Somos lo que comemos

Los días se organizan en torno a la comida, y durante el confinamiento esto se comprobó más que nunca. Un nuevo Hilo sobre la omnipresencia de los alimentos en nuestra vida desde una perspectiva cultural.

Hola, ¿cómo están? Espero que lo mejor posible en estas semanas marcadas por el aumento de casos y la preocupación acerca del futuro. Son días también signados por algunas reaperturas sobre todo en la Ciudad de Buenos Aires: los restaurantes y bares atienden ya en sus mesas al aire libre. También en estas últimas jornadas se pospuso el debate por el acuerdo con China por la cría de cerdos que generó encendidas resistencias. ¿A qué voy con todo esto? A que este Hilo va a tratar sobre la comida, o mejor, sobre la omnipresencia de los alimentos en nuestras vidas desde una perspectiva cultural. 

Antes que nada voy a aclarar que no intenté hacer masa madre durante el confinamiento (prefiero la levadura, disculpen), pero sí noté con sorpresa cómo los días se organizan en torno a lo que hacemos de comer. En esta pandemia ya probé recetas nuevas con éxitos y fracasos, repetí muchas veces otras y lamenté siempre tener que lavar los platos. También regalé comida por delivery y se convirtió en un acto de amor en momentos muy difíciles. La comida nos llena la panza pero también nos hechiza, nos eclipsa. Es capaz de cambiarnos el ánimo y de definirnos culturalmente respecto de otras sociedades con otras costumbres y sabores. También acentúa las brechas sociales entre ricos y pobres. Pero lo que más me impresiona es cómo comer nos organiza, nos predispone y se lleva buena parte de los pensamientos de cada día. Así que vamos a recorrer algunas obras que reflexionan sobre los alimentos o sobre la interpretación de los sabores. 

El ritual y la pompa

El otro día vi por primera vez el episodio de la serie Chef’s Table dedicado al cocinero brasilero Alex Atala y me interesó mucho lo que él planteaba sobre la interpretación de los sabores. Nacido y criado en los barrios populares de San Pablo, convertido tempranamente en punk y estudiante-obrero en Europa, Atala se convirtió en el chef más reputado de Brasil medio de casualidad, después de un largo camino que cambió de rumbo al darse cuenta de que en su país lo que no se valoraba eran justamente los sabores locales. Ir a comer afuera y entrar en contacto con la “alta cocina” implicaba probar platos italianos o franceses, pero no brasileños. Así que se propuso descubrir esos sabores al interior del Amazonas hasta dar con un pimiento original de la selva y hasta descubrir que un tipo de hormiga de ahí tiene un exquisito sabor a lemongrass que incluyó en uno de sus finos platos. Todo esto me llevó a pensar que acá en Argentina comer “bien” significa comer carne: un asado a la brasa o con cuero o de la manera que sea, pero con más gente, compartiendo todo el ritual y la pompa. Las tradiciones europeas –de las que me ocuparé más adelante– están súper presentes, pero el asado supuestamente es lo que más nos representa ante el mundo, esa comida que otros vienen a buscar acá. 

Y hablando del mundo de la carne, ahí está el documental de Cohn y Duprat llamado justamente Todo sobre el asado –disponible en Netflix– en el que se lleva al paroxismo y al ridículo esa costumbre típicamente nacional mostrando ejemplos de fanatismo argento (mi parte preferida es la que relaciona el asado con la halitosis y entonces entrevistan a una odontóloga que manda mensajes anónimos a víctimas de tal mal para que vayan a atenderse a su consultorio). 

Y también llegamos a un cuento de Roberto Fontanarrosa: “Cielo de los argentinos”. Un grupo de amigos conversa animadamente mientras preparan la comilona. Atizan el fuego y arriman los choris mientras toman vermut y comen picada en la previa de un partido de fútbol. La sorpresa del relato (spoiler alert) es que llega un amigo al que no contemplaban ver ahí. Y no lo esperaban porque se suponía que todavía estaba vivo… Ahí, en ese giro, como lectores nos damos cuenta de que todos los personajes estaban muertos. Otra que Sexto sentido. ¿Ritual pagano o ritual sagrado? En el cielo de Fontanarrosa también se come asado. Si les da curiosidad, acá pueden leer el cuento. Y acá lo pueden escuchar en la voz de Alejandro Apo.

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Hay mucho dicho y filmado sobre nuestras costumbres culinarias en esta época de series sobre lifestyle y realities polémicos –sin ir más lejos, hay un episodio de Chef’s Table sobre Francis Mallman o un episodio de Street food sobre una tortilla de papas rellena que se come en el Mercado Central–, pero me pareció curioso buscar el viejo Sin reservas del célebre cocinero y viajero Anthony Bourdain (qepd). ¿Cómo se le muestra a un extranjero acostumbrado a las excentricidades las costumbres culinarias del país? En esta emisión de 2007 lo llevaron a probar una picada y unas pizzas con Los Pericos (?), a comer guiso a un barrio popular y a la Patagonia, a hacer asado con cuero con unos gauchos cancheros y a volar en parapente (??). Lo más divertido del programa, que se puede ver acá en YouTube, es cuando le ponen una porción de fainá arriba de la pizza. “¿Qué es esto? Nada que ver. Se nota que la fainá la inventó un borracho”. Y sí, Tony.

Bourdain también conoce en ese documental a Marta Minujín, pionera en la Argentina en hacer arte comestible. Uno de los ejemplos más acabados fue su famosa Estatua de la Libertad de cerezas, que el público degustaba en un happening, y también El Obelisco de pan dulce, en la Feria de las Naciones de 1979: una réplica de 36 metros del monumento para la que necesitó apenas 10 mil paquetes. Claro, los pan dulces (¿o los panes dulces?) después se repartieron entre el público porque era una obra participativa. Y para terminar con otro ejemplo de argentinidad, la obra de Minujín del Museo Mar de Mar del Plata es nada menos que un gran lobo marino dorado. Cuando una se acerca se da cuenta de que no todo lo que brilla es oro: está hecho de miles de pequeños alfajores Havanna.

Come en casa Borges

A contramano de las costumbres populares, ahí está nuestra aristocracia también como comensal. No comparten choripanes pero sí largas sobremesas hablando de literatura, como demuestra el volumen Borges, de Adolfo Bioy Casares. En sus insólitas 1664 páginas (o en las 700 de su versión reducida), Bioy describe cada encuentro con Borges como si hubiera sabido de antemano de la importancia de su amigo para la posteridad. Llama muchísimo la atención que casi todas las entradas de este diario sobre la relación de dos hombres de letras comiencen con el mismo sintagma (“Come en casa Borges”), pero que en ningún momento se detalle qué es lo que comieron o qué les pareció la comida. ¿Por qué Borges comía tan pero tan seguido en la casa de Bioy y Silvina Ocampo? ¿Y quién cocinaba ahí? ¿No le gustaba lo que hacían de comer en su casa? ¿Acaso nunca los invitaba él a ellos o iban a un restaurante? Bioy se ocupa de comentar si después de la cena trabajaron o escribieron, pero no si comieron postre o tomaron whisky o café. Como si referirse a la materialidad de la comida revistiera algún tipo de vulgaridad secreta, y no así la labor intelectual. 

Borges, Bioy Casares, la niña Marta Bioy Casares, Silvina Ocampo, Jovita y el padre de Bioy. 

Si les interesan como a mí esta y otras cuestiones de la intimidad de la aristocracia, pueden ver Las dependencias, un documental de 1999 dirigido por Lucrecia Martel centrado en el personal doméstico que atendía y mantenía la casa de Bioy Casares y Silvina Ocampo en Recoleta. Parece que Silvina tenía una relación de mucha confianza y proximidad con las señoras que trabajaban para ella, Jovita y Elena, y el documental se encarga de trazar esas conexiones afectivas que eran recíprocas en ausencia de la dueña de casa. También pueden leer directamente los magnéticos cuentos de Silvina, que suelen estar llenos de niños, criadas y alimentos. Como si los niños, las criadas y los alimentos fueran más confiables para Silvina que los otros adultos, que muchas veces son crueles o tienen comportamientos erráticos en sus relatos. Les recomiendo, por ejemplo, “Las invitadas”, sobre un niño que tiene rubéola y al que sus padres dejan con su criada para salir de viaje a Brasil. Justo es su cumpleaños, así que la criada encarga una gran torta y llegan unas invitadas intrigantes… Y por supuesto está también La hermana menor, la interesantísima biografía de la menor de las Ocampo escrita por Mariana Enriquez.

Comida en movimiento

No hace falta rastrear mucho cómo fue que nuestra identidad culinaria se basa en la pizza y la pasta. Argentina, junto con los Estados Unidos, fue el país que más inmigrantes recibió desde Italia. De ellos heredamos sabores, ingredientes y también cierto placer por la larga mesa, los platos abundantes y el cocinar para otres. De toda esta comida en movimiento se encarga el documental E il cibo va de Mercedes Cordova (de 2017, disponible en Netflix). Retratando eventos culturales como la Fiesta de la Italianidad o la Fiesta Provincial de la Bagna Cauda en el pueblo de Humberto Primo, pero también haciendo algunas entrevistas a cocineros amateurs y profesionales, van contando la historia de cómo los argentinos y argentinas nos apropiamos de las recetas de Italia hasta convertirlas en propias e incluso superarlas (¿la pizza argentina es mejor que la pizza italiana?). También reparan en cómo los inmigrantes adoptaron nuestros ingredientes –la carne, claro– y se horrorizaron de nuestra poca variedad de vegetales (papa, papa y más papa). Entre otros datos de color, la hipótesis más fuerte del documental es que cuando las sociedades receptoras aprenden a hacer las comidas de los inmigrantes hasta reconocerlas como propias el círculo se cierra y esos inmigrantes ya quedan totalmente integrados. 

De eso en algún punto trata también la primera y entrañable novela Los sorrentinos, de Virginia Higa, que parte de la historia real de su familia: los Vespolini, inmigrantes que vinieron a hacer la América y terminaron siendo dueños de la Trattoria Napolitana en Mar del Plata. O, más exactamente, la novela trata de Chiche Vespolini, el menor de cinco hermanos que queda a cargo del restaurante (el verdadero nombre de Chiche era Argentino, otra operación típica de los inmigrantes esta de ponerle a los hijos el nombre del país, del continente o del barco que los arrimó), un personaje total que además de la comida amaba el cine y la conversación. Los Vespolini trajeron de Sicilia varias recetas pero crearon una que se sirve especialmente en su restaurante, y de ahí su fama. Inventaron justamente los sorrentinos: “El sorrentino no tenía el borde de masa de los pansotti, ni el relleno de carne de los agnolotti, ni llevaba ricota como los cappelletti. Era una media esfera con cuerpo, hecha con una masa secreta, suave como una nube, rellena de jamón y queso”. Lograron que se mimetizara tanto que muchas personas piensan que los sorrentinos son una pasta típica italiana como los ravioles o la lasagna. La historia del invento de la sorrentinería es también el relato de la formación y deformación de la identidad de una típica familia tana que habla hasta por los codos usando expresiones como mishadura, papocchia, sciaquada, con sus amores intensos y rivalidades. Ahora que saben este dato de los sorrentinos, por favor, la próxima vez que visiten La Feliz acérquense hasta la Trattoria Vespoli para probarlos: vienen seis por plato y nunca pero nunca se cortan con cuchillo. Una peregrinación obligada.

Unir o separar

No todo es harina o carne en las mesas del mundo. Oriente está ahí para recordarnos que la omnipresencia del trigo, del queso o del bife en nuestros platos cotidianos es una costumbre cultural como tantas otras. 

El filósofo coreano Byung-chul Han, que está bastante de moda, tiene un breve libro llamado Ausencia en el que compara justamente diversas costumbres de Oriente y Occidente: la arquitectura, la iluminación, el lenguaje, la gestualidad y también lo que nos convoca: la comida. Dice dos cosas que me partieron bastante la cabeza porque nunca las había pensado. La primera es que el arroz cocido es tan omnipresente en la comida oriental porque “no ofrece resistencia (…) se adapta a cada plato, a cada sabor porque está vacío, porque no tiene en sí un sabor”. Esto, según él, se enlaza con la idea de que la comida oriental “parece vacía porque carece de centro”: no existe el concepto de plato principal, sino la profusión de platos pequeños que llegan simultáneamente a la mesa. Y el vacío no los abisma, para nada. 

Lo otro que me impresionó es que compara la forma de comer: “En la cocina de Asia Oriental comer no es separar con cuchillo y tenedor, sino unir con palillos. En Occidente se come y se piensa separando, esto es, de manera analítica. (…) El comer y el pensar oriental no es ni analítico ni sintético. Sigue en cambio un orden sindético, que quiere decir conjunción. (…) El pensamiento del Lejano Oriente no conoce lo categórico, lo final de un punto o de un signo de exclamación. Está determinado por comas que conectan, por desvíos y atajos o por caminos que pasan por lo oculto”. Se ve que no me sale comer con palitos porque soy muy analítica, ahora que lo pienso. 

En este plan de entender un poco más los hábitos orientales es que llegamos a Midnight Dinner o La cantina de medianoche, una serie de capítulos de media hora muy minimalista que transcurre en Tokio en un pequeñísimo restaurante que abre de 12 de la noche a 7 de la mañana (sí, también está en Netflix). Atendido por un solo hombre detrás de la barra, un cocinero silencioso y taciturno al que le dicen el “Maestro”, que fuma en su local mientras cocina (!!!), el local propone un menú muy restringido pero su dueño asegura que puede hacer cualquier plato si cuenta con los ingredientes. Cada capítulo presenta una historia pequeña sobre los habitués del extraño restaurante –que queda en una callecita oscura y marginal– y así nos habla de arquetipos y hábitos de la sociedad japonesa también. Lo que la vuelve atractiva es su ritmo cero estridente y la importancia que le dan a mostrar los platos: cada episodio explica algo de la comida en cuestión o un secreto de su preparación que por la distancia cultural puede parecernos más exótico de lo que es en verdad. Una serie calma y suave, con tono de comedia, que no busca las emociones fuertes sino contarnos como un cuento cada noche.

Bonus track

Antes de despedirnos, dos recomendaciones que no puedo dejar pasar.

  • La cata, de Roald Dahl. No hablamos de bebidas, sino de comidas. Así que para zanjar esa omisión pueden leer este breve cuento de Dahl –el autor de clásicos como Charlie y la fábrica de chocolate, que también habla de la comida– en el que ridiculiza a un especialista en vinos. En una cena muy paqueta, el dueño de casa le juega una apuesta al catador para que adivine el vino selecto que degustarán y todo se desmadra. Pero lo que prima es el retrato burlón y para nada condescendiente que hace el autor del personaje principal, quien se ufana de describir a los vinos como si fueran personas: “Este vino es algo pícaro, y también un poco travieso… Reconfortante y femenino, con una cualidad alegremente generosa…”. Bueno.
  • Comé + Plantas. Narda Lepes viene hace años machacando con esta consigna para que comamos más vegetales de estación y para que pensemos cada comida desde la guarnición. Ahora lanzó esta aplicación que está muy bien, en la que con dibujos sobrios presenta frutas y verduras (de las más comunes a las más exóticas) y nos da algunas herramientas para aprovecharlas y combinarlas con otros ingredientes. No es una app de recetas sino de ideas que surgen a partir de los vegetales y las frutas en cuestión, que apunta a que tengamos una alimentación mucho más variada.

Ahora sí me despido hasta dentro de quince días. 

Espero que esta lectura te haya abierto el apetito. 

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Por favor cuidate mucho.

Un abrazo,

Malena

Soy licenciada en Letras por la UBA y trabajo hace muchos años en la industria editorial. Fui editora en las revistas El Interpretador y Los Inrockuptibles. Formo parte del equipo de Caja Negra, una editorial psicoactiva y heterogénea. Tengo un ciclo de entrevistas con escritores y escritoras en el Malba. Si los libros fueran comestibles, podría alimentar a miles de personas con los que acumulo en mi biblioteca. Lo que más me gusta es viajar.