No puedo respirar

El asesinato de George Floyd despierta una ola de movilizaciones comparable a la de 1968. Con la tensión social en aumento, Trump se juega la reelección.

¡Buen día!

Es un placer darte la bienvenida a una nueva edición de #MundoPropio, un newsletter de política internacional que últimamente persigue una única meta: sobrevivir al 2020. 

También me gustó un tuit que decía que “el 2020 dejó a Years and years» como la trama de una novela sentimental de Polka”. En fin. 

Hoy vamos a dedicar el correo a lo que está pasando en Estados Unidos. Como no vamos a poder abordar todas las aristas, me gustaría hacer foco en tres: 

  1. El carácter estructural de las demandas que motorizan el levantamiento, desatado luego de un episodio que es moneda corriente en el país. No es una olla que se destapa. 
  2. El contexto de una pandemia que ha causado más de 110 mil muertes y ha afectado de manera desproporcionada a la población negra, sumado a un aumento de la tensión racial en los últimos años y un clima político y social cada vez más convulso y polarizado. 
  3. El impacto de esas divisiones –y fracturas– en el sistema político, en un año electoral donde Donald Trump se juega la reelección. 

Empecemos.

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“Nos tratan peor que a sus animales”

Hasta el 2018, Melissa McKinnies se definía como “activista”, así, a secas. Para ese entonces su nombre ya era conocido en Ferguson, una ciudad en la periferia de St. Louis, Missouri, que ostenta una de las mayores tasas de segregación racial en el país. En el 2014, cuando un policía blanco asesinó a Michael Brown, un joven afroestadounidense de 18 años, y no fue ni siquiera imputado, Melissa fue una de las referentes de la protesta que rápidamente se convirtió en revuelta y desató un debate nacional acerca de la brutalidad policial contra la comunidad negra. Fue uno de los dos casos que dieron origen al movimiento Black Lives Matter. 

Melissa también estuvo en las protestas del 2017, cuando el policía que unos seis años antes había disparado y matado a Anthony Lamar Smith, también en St. Louis, fue absuelto. 

El 17 de octubre de 2018, Melissa encontró el cuerpo de su hijo, Danye Jones, en el patio de su casa. Había sido linchado hasta la muerte. La policía, sin embargo, estableció que se trataba de un suicidio y dio el caso por terminado. Ella, su familia y la comunidad local saben que fue un asesinato. Melissa cree que fue una represalia por su rol en las protestas de los años anteriores; en una entrevista reciente había declarado que sus hijos eran su debilidad, y ahora Danye, de 24 años, estaba muerto. A partir de ese momento, Melissa se define como “Madre de Danye Jones. Madre de un hijo linchado. Madre del movimiento”. 

Del vídeo de 9 minutos en el que George Floyd está acostado en el suelo con la rodilla de un policía en el cuello hasta asfixiarlo, la parte que más impactó en Melissa, la que todavía sigue dando vueltas en su cabeza, es cuando Floyd pide por su madre justo antes de morir. “Fue como escuchar a mi hijo llorando por mí. Sentí su dolor”, me dijo cuando conversamos el martes.“Fue un asesinato sin excusa. Cometido con odio y cobardía, pero también con autoridad. Cuando ves la cara del policía, donde pone la rodilla, ves un mensaje: si no nos obedeces te puede pasar esto. Ellos saben que tienen un Presidente que los va a absolver y proteger. Tienen un sistema que los va a proteger”. 

“El racismo –continuó– no se fue a ningún lado. Tratan mejor a sus animales que a los negros”. Para Melissa el sistema es el gobierno y el Presidente, el Congreso, los médicos, los policías, los jueces, los medios. “No está construido para nosotros. No nos protege. Lo hemos visto una y otra vez. Hemos sido abusados por mucho tiempo y eso duele. Espero realmente que pueda cambiar. Que cuando somos asesinados lo vean como algo injusto. Hasta que eso ocurra estamos por nosotros mismos”.

Para Valeria Carbone, autora del libro “Una historia del movimiento negro estadounidense en la era post-derechos civiles (1968-1988)”, lo que vemos en estas semanas es una explosión cíclica de un problema histórico. “La sociedad estadounidense poscolonial se organizó en términos raciales y binarios. Las pautas culturales, económicas y políticas se construyeron con ese criterio racial, con el supuesto de que los blancos eran superiores a los negros. Es un sistema construido sobre esa opresión. En el Siglo XXI vemos una sociedad que a pesar de ciertos progresos todavía tiene un problema de racismo institucional muy marcado”, me explicó. 

Y no es que la superficie sea muy robusta tampoco:

  • La tasa de pobreza de la población negra en EEUU supera el 20% y duplica al de la población blanca (9%).
  • Uno de cada 1000 ciudadanos afroestadounidenses muere en enfrentamientos con la policía, una tasa entre dos y tres veces más alta que en el caso de ciudadanos blancos.
  • Sus tasas de encarcelamiento también son mucho más altas. Un ciudadano negro en Estados Unidos tiene seis veces más probabilidades de ser encarcelado que un ciudadano blanco. Pese a ser el 13% de la población total, representan el 33% de la población carcelaria. 
  • Solo el 22% de los jóvenes afroestadounidenses se gradúan de la universidad, comparado al 42% de los jóvenes blancos. 

Cualquier análisis sobre el levantamiento, que se extendió por buena parte del país, debe empezar por este escenario estructural. A eso deberíamos sumarle el lugar,  Minneapolis, una ciudad que ostenta una de las brechas raciales más pronunciadas del país. Y advertir que el contenido de la protesta fue idéntico al de años anteriores. George Floyd fue asesinado el lunes; Derek Chauvin, el policía que lo asfixió, fue procesado el viernes; los otros tres policías que estaban ahí y no lo detuvieron fueron procesados ayer. Tuvo que pasar más de una semana, las protestas tuvieron que desbordar y quemar medio país, el video del asesinato tuvo que reproducirse por todas las redes sociales, para que la justicia haga su trabajo. 

La pandemia contribuyó a la extensión de las protestas al haber aportado un retrato vivo de esta desigualdad estructural. Según un reporte publicado en abril, la tasa de mortalidad en comunidades donde la población negra es mayoría fue seis veces más alta que en las de mayoría blanca. Esto se explica por una mayor exposición al ocupar más trabajos esenciales, con la realidad de vivir en comunidades donde el hacinamiento es más probable, pero también con las decisiones que toman los médicos sobre a quién darle prioridad ante el colapso. Son, además, los más afectados ante la pérdida de empleos. Según una encuesta reciente, el 75% de los afroestadounidenses está “muy preocupado” por el daño desproporcionado que están sufriendo ante la pandemia, comparado con el 40% de latinos y 30% de blancos. Son también los que menos confían en la respuesta de las autoridades locales y nacionales. La brecha más pronunciada es con la policía: apenas un 36% de la población negra confía en su polícia local, comparado con el 77% de la población blanca.

La coyuntura nacional también se prestó a la escalada: más de 110 mil muertos y 40 millones de ciudadanos pidiendo seguros de desempleo junto a un presidente que ha oscilado entre la negligencia y la provocación, ¿qué puede malir sal?

Caos y furia en el país de países

Sumemos un elemento más. Es imposible comprender las dinámicas políticas recientes del país sin advertir la creciente tensión racial. La pregunta que vos y yo nos hicimos en 2016 –¿cómo pasa un país de elegir por primera vez a un presidente negro a un presidente como Donald Trump?– parece pertinente en un momento donde todo parece volar por los aires.

El argumento es de Ezra Klein, que resalta que la llegada de Obama a la presidencia, aún advirtiendo sus serias limitaciones para impulsar políticas públicas transformadoras, fue un quiebre en la llamada “política racializada”. Dicho simple: la mera llegada de un afroestadounidense a la presidencia dividió notablemente a los dos partidos no solo por su composición racial sino por su visión sobre temas raciales. Está separación condicionó la mirada sobre otros temas. Según compila Michael Tesler, la brecha racial en el apoyo a Obamacare fue 20% mayor que cuando Bill Clinton presentó un plan similar, por ejemplo. Las percepciones sobre la economía también comenzaron a variar significativamente según el color de piel. Cuanto mayor el resentimiento racial, mayor la percepción de que la economía va por mal camino. 

Según Klein, el resentimiento racial que encubó la era Obama fue clave para la victoria de Trump en las primarias y posteriormente en las presidenciales. Una encuesta del 2016, el año en el que Trump llegó al poder, registró que el 57% de la población blanca en Estados Unidos estaba de acuerdo con la afirmación “La discriminación contra los blancos es un problema tan grande hoy como la discriminación contra los negros y otras minorías” y un porcentaje similar se registró con millennials. Cualquier observador de un rally de Trump en 2015, en el que figuraban proclamas del estilo “White Lives Matter” o flameaban banderas de la confederación, reivindicando el sur esclavista de Estados Unidos, puede advertir que la idea de una “identidad blanca” fue central en la apelación del discurso de Trump. Y la mejor manera de activar la identidad es cuando esta se ve amenazada. 

La agitación racial en el discurso de Trump cuenta también una realidad demográfica: Estados Unidos es cada vez más diverso y menos blanco, y no falta mucho para estos dejen de ser mayoría. Esto refuerza en muchos casos la idea de una amenaza. 

Desde su llegada al poder, utilizando una retórica inflamada, negándose a condenar marchas supremacistas como la de Charlottesville en 2017, indultando policías y militares abiertamente racistas y firmando decretos que empoderan las comisarías, Trump profundizó notablemente esta tensión racial, que hoy vive el momento más álgido desde las revueltas del 68, desencadenadas luego del asesinato de Martin Luther King.

Las imágenes de esta semana, que incluyen movilizaciones en todo el país, cacerolazos, saqueos, incendios, enfrentamientos entre manifestantes y policías y posteos antirracistas en todo tu Instagram de famosos yanquis, donde la población afroestadounidense recibe solidaridad de otros grupos sociales, también reflejan otra realidad: Estados Unidos alberga desde hace tiempo al menos dos países en uno, y la contradicción entre ambos es cada vez más evidente. Son las ciudades y las zonas rurales. El #MeToo y la mayoría silenciosa. La conciencia ambiental y las restricciones al acceso al aborto y el voto en el sur del país.

Los dos partidos reflejan estas divisiones. El país está polarizado. “Los votantes de uno y otro partido son cada vez homogéneos hacia dentro, donde los clivajes sociales tienden a coincidir”, me explicó Marcelo Leiras, director del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de San Andrés. “Lo que contribuye a la polarización es que la homogeneidad interna crece entre los grupos sociales que se identifican con uno y otro partido mientras se refuerza la hostilidad hacia afuera”. En los últimos años, la hostilidad entre republicanos y demócratas ha crecido exponencialmente. Marcelo agrega a este fenómeno el hecho de que los espacios de convivencia entre los grupos que se identifican con uno y otro partido son cada vez más limitados. Esto incluye tanto la segregación física como las diferentes pautas en el consumo de información y medios masivos.

Estos cambios han alterado la política partidaria de una manera singular: los demócratas deben apelar a una coalición cada vez más diversa; los republicanos son cada vez más dependientes de los votos blancos.

Las escenas de tensión que vive el país parecen ser tanto el reflejo como el motor de esta fractura social. Pero así como los dos partidos representan grupos sociales cada vez más separados entre sí, con la cuestión de la visión racial como elemento crucial, hay demandas que quedan sin representación. “El Partido Demócrata muestra una desconexión profunda de movimientos sociales que han emergido por izquierda, como el Occupy Wall Street o el Black Lives Matter. La protesta de esta semana dice algo sobre ese problema de representación. Los Demócratas no se hacen cargo de la cuestión racial en su plenitud, no son capaces de articular una agenda de justicia social y reparación que represente a los afroestadounidenses pobres, por ejemplo”, me apuntó Marcelo. Esto contrasta fuertemente con el Partido Republicano, que sí ha sabido cortejar demandas de movimientos sociales como el Tea Party o religiosos como los evangélicos.

“Estamos hartos”, me dijo Melissa. “Este es el momento de obtener justicia, y no vamos a parar hasta obtenerla. Esto es solo el comienzo”. Le pregunté sobre las voces, muchas veces desde sectores progresistas, que trazan una distinción entre protestas pacíficas y violentas. “Ellos no pueden decirnos cómo estar enojados. No pueden decirnos cómo sentirnos cuando nunca experimentaron nuestro dolor. Hemos sufrido violencia por siglos. Hemos sido violados, linchados y asesinados por siglos. No es justo que nos digan cómo estar enojados. ¿Quemar edificios? Eso no es nada con lo que nosotros hemos sufrido. Los edificios tienen seguros, pueden ser reconstruidos. No hay ningún seguro que nos devuelva la vida de nuestros hijos negros”. 

Melissa destacó algo que no ocurría en revueltas anteriores: son muchos los ciudadanos blancos que están marchando a su lado. Dice que eso le parece muy bien, mientras no sean ellos quienes lideren las protestas. Que ya han visto varias veces como otros lideran, queman y saquean en su nombre. 

Otra consigna se pronuncia fundamental para el futuro inmediato: salir a votar.

El presidente de la Ley y el Orden

“Cuando empiezan los saqueos, empiezan los disparos”, dijo Trump ante el desborde de las protestas. La frase le corresponde a un jefe policial de Miami que le declaró la guerra a los manifestantes en el 67, y luego fue repetida en la campaña del 68 por el candidato abiertamente segregacionista George Wallace. En un mensaje dirigido a todo el país, Trump se autoproclamó “el presidente de la Ley y el Orden”, evocando el discurso de otro republicano del 68, Richard Nixon.

Los paralelismos con las revueltas del 68 encuentran un pilar en las similitudes de años electorales y republicanos prometiendo orden. En el 68 había una guerra en Vietnam y asesinato de líderes políticos. Ahora hay pandemia. Pero Trump, a diferencia del Nixon de aquella época, es Presidente y no un candidato opositor. El es responsable del desorden.

Las protestas se extendieron por todo el país y más de la mitad de los estados, entre ellos varios gobernados por Demócratas, han acudido a la Guardia Nacional. 

Trump también amenazó con invocar la “ley de insurrección”, para que sea el Ejército quien reprima las protestas. El Pentágono, mediante el Ministro de Defensa, se ha opuesto al despliegue. El anterior Ministro también ha criticado la actitud del Presidente y no son los únicos republicanos alarmados ante la retórica de Trump.

Trump se aferra a la guerra contra los “manifestantes violentos”, la “izquierda radical” y los “anarquistas” para la reelección, en buena parte porque el libreto económico está despedazado y cualquier cosa que pueda desviar el foco del manejo ante la pandemia es útil. La polarización de la que hablamos antes sumado a la sensibilidad conservadora ante las escenas de desborde parecen convertir el escenario en un tiquete de oro. Según relata Omar Wasow, profesor de la Universidad de Princeton, los distritos que bordeaban con las áreas más afectadas por las revueltas en el 68, tenían entre seis y ocho más posibilidades de votar por Nixon. Mi impresión es que si antes había pocas certezas respecto al resultado electoral, ahora las hay menos.

Pondría el ojo en cuatro cosas.

  1. ¿Puede Biden sacar a la gente a votar? La balanza puede cambiar si el impulso de las protestas se traduce en un aumento en la participación electoral de la población negra y otras minorías. Hasta ahora Biden no parece ser un candidato particularmente atractivo,  su rol en las protestas ha sido más bien pobre (esta semana dijo que “va a ser mejor” que los policías aprendan a “disparar en las piernas antes que al corazón” ante una persona desarmada) y es particularmente desagradable entre los jóvenes, un elemento central de la revuelta de estos días. En un país donde el voto no es obligatorio, no alcanza únicamente con no ser Trump.
  2. ¿Cómo va a ser el impacto de las revueltas en los suburbios? Este promete ser un terreno de disputa. En 2016, las ciudades votaron abrumadoramente por el Partido Demócrata y las zonas rurales por el Partido Republicano, que ganaron por 4 puntos los suburbios. Estos, en el 2018, fueron clave para la victoria demócrata en las elecciones de medio término. De perfil más moderado e independiente, la actitud de los suburbios en los estados donde se va a definir la elección –swing states– puede inclinar la balanza para uno y otro lado.
  3. ¿Cuán grande es la mayoría silenciosa? Trump apela a una masa de votantes que no salió a votar en 2016 y ahora, ante la situación de desborde, votaría por él. Se trataría, admiten estrategas demócratas, de un buen porcentaje de blancos sin título universitario –una demografía clave para Trump– que podría tener más peso que cualquier aumento en la participación electoral empujada desde la izquierda.
  4. La legitimidad de las elecciones. Antes de las protestas ya había voces que señalaban que el clima agudo que respira el país, el hecho de tener a Trump como presidente y su rechazo a los cambios que puede implicar la pandemia en cómo se vota (Trump calificó a la expansión del voto por correo como una herramienta de fraude) plantean serias dudas sobre cómo se va a desarrollar y procesar la elección. La tensión de esta semana empeora el panorama. “Está a prueba la salud institucional de la democracia norteamericana”, apunta Marcelo.

Las protestas han desbordado las fronteras del país. Manifestaciones en las embajadas de Londres y París han atraído decenas de miles de personas. Todo el mundo está mirando a Estados Unidos. Esa debería ser la mejor punta para empezar a pensar su posible impacto hacia fuera.

O quizás recordar que el sábado se activó una nueva misión espacial. Estados Unidos, en colaboración entre la NASA y SpaceX, ha revivido la carrera espacial. La atención, sin embargo, estuvo puesta en otro lado. El lanzamiento fue exitoso. Otro estallido fue el que tomó las calles. Uno que aturdió pero no sorprendió. Algo parece haberse acomodado. 

QUÉ ESTOY LEYENDO

Para romper un poco con este clima global, hoy te quiero recomendar este texto de Leila Guerriero sobre la libertad y el miedo. Me pareció exquisito y creo que no deberías privarte.

PICADITO

  1. Bolivia: las elecciones presidenciales serán el 6 de septiembre.
  2. Hong Kong no podrá conmemorar la revuelta de Tiananmen por primera vez en 30 años.
  3. Suecia reconoce sus fallas en la estrategia ante el coronavirus.
  4. Trump dice que es “sentido común” readmitir a Rusia en el G7; acerca posiciones con Putin.
  5. Sudáfrica: la justicia declara inconstitucionales las medidas de aislamiento y obliga al gobierno a flexibilizar la cuarentena. 

LO IMPORTANTE

Me gustó este meme sobre el cajero que reclamó por el billete falso en un autoservicio en Minneapolis, por el que Floyd fue detenido y asesinado. 

Esto fue todo por hoy. Espero que te haya gustado. Gracias por haber llegado hasta acá.

El jueves la seguimos.

Un abrazo,

Juan

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Creo mucho en el periodismo y su belleza. Escribo sobre política internacional y otras cosas que me interesan, que suelen ser muchas. Soy politólogo (UBA) y trabajé en tele y radio. Ahora cuento América Latina desde Ciudad de México.