque tengo 29 y no vi a Maradona. Desde niño, pienso que a las mujeres les tendría que gustar el fútbol: por suerte, es la era del fútbol femenino y en diez años, no tengo dudas, tendremos estadios llenos.