«Prohibido perder»

¿Cuándo fue que el fútbol argentino nos hizo creer que la única alternativa es el triunfo?

Comienza el partido. Los equipos son mixtos. Hombres y mujeres. Y, muchas veces, mezclados entre sí para favorecer la integración entre futbolistas de diferentes países. El partido tiene tres tiempos. En el primero, los propios jugadores definen las reglas bajo las cuales jugarán. Así se empoderan. Ganan derechos. Por ejemplo: definen si todos los jugadores tienen que tocar la pelota para que el gol sea válido, si los goles femeninos valen o no doble, si habrá puntos extras por aplaudir el gol rival, por darle la mano al jugador rival que está caído. Etcétera, etcétera. El segundo tiempo es el juego mismo. Sin árbitro. Tiene que jugarse según esas reglas que fueron acordadas. Y en el tercero se atribuyen los puntos que declararán al vencedor. Gana no solo el que anota más goles, sino el que suma más puntos por cada acción de respeto a las reglas de juego que habían sido establecidas. Mediadores y jefes de equipo ayudan a eliminar eventuales tensiones. Puede ganar el que hizo menos goles.

Estos partidos se juegan entre palestinos e israelíes. En Kenia, Medellín, Liberia o Moreno, provincia de Buenos Aires. Y los jugadores, hombres y mujeres, son todos de los sectores más vulnerables de la sociedad. Se trata de «festivales» o torneos de fútbol de calle que ya son una tradición en Mundiales de la FIFA. Forman parte de un proyecto que afirma que «otro fútbol es posible». Es un fútbol, claro, que está en el otro extremo de la histeria que dominará a la nueva definición copera del Superclásico argentino cuyo primer capítulo se juega este martes en el Monumental. Y de la revancha del 22 de octubre en la Bombonera que definirá cual de los dos será el finalista argentino de la Libertadores. Un fútbol, claro, que está lejísimos de aquel precedente de Superclásico copero que debió mudar a Madrid la final de 2018. Bien lejos de un Superclásico en el que, según parece, está «prohibido perder».

El «otro fútbol posible» reapareció estos días en Buenos Aires por la visita del sociólogo Fernando Segura Trejo, que lleva catorce años estudiando el tema y dio charlas y entrevistas. Una de las más interesantes fue con radio La Patriada, en un programa que, justamente, se llama «Hoy podemos perder». Obvio que el Superclásico en el que está «prohibido perder» está en otro escenario. Un mundo que se alimenta de excelencia y competitividad. Y de pasiones y negocios. Económicos y políticos. Y que también es un mundo oscuro, pese a tanta cámara de TV, repetición lenta y VAR. Y TAS (porque la final de Madrid, bueno es recordarlo, fue protestada por Boca y todavía está en manos del Tribunal de Arbitraje Deportivo con sede en Suiza). ¿A partir de qué momento ese fútbol decretó que está «prohibido perder»? Las barras bravas, los dineros inflados y la política acrecentaron su parte en esta última década. Los más memoriosos fijan una fecha que cumplirá medio siglo de vida justo cuando Boca-River definan su semifinal: 22 de octubre de 1969, Estudiantes-Milán en la Bombonera.

El Estudiantes de Osvaldo Zubeldía, que rompió el monopolio de los cinco grandes, venía de perder 3-0 la final de ida de la Copa Intercontinental en Italia. Ese 22 de octubre de 1969 ganó 2-1 en la Bombonera. Fue insuficiente. Peor, mucho peor, fue el concierto de golpes, insultos y escupidas. La agresión del tucumano Ramón Aguirre Suárez que desfiguró a Néstor Combín. La patada de Alberto Poletti a Gianni Rivera en el piso. Ambos encarcelados un mes por orden del dictador Juan Carlos Onganía, que un año antes había calificado de «ejemplo» al Estudiantes campeón. «Si ganás, la gloria, si perdés, Devoto», graficó Carlos Bilardo, jugador símbolo de aquel Estudiantes de fútbol científico y adelantado, pero también de alfileres, el mote de «antifútbol» y de «ganar como sea». El mismo Bilardo que, tras ganar en México 86, dirigió luego la locura de la Argentina subcampeona en Italia 90, con el tobillo deshecho de Diego Maradona y el atajapenales Sergio Goycochea, pero también con el bidón de Branco, contaminado con pastillas Royphnol, y la bandera argentina deliberadamente autoquemada en la concentración de Trigoria para animar con la patria a un plantel que estaba exhausto. El bilardismo resignificó la épica de la victoria. Ganar fue ganarle al mundo. Contra todo y contra todos. La «grieta» futbolera (con el menottismo en el otro sector) atribuye al bilardismo que tanta épica, tanto monumento al resultadismo, tuvo consecuencias proporcionales. Porque «si solo sirve ganar», máxima bilardista, entonces está «prohibido perder».

Boca se rehízo rápidamente de la derrota en la final de Madrid. Tiene, claro, más urgencia que River. Por sequía de Libertadores. Por los millones invertidos. Y porque hay elecciones en el club. Y porque una derrota puede arrastrar a Boca en la debacle que está sufriendo el proyecto político del macrismo. En tiempos de Mundiales, la prensa utiliza a otros deportes para decirle al fútbol que sí se puede perder (o que «sí se puede»). «Hoy toca estar tristes y felicitar a España», dijo el gran Luis Scola segundos después de la derrota en la final del Mundial de basquetbol de China, y rectificó de inmediato: «No, primero toca felicitar a España. Y luego estar tristes». El DT Sergio «Oveja» Hernández, a su vez, rompió la imagen del futbolista que, furioso tras la derrota, se arranca la medalla del subcampeón. «No perdimos la final del mundo, ganamos la de plata», dijo Hernández. Ahora es el turno del rugby, que está jugando su Mundial en Japón. El debut fue con derrota polémica ante Francia. «Nos referearon como a un país chico del rugby», criticó Mario Ledesma, DT de Los Pumas. Pareció Leo Messi tras la derrota ante Brasil en la Copa América apuntando contra la Conmebol «corrupta». El rugby, que se autodescribe como un «deporte de caballeros», en el que «el árbitro siempre tiene la razón», disparó contra Ledesma, que debió pedir disculpas 48 horas después. Lo más notable es que Ledesma, coinciden muchos, tenía razón. Los argentinos tenemos justa fama de malos perdedores. Pero también de poca docilidad ante el poder. Una rebeldía que, a veces, sirve de motor para la competitividad.

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Eso, competitividad (además de chequera), son River y Boca clasificados hoy otra vez a las instancias decisivas de la Libertadores por segundo año seguido. También compiten con igual intensidad el básquet finalista de China y el rugby que, complicado tras la derrota ante Francia, acaso podría quedar eliminado en primera rueda de Japón. Pero ni una corona del básquet ni una eliminación rápida del rugby convocarían multitudes al Obelisco. «Una fuerza espasmódica había empezado a sacudirme, como si dos corazones bombearan dentro de mí: moqueaba lágrimas, giraba en el lugar, respiraba agitado». Así se autodescribe ya no el Tano Pasman, sino un periodista agudo y sensible como Andrés Burgo, en su libro «La Final de nuestras vidas», sobre el triunfo de River en Madrid. Burgo cuenta que pasó los minutos finales del partido en cuclillas, hecho un ovillo en el Bernabéu, suplicando entre las piernas de hinchas de River. Hasta que el Pity Martínez anotó el 3-1 y purgó «para siempre nuestras heridas del pasado». Porque River «acababa de ganar el partido de los siglos por todos los siglos». Y Boca «acababa de perder el partido de los siglos por todos los siglos». Burgo hablaba del mismo River, que solo siete años atrás, mientras Boca era campeón argentino y finalista de la Libertadores, descendía a la B. El fútbol, sabemos, funciona en Argentina como depósito de casi todo. Es remedio y es veneno. Es Diego Maradona exultante con La Mano de Dios. Y es Marcelo Bielsa y su ética de la derrota. Pero su propia historia demuestra que sí, que por mucho que griten en las tribunas y en los programas de TV, sí, se puede perder. Y que siempre habrá que volver a empezar.

 

Soy periodista desde 1978. Año de Mundial en dictadura y formidable para entender que el deporte lo tenía todo: juego, política, negocio, pueblo, pasión, épica, drama, héroes y villanos. Escribí columnas por todos lados. De Página 12 a La Nación y del New York Times a Playboy. Trabajé en radios, TV, escribí libros, recibí algunos premios y cubrí nueve Mundiales. Pero mi mejor currículum es el recibo de sueldo. Mal o bien, cobré siempre por informar.