¿Quién habita a quién?

En esta entrega nos ocupamos del espacio más esencial de nuestras vidas: las casas que habitamos todo el tiempo. Un paseo por sus representaciones literarias y sociológicas, de las mudanzas a las mansiones embrujadas, a través de la obra de Georges Perec, Mona Chollet, Natalia Ginzburg, Mariana Enriquez, Mark E. Danielewki y M.C. Escher.

Hola, ¿qué tal? Espero que lo mejor posible. Yo bien, tratando con respeto a agosto y mirando intensamente los árboles y las plantas a ver si empiezan a asomar los brotes verdes de la primavera. Necesito la primavera más que nunca. Soy muy friolenta y ya estoy cansada de abrigarme para todo. Un poco de flores y aires renovados, por favor.

Hoy me voy a ocupar de un tema muy obvio. Tan obvio que no puedo entender cómo esperé al Hilo Conductor #31 para tocarlo. Vamos a hablar de las casas, del espacio que habitamos con nuestras pertenencias, al que hacemos propio a fuerza de vivirlo, gastarlo. 

La pandemia durante 2020 nos recluyó en los interiores domésticos, nos hizo lidiar fuerte con el encierro al punto de rozar la locura. Las casas resistieron como pudieron a los embates de nuestra presencia constante, a la monotonía de la convivencia diaria. Pero también se convirtieron en el único refugio posible, en la guarida en la cual tratábamos de dormir, trabajar y lidiar con los miedos y fantasmas. Seguramente, como yo, durante este año y medio que vivimos con el coronavirus entre nosotras te ocupaste más de tu casa que antes. En mi caso, compré plantas, ordené placares, acomodé libros y replantée algunos espacios en busca de mayor funcionalidad. La casa se convirtió más que nunca en el lugar desde el cual vemos y salimos al mundo. Así que ahora que de a poco empezamos a abandonarla de nuevo, volviendo a la calle y a nuestro trabajos, me pareció pertinente rastrear qué representaciones de lo doméstico hay en la literatura y en el cine para confirmar la centralidad que se merece.

Para ilustrar este recorrido, vamos a apelar a las famosas paradojas visuales de M.C. Escher (1898-1972), un artista holandés especialista en realizar figuras imposibles. Misteriosas, asfixiantes, claustrofóbicas, sus xilografías y litografías transforman y retuercen el espacio de tal manera que nos hacen dudar de cuál es el derecho y cuál el revés de las cosas que dibuja, de qué está abajo y qué está arriba. La gravedad y la comodidad están puestas en duda en estas casas y mansiones que él imagina en blanco y negro, donde nada, por suerte, es solamente lo que parece. Desde chica que veo estas imágenes y pienso en perderme por sus laberintos y corredores, como si pudiéramos comprobar lo imposible transitándolo.

Camas y guaridas 

Todos y todas seguramente podemos enumerar dos o tres casas que resumen nuestra vida: esas donde pasamos momentos que nos marcaron o transformaron y en las que dejamos algo para siempre. Esas con las que a veces soñamos aunque ya no existan. Georges Perec, un escritor francés de quien ya hemos hablado en este otro Hilo, escribió en 1974 un libro fascinante que, justamente, se encarga de mapear de manera literaria los espacios que nos atraviesan como sujetos. El libro se llama Especies de espacios y está organizado de manera muy lúdica, yendo de lo micro a lo macro. En cada capítulo se encarga de un espacio distinto: empieza por la página, sigue por la cama, pasa a la habitación, después al departamento, después al edificio, a la calle, al barrio, a la ciudad, al país… y sigue hasta el cosmos, claro. Entre otras derivaciones, Perec propone hacer un ejercicio muy recomendable: armar una lista de las camas en las que dormimos. Escribir nuestra vida a partir de la historia de las camas por las que pasamos, dividiéndolas entre dormitorios propios o compartidos, habitaciones de amigas, hoteles o casas alquiladas, camas inhabituales en camarotes, calabozos, hospitales, carpas. Al fin y al cabo, dice Perec, “la cama es el espacio individual por excelencia, el espacio elemental del cuerpo, que incluso el hombre encarcelado tiene derecho a conservar”. Es notable la cantidad de camas olvidadas que aparecieron cuando me puse a anotarlas. Lechos que me llevaron a recuerdos que hace rato no visitaba. 

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Y también se hace Perec una serie de preguntas que me parecen interesantes para entender qué tipo de apropiación hacemos de los espacios que habitamos. Más allá de ser propietarias o inquilinas, la marca de nuestro paso por esos lugares, ¿de qué depende?

Vivir en una habitación, ¿qué es? Vivir en un sitio ¿es apropiárselo? ¿Qué es apropiarse de un sitio? ¿A partir de qué momento el sitio es verdaderamente de uno? ¿Cuando se han puesto en remojo las medias en una palangana rosa? ¿Cuando se han utilizado todas las perchas del armario? ¿Cuando se han experimentado allí las ansias de la espera, o las exaltaciones de la pasión, o los tormentos del dolor de muelas? 

La escritora Mona Chollet, una feminista de Suiza que vive en Francia, también se pregunta una serie de cuestiones sobre nuestros ambientes cotidianos en su ensayo En la casa. Una odisea del espacio doméstico, publicado por la editorial Hekht en 2017, cuando la pandemia no estaba cerca de nuestros planes ni emociones. Ella defiende en este libro el espacio doméstico aunque sea también sede del desorden o lo caótico, porque a su entender ese “adentro” es el que nos permite proyectar ideas hacia afuera. Hace una defensa fuerte de lo hogareño como productivo, en contra de la idea de que “salir al mundo” es lo que nos “enriquece”. (Todo esto con el teletrabajo, la precarización y la autoexplotación que nos dejó la pandemia cambia un poco, ¿no?) Y Chollet confronta mucho al conformismo burgués y sus estándares de belleza y confort que nos topamos todo el tiempo en las redes sociales. Como si todas las casas debieran ser iguales, estar decoradas con los mismos tonos y muebles nórdicos, en vez de buscar la especificidad y la diferenciación. Además, pone sobre la mesa la violencia de las desigualdades y las relaciones de dominación que entran en juego cuando la mayor parte de la población tiene que buscar un lugar para vivir. Podríamos contarle a Chollet cómo la inflación argentina y la tiranía de los propietarios avasallan muchas veces las intenciones de vivir “mejor”…

Y llegamos a mi amada Natalia Ginzburg, que vivió en distintas ciudades de Italia. Una escritora con una vida muy sufrida durante la Segunda Guerra: tuvo que esconderse, mudarse repentinamente a la montaña con sus hijos pequeños, soportar que asesinaran a su primer marido en la cárcel, vivir lejos de sus críos para poder trabajar y aguantar como sea los embates del fascismo. Su literatura tiene muchas veces a la casa familiar como protagonista, por ejemplo en La ciudad y la casa, o en la novela Todos nuestros ayeres. Siempre voy a recomendar a Natalia, cualquier libro de ella. Pero hoy me interesa detenerme en un pequeño escrito autobiográfico compilado en sus Ensayos publicados por Lumen, llamado simplemente “La casa”, en el que cuenta todo lo que le fue pasando a ella –y a su segundo esposo– a partir de la experiencia de buscar una nueva vivienda para mudarse cuando se trasladaron de Turín a Roma. Una experiencia por la que muchas pasamos: mirar avisos en papel y marcarlos, hacer fila en la vivienda en cuestión, conocer el espacio y tratar de imaginarse ahí, buscar conciliar las expectativas de una con las de otro, los deseos, las posibilidades económicas. En su caso, ella quería una casa con jardín, en planta baja, en un barrio tranquilo, y su pareja una casa con terraza en el centro de Roma. Y ella se da cuenta de que eso tiene que ver con su ideal de casa de la infancia. Sus infancias habían sido muy distintas y por eso también sus búsquedas. Es muy amena toda la descripción que hace de cómo les cuesta aguantar el deseo del otro y no ser despectivos al ver esas decenas de propiedades que no les tientan: “Estábamos poseídos por el demonio de la búsqueda”, dice. Tanto que llegan a preguntarse si vale o no la pena mudarse, porque en el departamentito alquilado no están, al fin y al cabo, tan mal. Y ahí ella se da cuenta de que lo que más necesita de una casa no son grandes espacios ni vistas abiertas ni pisos lustrosos, sino una guarida: “Tal vez cualquier casa, cualquier casa podía, con el tiempo, convertirse en una guarida, y acogerme en su penumbra benévola, tibia y tranquilizadora. O quizá no era que yo no deseaba vivir en ninguna casa, en ninguna, porque odiara las casas, sino más bien porque me odiaba a mí misma. Y no era que todas las casas, todas, podían ser adecuadas con tal que las habitaran otros y no yo”. Me gusta este juego de cómo la casa la determina. O ella determina a la casa en la medida en que se siente o no a salvo de sí misma ahí.

Al final ponen un aviso en el diario ellos mismos a ver si de esa forma les ofrecen cosas más interesantes, pero no sucede. Y un día, cuando ya no estaban buscando, encuentran de casualidad un departamento que les encanta y lo compran y viven durante años ahí. 

Casas alteradas 

Desde que tenía 10 años y leí el cuento “La casa viva” de Elsa Bornemann en el libro Socorro me quedó claro que las casas son mucho más de lo que podemos ver y tocar de ellas. Hay casas con distinto tipo de aura –más luminosas o más fantasmagóricas–, con historias truculentas silenciadas por sus paredes, o con recuerdos que es mejor no remover. Así que me pareció correcto no enaltecer las viviendas solamente, sino también darle lugar a lo extraño en este punteo de viviendas alteradas por distintas fuerzas. 

Empecemos por el famosísimo cuento “Casa tomada” de Julio Cortázar para decir que si no lo leyeron, háganlo por acá. Es la historia de dos hermanos adultos que viven en una casa antigua muy grande en la que empiezan a sentirse invadidos pero nunca ven a nadie. Tan asustados están que empiezan a clausurar habitaciones enteras para no volver a entrar en ellas nunca más. Pero ese argumento contado en dos líneas encierra muchísimas interpretaciones. ¿Qué explicación tiene esa fuerza extraña que de a poco y con sonidos sordos empieza a tomar la vivienda hasta expulsarlos? Una amenaza fantasma y progresiva que puede leerse desde el psicoanálisis, desde la literatura, desde el peronismo. Saquen sus propias conclusiones. 

Uno de los cuentos más impactantes que leí en los últimos años, y que tiene todos los condimentos de los típicos relatos sobre casas embrujadas, es “La casa de Adela”, de Mariana Enriquez, incluido en el libro Las cosas que perdimos en el fuego. Si lo leyeron, dudo que hayan podido olvidarlo. Y si no, pueden encontrarlo entero acá. Dos hermanos –Pablo y la narradora, que cuenta la historia muchos años después de los hechos– se hacen amigos de Adela, una niña muy particular, una “princesa de suburbio” a la que le falta un brazo, y se vuelven muy cómplices. Pasan mucho tiempo juntos por las calles de Lanús y se obsesionan tanto con una casa abandonada que deciden entrar en secreto. Lo que sucede adentro cuando lo hacen es del terreno de lo inexplicable. Pero de los tres que entran, solo dos logran salir. El cuento está narrado de tal forma que como lectoras acompañamos muy de cerca a los personajes en todo su morbo, en su curiosidad, en su angustia. Y es tan potente la historia de Adela, que Enriquez también la incluye como personaje en su novela Nuestra parte de noche, armando una continuidad clave en la deriva de las dos tramas (en lo personal, pegué un gritito cuando estaba leyendo la novela y apareció Adela. Una especie de déjà vu literario que me emocionó).

Y hablando de casas misteriosas o inexplicables, tenemos que mencionar la novela descomunal del autor norteamericano Mark Z. Danielewski, La casa de hojas, un relato de aventuras, terror y filosofía que lleva al extremo, en sus más de 700 páginas, las propiedades de la literatura contemporánea y experimental: la fragmentación, el collage, la cita, el desdoblamiento de voces y el juego tipográfico. El autor necesitó doce años para construir este particular laberinto, un espacio textual vertiginoso con sus propias reglas en el que cada lector tendrá que hacer su camino. Es difícil de resumir y explicar, porque la novela incorpora una serie de relatos enmarcados, pero lo interesante es contar que todo el texto responde a una premisa arquitectónica y que la historia más impactante es la de Will Navidson, un periodista que se muda con su mujer y sus dos hijos pequeños a una nueva casa en la que empiezan a pasar cosas raras. Por ejemplo, aparece en un pasillo una puerta que no existía, y luego una serie de enigmas en relación a su superficie: la casa crece misteriosamente desde el interior sin cambiar en nada sus medidas exteriores. Sus habitantes franquean el muro de hermetismo de la extraña puerta e inician un descenso épico a las tinieblas de la casa, registrando las excursiones con sus cámaras portátiles. “Quise dar la sensación de movimiento en el seno del libro y de la casa; que el lector, como los personajes, tenga la sensación de ir rápido a lo largo de un pasillo o de chocarse con algunos obstáculos”, dice el autor. Y vaya si lo consigue. El resto es literatura.

Salvando las distancias, el escritor santafesino Francisco Bitar también se encarga del tema de las viviendas y cómo determinan la vida de las personas que las habitan en el cuento “Siempre hay explosiones a lo lejos”, de su libro Teoría y práctica. En este relato la protagonista es la casa, y no solo la gente que va pasando por ella a lo largo de las décadas. Con una forma muy suya de acceder a lo que piensan o sienten los personajes, y una narración marcada por asteriscos que van fragmentando la historia, Bitar cuenta los avatares de un departamento interno, una especie de PH que va cambiando de dueño. De hecho en el cuento se incluyen algunos planos dibujados a mano de sus ambientes y proporciones. Como si ese escenario determinara mucho más la vida de los sujetos de lo que podemos llegar a imaginar. Porque, al fin y al cabo, ¿quién habita a quién? ¿Quién puede pensarse o expresarse por fuera de su casa, de su barrio, de su ciudad? Me interesa mucho la narrativa de Bitar; una literatura que reflexiona sobre sí misma. De hecho lo entrevisté en 2018 acá, y en 2021 acá, por si quieren saber más.

Vivir es habitar

Antes de despedirme, un picado de algunas recomendaciones temáticas más: 

  • La película Home, de la directora francesa Ursula Meier, de 2008 (disponible en Mubi). Protagonizada por la enorme Isabel Huppert en el rol de una madre bastante excéntrica y desencajada, este film narra la historia de una familia que vive en una casa al borde de una ruta inutilizada, vacía. Tanto que usan ese asfalto como pista de carreras propia. El drama comienza cuando inauguran esa ruta, y comienzan a pasar camiones y autos permanentemente a pocos metros de lo que era su jardín. ¿Cómo hacer para no enloquecer e intentar no alterar el orden de la vida cuando se ven rodeados? Capturados por la locura de la situación, y por una neurosis border, toda la familia debe poner a prueba su capacidad de adaptación o inadaptación para permanecer en su hogar.
  • El documental español Muchos hijos, un mono y un castillo, de Gustavo Salmerón (2018). Una película pequeña y nada ampulosa que terminó ganando un Goya inesperadamente. Es el registro casero hecho por un hijo de su propia madre, una tal Julia Salmerón, matriarca de 84 años, que se pone a recordar su vida y a revisar su enorme casa. Es una señora muy graciosa que no para de hablar y de tirar máximas, que además de criar muchos hijos se dedicó a acumular una insólita cantidad de objetos. Se proponen en familia encontrar entre todo eso dos vértebras de su propia abuela (!!!), y para eso revisan todos los ambientes y armarios y encuentran desde paraguas rotos hasta regalos sin abrir. Una película desopilante y adorable sobre la manera en la que habitamos las casas y las llenamos de cosas que después no sabemos ni para qué sirven. Todas las que alguna vez tuvieron que vaciar una casa llena de pasado supongo que la van a disfrutar como yo. Se puede ver online acá.
  • “Abrí una ventana en algún lugar del mundo”, es la premisa del sitio web Window Swap, que nació en plena pandemia y me sigue pareciendo poético y hermoso. (De hecho, ya lo recomendé en este Hilo sobre la soledad, pero el público se renueva). Con la idea del encierro y de no poder caminar por el mundo, a alguien se le ocurrió armar una página en la que solamente haya vistas de ventanas de distintas casas filmadas durante diez minutos con una cámara fija desde adentro hacia afuera. Apretamos un botón y aparecemos en la ventana de Ángeles, en una ciudad del interior de Bélgica: se ve por ahí un árbol enorme y frondoso al que le da el sol y los techos de varios edificios. El cielo está despejado, parece primavera. Se escucha el sonido ambiente un poco asordinado: quizás una motocicleta se pierde a lo lejos. Apretamos un botón y aparecemos enseguida en la ventana de Eun, en Corea del Sur: es de noche y está lloviendo fuerte. La mesa de su jardín está bastante mojada, lo mismo su pequeña parrilla, todo esto alumbrado por un foco a la altura del pasto. Las gotas hacen ruido al caer. Y así podemos seguir durante horas, espiando sigilosamente otras ventanas del mundo para perdernos en las casas y en las vidas –o en lo que creemos que son las vidas– de los otros. Potente e inspirador.
  • Cerramos caprichosamente con una canción de 2005, que se llama justamente “Home” y es de Lou Barlow, uno de los miembros de la banda Dinosaur Jr., probándose como solista en un disco titulado Emoh que me sé de memoria. 
Ciclo (1938), litografía de M. C. Escher

Ahora sí, me despido hasta dentro de 15 días.

Espero que este Hilo te haya hecho sentir mejor con el lugar en el que vivís en soledad o compañía. Que te haya dado ganas de pensar más en las guaridas o rincones que nos armamos para habitar nuestra privacidad. 

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Gracias por leer.

Y por favor cuidate mucho,

Malena

Es licenciada en Letras por la UBA y trabaja hace muchos años en la industria editorial. Fue editora en las revistas El Interpretador y Los Inrockuptibles. Forma parte del equipo de Caja Negra, una editorial psicoactiva y heterogénea. Tiene un ciclo de entrevistas con escritores y escritoras en el Malba. Si los libros fueran comestibles, podría alimentar a miles de personas con los que acumula en su biblioteca. Lo que más le gusta es viajar.