Un corazón no se endurece porque sí

Vida de Gabigol. Radiografía de Flamengo, el club más poderoso del continente.

Hola, ¿cómo estamos?

Te extraño.

Se arañan los minutos. Son 9 vs 11. Un loco mira al cielo y promete: “Si ganamos, que explote todo”. Menos de un mes después, ese todo se hizo mierda. Quizás: se olvidó, se hizo el boludo, se escondió en un frigorífico de Avellaneda. Yo te recuerdo. Y te perdono.

Te extraño.

Que todas las tribunas, cuando el equipo pisa el pasto, agitan: “Mi buen amigo”. Sin casualidad. La nostalgia de ese abrazo al que escaparse. La risa estruendosa. Los chistes que acompañan las malas. La avalancha donde descargar las penas. Tu canción en mi voz que me dice que todo va a estar mejor.

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Te extraño.

Ese olor a podrido de las bengalas. El perfume del falso limón sobre la bondiola. El calor bajo un trapo de cotillón. Los colores chillones que la moda no permite. Ponerse de pie, sacudir las manos y agradecerle a un ídolo. Lo que me enseñaron del arte. Que el rival sea como yo, pero con otros colores.

Te extraño.

Perdonarle al viejo que putea de más. Salir del tupper para entender a quién le sobra. Quién cuenta las monedas para ser feliz. Quién discrimina. Quién repudia la violencia. Quién deja su machismo de lado y lagrimea. Las manitos de los niños y las niñas atrapadas en las gigantes de sus mapapis que no les dejan en soledad. El baño de cultura.

Te extraño.

La causa de ser vos y yo. El dolor en la parte baja de la panza por perder. La enseñanza de seguir amando aunque no seamos lo que fuimos. O lo que vamos a ser. La ilusión de la victoria de que somos más de lo que pensamos. Tu incondicionalidad.

Te extraño.

Porque supe que no ibas a dejarme.

Y que yo te iba a estar esperando.

Gracias, cancha, por volver.

Un corazón no se endurece porque sí

Se estruja el cielo en Florencio Varela. Sebastián Beccacece casi trota por la línea de cal. La bocha gira en la otra punta. Lo observa, desde al lado. Los brazos en jarra. Los ojos burlones de qué mierda estás haciendo. Vibran los octavos de final de la Libertadores entre Defensa y Justicia y Flamengo. Está ahí parado. Tan cagable a trompadas. Dos meses después, se cruza igual con el colombiano Miguel Borja de Gremio. En el medio, genera una trifulca con la hinchada del Santos. Mientras el resto enloquece, se guarda un gramo de paz que fastidia todavía más. Lo de la mirada lo parió hace tiempo. Nació en Montanhao, una favela de Sao Paulo. Cuando se escuchaban balazos, su familia se metía debajo de la mesa y de las sillas. Su papá, Valdemir, le rogaba que hiciera caso. Que se agachara. Todavía Gabigol responde lo mismo que le decía: “¿Para qué me voy a esconder? Si nos quieren matar, nos van a matar igual”.

Gabriel Barbosa es la estrella del Brasileirao y de la Libertadores. En un continente herido por las desigualdades de siempre y por la inequidad del valor de la moneda, Flamengo invirtió el año pasado 17 millones de euros por su fichaje. Un mes antes, había desafiado los presagios mufas del fútbol. Ingresó al Monumental de Lima y, antes de que comenzara el encuentro contra River, fue corriendo y tocó la copa. El mito dice que palpar el trofeo antes de tiempo es señal de perder. Hasta el minuto 88, había desperdiciado todas las bolas que le habían cedido. Tres minutos más tarde, con dos golazos, había dado vuelta la historia. Era el héroe. Incompleto. Porque a los 95 se iba expulsado por observar con los mismos ojos soberbios a Exequiel Palacios. Se perdió de abrazarse con sus compañeros en el pitazo final que indicaba que tras 38 años el trofeo dormía en la casa rojinegra de Río de Janeiro. Ser un personaje tiene sus costos.

Lo descubrieron a los ocho años en un partidito de futsal. A su familia le ofrecieron migrar a Santos. Que es parte de Sao Paulo, pero a la vez no. Una pequeña ciudad de retiro de ancianos. A los 17 años, jugaba en Primera. Tenía una cláusula de salida de 60 palos. Los raros tienen el superpoder de herir y de sanar. El dolor de Brasil tras el 7-1 en la semifinal del Mundial 2014, representaba una carga durísima. Julio César, arquero en tres Copas del Mundo, campeón de la Champions League con Inter, acumulador de 21 títulos en toda su carrera, declaró en el día de su retiro cuando le consultaron cómo pensaba que lo recordarían: “El día en que muera, en mi lápida, dirá: Julio César, el portero al que Alemania le hizo siete goles”. La revancha eran los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. Gabigol era la renovación de la verdeamarela. Fueron oro.

Una de las verdades de la pelota -quizás, de la vida- sentencia que es más fácil llegar que mantenerse. Inter de Milán apoyó sobre la mesa 27,5 millones de euros y se llevó al joven delantero de Santos. Lo presentaron en una fiesta de sacos, corbatas y la ilusión de que fuera como había sido Kaká para el rival de la ciudad. Apenas diez partidos disputó en una temporada. Solo un grito. Nunca de titular. Stefano Vecchi era el entrenador. En un cruce contra Lazio, lo mandó a calentar. Todo parecía indicar que iba a ingresar. Eligió a otro compañero, los cambios se agotaron y el brasileño se dio cuenta que, otra vez, se quedaría afuera. Agarró sus cosas y se fue al vestuario a bañarse. Jamás le perdonaron la falta de respeto. El técnico, tres años después, conduce al Feralpisalo de la tercera categoría tana.

Lo fletaron rápidamente a préstamo al Benfica. De adolescente, los amigos le habían puesto en forma de chiste el apodo Gabigol. Suele mencionar que prefiere Gabi. Al arribar a Lisboa, el entrenador Rui Vitória le marcó la cancha en una conferencia de prensa: “Acá está prohibido decirle Gabigol porque ese es un apodo para un artista. Y él, todavía, no lo es”. Obviamente, no funcionó. En su obra El Príncipe, Maquiavelo escribió: “Es mejor ser temido que ser amado”. Su ley sobre cómo gobernar todavía es una teoría reproducida. No va a funcionar con un marginal. Ya lo cantó el Indio: “Un corazón no se endurece porque sí”.

Vitória le aportó algo. Una mañana, le propuso un diálogo y le dio su pensamiento: “Tenés que regresar a Brasil”. En dos años, había sudado solo quince partidos. Se habían instalado en esa cinta de aeropuerto del derrotero futbolístico en que estos personajes florecen en los medios solo por escándalos. Su perfil alto se coronaba con ser la pareja de la hermana de Neymar. Y con agarrarse a piñas públicamente con su suegro. Si a los ocho años el Santos lo había rescatado de la pobreza, la casa de Pelé estaba, de nuevo, para devolverle el alma. Acordate de dónde saliste y que ahí siempre se puede volver. 

El club de su vida era un fiel reflejo de cómo se suelen componer los planteles del continente. Si se repasa el tridente ofensivo de Santos en la temporada 2017/2018 cuesta entender cómo no fue campeón del mundo. Por la derecha, se paraba Rodrygo Goes, un niño de 17 años que el Real Madrid ya se había asegurado por 45 millones de euros. Titular en el conjunto de la Casa Blanca que esta semana goleó al Mallorca 6-1. Por el centro, se erguía Gabigol. Por la izquierda, otro caso de un inadaptado. 

Bruno Henrique tenía 21 años, vivía en Belo Horizonte y laburaba de recepcionista. Era simplemente Bruninho. Un pibito que no comprendía el juego. Que exhibía talento. Que no exponía ningún interés en convertirse en profesional. Su pase pertenecía al Cruzeiro. Se cansaron de conservarlo. Lo enviaron a préstamo al Itumbiara, un conjunto de segunda división. Ni él sabe qué circunstancias le gestaron el click. Siete goles en doce partidos. Le sobraba para estar ahí. Lo vieron desde Goias, parpaderaron e interpretaron que se trataba de una suerte. En 2015, a los 24 años, el segundo punta más cotizado del continente debutaba en Primera División. 

Un diamante tan en bruto al que su ascenso meteórico lo depositaba apenas una temporada después en el Wolfsburgo de la Bundesliga. Con un inconveniente. El día en que le anunciaron que estaba la oferta imploró que por favor la rechazaran. No estaba en sus planes irse de casa. Le quemaron la cabeza. El club necesitaba el dinero. Se fue. Aunque el mercado europeo ya estaba en la faceta de invertir sobre todo en juveniles para formarlos allá, con sus reglas y sus modos, abundaba tanto el talento que lo compraron a pesar de sus 25 años. En veinticuatro meses, Bruno Henrique había pasado de la segunda categoría de Brasil a enfrentar al Real Madrid por la Champions League. No es joda: el 6 de abril de 2016, los alemanes se impusieron 2-0 a los merengues y él dejó sentado de culo a Sergio Ramos. 

Brilló. Hasta que se aburrió. Suplicó retornar a casa. No le importaba la plata. Pretendía escaparse de la rutina de morirse de frío en Alemania. Santos lo recibió con los brazos abiertos. Si la pregunta es por qué aquella delantera temible no tuvo más logros, la respuesta está en los escritorios. Transcurrían los octavos de final de la Libertadores que finalizó en Madrid. La ida fue en la cancha de Independiente. Salió 0-0. El problema fue que los brasileños habían incluido al uruguayo Carlos Sánchez como titular. Debía una fecha de sanción. El veredicto dio un 3-0 en favor de los rojos. Irremontable.

El escenario resultaba orgásmico para los scouts de la pelota. Como cuando en la película El juego de la fortuna, protagonizada por Brad Pitt, el manager logra demostrar que a un pitcher de béisbol no lo contratan porque posee un codo deforme. Que lo dispone a lanzar sin estética. Y, aunque sus estadísticas sean geniales, el mercado lo margina por feo. Acá fue igual. Flamengo, más pillo que los demás, apostó por estos dos extravagantes.

Para 2013, el más enorme de Río de Janeiro, el club que se supone con más hinchas del mundo, estaba en la mierda. Adeudaba 800 millones de reales, en una época en que la moneda brasileña estaba mucho más cerca de la divisa europea que ahora. No sólo había salido del plano internacional sino que ya no competía a nivel local. Desde 2009, no obtenía el Brasileirao. Resistía en la Primera División. El récord que en Argentina exhibe Boca en el país vecino lo ostentan Flamengo, Sao Paulo y Santos. Nunca descendieron. Pero estaba complicado.

Rodolfo Landim era un ingeniero formado en Harvard. Su fama residía en ser uno de los cerebros del pico productivo de Petrobras. Nunca quedó en claro cómo zafó de ser culpado en la causa Lava-Jato que culminó con Lula perseguido y preso -ya absuelto, con más de una prueba que no comprobaba nada-. Con el río turbulento, volcó sus intenciones políticas a ganar las elecciones en Flamengo. Recién este año se sancionó la ley que permite que los clubes en Brasil puedan convertirse en sociedades anónimas. Triunfó en las urnas y levantó al coloso. Con dos circunstancias que lo favorecieron. Primero, culminó el contrato televisivo con la cadena Globo, se unió a Corinthians -el más popular de Sao Paulo- y negoció una cifra impresionante. Segundo, tras el arribo de su equipo a la final de la Sudamericana de 2017, en la que cayó contra Independiente, decidió que era tiempo de saldar las deudas. Reventó a los jóvenes Vinicius Junior (al Real Madrid), Lucas Paqueta (al Milan), Jorge (al Mónaco) y Felipe Vizeu (al Udinese). Superó los 150 millones de euros. Pagó y arrancó.

El gigante había vuelto. Contrató al portugués Jorge Jesús como técnico. Apostó por marginales, por juveniles y por dos estrellas que deseaban pegar la vuelta a casa -Rafinha y de Filipe Luis-. Reconstruyó su masividad. Resignó algunas tardes ser local en el Maracaná y se mudó a distintas partes de Brasil para cautivar más público. Las malas lenguas denuncian que todo se trata de lavado de dinero. Mercado Libre le ganó la pulseada a Amazon por convertirse en el main sponsor del club. La cifra se supone que es de 5,5 millones de euros al año. Quienes conocen el juego conjeturan que a Flamengo no le importa esa plata y que al unicornio de Marcos Galperín le da lo mismo estar en la casaca. Lo que importa es que la ex web de compra y venta de mercancías se vuelva la moneda con la que opera el monstruo de Río: que por ese canal se vendan camisetas y tickets, que con las falsas monedas de Mercado Pago hasta se lleguen a comprar jugadores.   

Desde que le ganó la final a River, circula el rumor de que Landim será el próximo candidato a vice de Jair Bolsonaro. Lo niega. Su popularidad es tan alta que, cuando sale a la cancha, el público corea su nombre como si fuera un futbolista más. La dupla de Gabigol y de Bruno Henrique sigue generando. En la Libertadores, en tres ediciones, suman 33 gritos. Esta semana, aplastaron 2-0 a Barcelona de Guayaquil por la ida de la semifinal. Al término del entretiempo, en el Maracaná, no sólo ya vencían, sino que tenían un jugador de más por la expulsión de un volante ecuatoriano. Se aburrieron y bajaron la intensidad. Les alcanza. A menos que una vez más el fútbol sea fútbol y arme asombros. Caminan rumbo a la final. Aunque la época pondere la meritocracia y el positivismo, hay veces que la mejor ecuación es tener a los locos cómodos y en casa. Salvo que a los pajaritos bravos muchachitos se les vuele la peluca, una vez más, Flamengo desfila a la gloria. 

Pizza post cancha

  • Juan Pablo Zangara construyó un hermoso libro sobre la presencia del deporte en la literatura clásica. Lo publicó la editorial de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Plata. Se descarga acá.
  • León Najnudel, historia de un adelantado es el nuevo libro de Marcelo Nogueira sobre el creador de la Liga Nacional, entre tantos logros. Argentina está produciendo una interesante literatura sobre la pelota naranja. Vale la pena darle la pelota.
  • Al descubierto, punto de break es un documental del carajo sobre la vida del tenista Mardy Fish. La salud mental es un tema muy duro en el deporte y los relatos que se están contando son impresionantes. Está en Netflix.

Esto fue todo.

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Abrazo grande,

Zequi

Soy periodista desde 2009, aunque pasé mi vida en redacciones con mi padre. Cubrí un Mundial, tres Copa América y vi partidos en cuatro continentes diferentes. Soy de la Generación de los Messis, porque tengo 29 y no vi a Maradona. Desde niño, pienso que a las mujeres les tendría que gustar el fútbol: por suerte, es la era del fútbol femenino y en diez años, no tengo dudas, tendremos estadios llenos.