¿Por qué las protestas en Bielorrusia no son comparables con las de Ucrania en 2014?

Tras 26 años en el poder, Aleksandr Lukashenko se enfrenta a un movimiento opositor sin precedentes. Los paralelismos con las revueltas de Maidán, que empujó a Kiev fuera de la esfera soviética para acercarse a Europa, han aflorado. Son, sin embargo, equivocados.

Las elecciones del domingo pasado en Bielorrusia marcaron un quiebre para un país más acostumbrado a la estabilidad que al caos. Hace una semana que todas las noches hay manifestaciones multitudinarias en distintas ciudades; la represión por parte de fuerzas del Estado se ha llevado varias vidas y las denuncias de tortura se acumulan. Se dice que quizás este sea el principio de un cambio.

 El mandamás de Bielorrusia se llama Aleksandr Lukashenko, es presidente desde 1994 y el único en la historia de esta república. En los últimos 26 años ganó todas las elecciones a las que se presentó, con alrededor de un 80% de los votos. Además triunfó en tres referéndums para dirimir todo tipo de cuestiones, desde símbolos nacionales, el idioma oficial y día de la independencia, hasta la abolición de la pena de muerte y, claro, la reelección indefinida. Casualmente, también en esos tres referéndums las propuestas de Lukashenko fueron avaladas por al menos el 80% de los votos.

Tres mujeres

El 9 de agosto Lukashenko se encaminaba a una nueva victoria, tan predecible como incuestionable. Pero apareció un tal Viktor Babaryka, un outsider, ex banquero. Babaryka sumaba popularidad y parecía representar una amenaza real para Lukashenko: fue detenido en julio por supuesta evasión fiscal. También fue encarcelado el famoso bloguero Serguéi Tijanovski, por desacato a la autoridad, mientras que al ex diplomático Valeri Tsepkalo se le prohibió participar en las elecciones y marchó a Moscú por miedo a ser apresado. Svetlana Tijanovskaya, esposa del bloguero Tijanovski, ama de casa y ex profesora, se convirtió entonces en la principal candidata, con el apoyo de la esposa de Tsepkalo y la jefa de campaña de Babaryka. Tres mujeres contra un hombre fuerte que simplemente no las consideró relevantes.

Es difícil saber con cuánto apoyo real contaba Tijanovskaya porque en Bielorrusia no existen encuestadoras independientes, pero la cantidad de gente movilizada para los eventos de campaña sin dudas era importante. Incluso se dieron algunas de las mayores convocatorias políticas en la historia de Bielorrusia.

El domingo por la noche se anunció el repetido y ridículo 80% para Lukashenko. En medio de las protestas que se desataron, Tijanovskaya marchó a Lituania; antes había difundido un vídeo pidiendo abandonar las protestas, que fue interpretado por algunos manifestantes como producto de intimidaciones. Veronika Tsepkalo se reunió con su marido en Rusia y desde allí llamó a la comunidad internacional a reconocer a Tijanovskaya como presidenta electa. En los días siguientes fueron liberadas algunas personas detenidas durante las protestas, muchos policías renunciaron, decenas de empresas estatales se unieron a una huelga general, pero Lukashenko no dio señales de negociación. De hecho redobló la apuesta: insistió en que las manifestaciones eran organizadas y fogoneadas por extranjeros, particularmente por polacos, ucranianos, neerlandeses y rusos… pero no de Putin, sino del opositor Alekséi Navalni. No fuera a ser cosa que Putin se enojara. Entre sus allegados se repitió mucho una palabra: Maidán.

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La plaza ucraniana

En el invierno de 2013-14 Maidán, la plaza central de Kiev, fue escenario principal de una serie de protestas sumamente violentas. Los reclamos eran notablemente heterogéneos, pero coincidían en un punto: el presidente Víktor Yanukovich debía dimitir.

rácticamente todas las elecciones desde la independencia ucraniana muestran una división clara entre un occidente nacionalista o abierto a la Unión Europea, y un oriente más prorruso. En el oeste se habla ucraniano, en el este se habla ruso. Yanukovich representaba al este. Entonces las protestas cargaban con un peso simbólico que iba más allá del presidente de turno, de sus decisiones o de los casos de corrupción que se le achacaban. En realidad tenían que ver con qué era Ucrania, cómo se analizaba el pasado soviético y hacia dónde debía apuntar el futuro del país.

Yanukovich no tuvo mejor idea que responder a las protestas con violencia. Muchos manifestantes se armaron, especialmente algunos miembros de grupos ultranacionalistas, y formaron fuerzas de choque improvisadas. Nunca fue un secreto que las embajadas de Estados Unidos y Países Bajos apoyaron económicamente a estos grupos armados. También el entonces Secretario de Estado de Estados Unidos John Kerry y el Secretario de Defensa Chuck Hagel enviaron mensajes en contra del gobierno de Yanukovich. Incluso el senador y ex candidato presidencial republicano John McCain junto al senador demócrata Christopher Murphy se presentaron en el escenario instalado en Maidán para expresar el apoyo del Congreso estadounidense a las protestas.

El presidente terminó huyendo a Rusia alegando que su seguridad personal estaba en peligro y, sin juicio político ni nada parecido, el parlamento simplemente consideró que había renunciado, cosa que Yanukovich aún niega. Pronto comenzó un efecto rebote en el este y los primeros chispazos de la guerra del Donbass, que continúa hasta hoy.

¿Tiene sentido comparar la actualidad bielorrusa con aquel invierno ucraniano? 

En principio hay muchas más diferencias que similitudes. Yanukovich había sido elegido democráticamente en 2010 y existía una oposición política real, activa y legítima. Este no es el caso en Bielorrusia, donde la oposición es virtualmente inexistente, tanto que solo un miembro del Parlamento no forma parte del gobierno. Por otro lado, en Bielorrusia nunca existieron movimientos ultranacionalistas ni agrupaciones neonazis armadas. Ningún batallón improvisado encabezará una guerra contra Lukashenko en el centro de Minsk. Tampoco existe una división étnica/política capaz de ser explotada por algún poder local o extranjero.  Y la posibilidad de un eventual conflicto bélico es casi descabellada.

En cuanto al apoyo internacional, por ahora es apenas simbólico. La Unión Europea amenaza con imponer sanciones y el gobierno estadounidense ha expresado una “profunda preocupación”. Con la pandemia haciendo estragos y las elecciones en Estados Unidos no hay tiempo ni mayor interés en Bielorrusia. Ha habido extranjeros entre los manifestantes, pero son apenas una porción minúscula que no afecta el espíritu local de las protestas. 

Cuestión de identidad

A pesar de estas diferencias, hay un punto que conecta Maidán con la Bielorrusia actual. Ambos países formaban parte de la Unión Soviética y desde su independencia se debate la identidad nacional. Pero Ucrania fueron oficialmente demolidas todas las estatuas de Vladimir Lenin en 2017, mientras que en Bielorrusia aún se construyen nuevos monumentos con simbología soviética y la bandera roja con la hoz y el martillo flamea sobre la cúpula del nuevo Museo de la Gran Guerra Patria, inaugurado en 2014.

Lukashenko es un líder soviético, nostálgico, conservador y fuerte, el único miembro del parlamento local que votó en contra de la disolución de la URSS en 1991. Con la independencia, Bielorrusia adoptó la bandera rojiblanca, símbolo de la breve República Democrática de Bielorrusia que existió entre 1918 y 1919, antes de pasar a control bolchevique. Pero en 1995 Lukashenko promovió el cambio de símbolos nacionales y optó por la enseña roja y verde y por el escudo nacional de tiempos soviéticos. Desde entonces, el rojo y el blanco son los colores que adopta la oposición y que dominan las manifestaciones por estos días.

Esto no necesariamente se traduce en un reclamo por tirar abajo monumentos, como sucedió en Ucrania. Pero abre las puertas a un debate que tiene tanto que ver con el pasado como con las relaciones internacionales actuales. Para Kiev, Maidán representó una vuelta de página, alejarse del pasado soviético y de Rusia para acercarse a la OTAN. No es para nada seguro que algo así esté ocurriendo en Bielorrusia.

No todo en Bielorrusia es caos. De hecho Lukashenko mantiene un apoyo real y efectivo, aunque difícilmente medible, considerando la ausencia de encuestas independientes. Casi un 70% de la economía depende del Estado, todas las grandes empresas son estatales, así como la mayor parte de las tierras cultivables. Eso se traduce en buenos servicios públicos y una infraestructura con la que Ucrania sólo podría soñar. La sanidad y la educación son gratuitas y de un nivel alto, mientras que los servicios en general son muy baratos. Las tasas de criminalidad están entre las más bajas del mundo, comparables con las de Dinamarca o Finlandia, y el PBI per cápita prácticamente duplica al de Ucrania. A esto se le suma un desempleo oficial que no alcanza el 1% y, claro, la estabilidad de un régimen que lo domina todo.

Si eventualmente colapsa el gobierno de Lukashenko, será difícil suplir la hegemonía de un poder tan ubicuo. Es claro a esta altura que el Kremlin no tiene mayor interés en sostener a un presidente cada vez más cuestionado. Pero tampoco permitirá que se le escape un aliado de su esfera de influencia, como ya lo hicieron Ucrania, Georgia y los países del Báltico. 

La caída del gobierno puede llevar a un laberinto político y a un desplome en los estándares de vida. Pero esa es una apuesta que buena parte de la sociedad bielorrusa ya encaró y no parece haber vuelta atrás. Hoy el asunto es deshacerse de Lukashenko, liberar a los presos políticos y convocar a nuevas elecciones, libres y justas. Para ellos, todos los debates que sucedan a la eventual caída del líder serán problemas del futuro.

Soy licenciado en periodismo y maestrando en relaciones internacionales. Escribo y hablo sobre Europa oriental, Balcanes y otros países que casi nadie sabe bien en dónde quedan. También trabajé en zonas de guerra y escribí más libros de los que publiqué.