Nuestro Alí de Villa Fiorito

Un homenaje a través de las imágenes que lograron el respeto no solo al artista, sino ante todo al guerrero llamado Diego Armando Maradona.

Diego Maradona estaba solo. Sentado en una sala pequeña en el Aeropuerto de El Prat, de Barcelona. Con la mirada perdida. Emprendía la vuelta a Buenos Aires. La Argentina campeona de todo (Mundial ’78 y Juvenil ’79) acababa de ser eliminada del Mundial ’82, la Copa de España a la que él había llegado como “el futuro Pelé”, pero de la que se fue expulsado en el último partido, derrota 3-1 ante Brasil, después de haber sido molido a patadas y agarrones por Claudio Gentile en la caída previa 3-2 ante Italia. Volvería a Barcelona en pocos días, como el jugador más caro del mundo (algo más de 8 millones de dólares) y donde al año siguiente le partió el tobillo un tal Andoni Goicoetxea. Eran carnicerías permitidas de otros tiempos. Tan distintos que ese día de julio de 1982, en El Prat, Maradona seguía solo. En rigor, siempre estamos solos. Aunque te llames Maradona. Y te estés muriendo. 

Cito la escena del aeropuerto porque fue mi primera imagen poderosa de Diego. Ya le había visto decenas de golazos, claro. Pero nunca lo había visto solo. Un Diego que, apenas un mes antes de ese mundial, decía -textual y ya hablando de sí mismo en tercera persona- que “la gente tiene que entender que Maradona no es una máquina de dar felicidad”. Había jugado en Argentinos Juniors cinco años (sí, cinco años, ya lo dijimos, eran otros tiempos). Y uno más en Argentina como campeón en Boca. Plena dictadura. Y las tribunas que cantaban que Diego no debía venderse a un club europeo. Porque Maradona, decía la canción, era “patrimonio nacional”. 

La segunda imagen más poderosa que elijo es en la Copa siguiente, México ’86. No hablo de los dos goles que lo elevaron a la eternidad. La imagen de la que hablo es Diego en la concentración del América después de esos goles. Él parado sobre una tarima. Y doscientos o trescientos periodistas haciéndole preguntas, todos separados por un alambrado. Diego-estadista. Fue su mundial perfecto. El último ganado en la historia del fútbol por un héroe individual. Maradona estaba tan enfocado en México que ni siquiera lo distrajo que desde Nápoles le avisaran que sería padre. Que nacería su primer hijo. Y no de “la Claudia”. Un hijo, Diego Armando Junior, que reconocería treinta años después. Y que días atrás le dedicó una carta hermosa. 

Vamos a Italia ’90. Al mundial que jugó pero avisándole primero a Carlos Bilardo que Italia era su casa y que no se portaría tan bien como lo había hecho en México. La imagen que elijo aquí no es su jugada en el gol de Caniggia a Brasil. Tampoco el insulto por pantalla gigante a todo el estadio Olímpico de Roma que silbaba el himno. Y eso que, como en La Mano de Dios de México ’86, estaba en línea recta, con mi vista sobre él, que, según las encuestas, era más odiado en Italia que Sadam Husein porque era un divo arrogante que le había dado su primer scudetto al Napoli del sur más pobre.

La imagen más poderosa con la que me quedo de Italia ’90 sucedió en esa misma final que Alemania ganó 1-0 con penal polémico. Sucedió en la premiación, cuando Joao Havelange le extendió la mano para saludarlo y Diego le pasó de largo. En la previa de la semifinal ganada a Italia, Maradona le recordó a su amado pueblo napolitano que Italia los trataba como “africanos”. Se metió en un tema delicado. La factura del Mundial ’90 fue un doble doping: cocaína en 1991 en Italia y efedrina en 1994 en el mundial siguiente, el último de Havelange. El último suyo como jugador. 

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A último momento tuve que cancelar el viaje a Estados Unidos. Pero no ir al mundial me permitió ser testigo de otra de las imágenes maradoneana más poderosas que guardo. La tristeza popular en Buenos Aires porque a Diego le habían cortado las piernas. Recuerdo como si fuera hoy esa mañana siguiente, llevando a mis hijas a la escuela y luego el viaje hacia la redacción de la agencia italiana ANSA, pleno microcentro. Jamás vi una Buenos Aires tan triste como aquella. Decenas de caras en el subte Línea B que miraban a la nada. Acaso ya intuíamos que todo sería distinto sin Diego. Que sin él nuestros mundiales serían otra cosa. En 1994, importó más su expulsión que la eliminación de Argentina al día siguiente contra Rumania. Y cero enojo con él. A Diego ya le perdonábamos todo desde hacía mucho tiempo. 

De los mundiales siguientes (este artículo intenta ser un homenaje, un agradecimiento, imágenes que rescato después de haber escrito tanto sobre Diego en estos últimos días) recuerdo Sudáfrica 2010. El Diego-DT, aquella pelota que le cayó en la banda, en la goleada contra Corea del Sur, y él, zapatos negros, impecable traje gris, respondió de taco. Alguna vez lo imaginaron de smoking blanco en una velada de gala. Y una pelota embarrada que cae del cielo y él que igualmente la para de pecho. La pelota no se mancha. El smoking sí.

En la apertura de Brasil 2014 Diego quedó perdido dentro del estadio y una empresaria lo refugió en su palco. Se indignó con los insultos del público blanco a Dilma Rousseff, aviso del Jair Bolsonaro que estaba llegando. El Diego de la Patria Grande. Del Sur eterno. Incluido ese final también a puro barro, dirigiendo a un Gimnasia que peleaba el descenso. ¿Cómo obviar el Sur si Diego fue algo así como nuestro Muhammad Alí de Villa Fiorito? “De una patada en el culo -dijo una vez- pasé de Villa Fiorito a la cima del mundo”. 

A Diego lo habían matado por enésima vez en Rusia 2018, su último mundial, aquel en el que no fue a visitar a Vladimir Putin porque era de mañana. Y él de mañana duerme. Dormía, perdón (todavía no me acostumbro, llevará un tiempo). Mientras dormía, dicen los informes, murió el 25 de noviembre de 2020. La dimensión de su figura la vemos en estas horas. Homenajes en todas las canchas del mundo, en todos los deportes, en todas las camisetas. Hasta la sagrada camiseta negra All Black. Aquella que, según el mito, no debe tocar el piso. Y que sí tocó ayer el césped con su nombre. “Jugarás por aquellos que usaron esta camiseta antes y la dejarás en un lugar mejor”, reza el manual All Black. Es “El Legado”, como le dicen en Nueva Zelanda.

La magia y los golazos, la belleza y la desigualdad son imágenes universales. Pero me quedo con otra escena final. La única vez que estuve casi en un mano a mano con él. Italia 90. Yo no miraba su cara, sino su tobillo. Diego me respondía mientras corría sobre una cinta con un tobillo que parecía un melón. Así, con ese tobillo imposible, llevó a la Selección a otra final. Ahí aprendí a respetar no solo al artista. Sino ante todo al guerrero. Al guerrero que un día se cansó de ser Maradona.

Soy periodista desde 1978. Año de Mundial en dictadura y formidable para entender que el deporte lo tenía todo: juego, política, negocio, pueblo, pasión, épica, drama, héroes y villanos. Escribí columnas por todos lados. De Página 12 a La Nación y del New York Times a Playboy. Trabajé en radios, TV, escribí libros, recibí algunos premios y cubrí nueve Mundiales. Pero mi mejor currículum es el recibo de sueldo. Mal o bien, cobré siempre por informar.