Matar a un periodista

Dom Phillips y Bruno Pereira murieron en el Amazonas. Estaban ahí por un libro. Terminaron envueltos en una historia como las que perseguía el cronista.

No es posible afirmarlo, porque la pregunta no va a llegar a destino y el periodista carece así de su fuente primaria, pero sí puede suponerlo: Dom Phillips difícilmente hubiese imaginado morir en el Amazonas cuando llegó a Brasil, en el año 2007.

Vivía por entonces otra vida. Escribía sobre música electrónica y fue justamente un libro sobre la escena lo que lo llevó a San Pablo, donde estaba un DJ que conocía. Antes había sido editor de Mixmag, una icónica revista musical que floreció en los noventa en Londres. Dom seguía la cultura rave con dedicación. El viaje a Brasil era más bien una excusa para quedarse un tiempo, en principio un año, y terminar el libro.

Sylvia Colombo, otra formidable periodista y una de sus primeras amigas cuando llegó a San Pablo, dice que Dom ya estaba buscando un cambio de vida al llegar a Brasil. Como sea, lo encontró rápido. Se hizo un grupo de amigos, comenzó a interiorizarse en el país, reemplazó las raves con el samba. “Yo solía decirle que él era más brasileño que nosotros. Nos invitaba a ruedas de samba en la periferia de San Pablo. Quería absorber todo”, me contó Sylvia el lunes pasado.

Unas horas antes de nuestra videollamada, la Embajada de Brasil en Reino Unido se comunicó con la familia de Philips para avisarles que habían encontrado su cuerpo junto al de Bruno Pereira, el experto en pueblos indígenas que guiaba a Dom en el Amazonas. Pero la información fue desmentida por la Policía Federal y grupos locales: los cuerpos no aparecieron el lunes sino el miércoles. Por eso Sylvia me hablaba de Dom en presente. Antes que una cuestión de buen gusto es una forma de la verdad. Así, pienso ahora, deberían hablar todos los periodistas.

La estancia en San Pablo duró unos años, hasta que Dom se trasladó a Río de Janeiro. Pasaban dos cosas. Lo primero es que el periodista ya escribía sobre otros temas, desde economía y energía hasta cultura y política, y para hacerlo era mejor estar en Río. Así, Dom continuó una fructífera etapa de colaboraciones que incluyó al Financial Times, The Washington Post, The Guardian, en suma, medios de élite, medios en los que los periodistas todavía soñamos con escribir. Lo segundo es quizás más noble, y es que Dom, amante de la naturaleza, prefería un paisaje como el de Río antes que la metrópolis paulista. En su nueva ciudad podría, por ejemplo, practicar stand up paddle (surf de remo), una de sus obsesiones.

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Siguieron años convulsos, porque Brasil por ese entonces importaba mucho. Recuerden conmigo: la operación Lava Jato, que trastocó la política a partir del 2014, año a su vez del Mundial de fútbol, seguido por unas Olimpiadas, que coincidieron con la destitución de Dilma Rousseff. Luego meten preso a Lula; Bolsonaro llega al poder. Y Dom, que hace apenas unos años escribía sobre música electrónica en una posición segura mientras la industria de las revistas se caía a pedazos, ahora es una máquina de producir reportajes en un país del tamaño de un continente, un país que habla otra lengua, una lengua que ahora domina. Pero Dom también escribe sobre otros temas, como el cambio climático. Pone sus ojos en el Amazonas. Se obsesiona. Lo hace, no está de más decirlo, unos años antes de que el tema fuera tendencia en todos los principales medios. Él se anticipa.

Llegó un momento, siempre llega, en que Dom se saturó. “Ya no quería hacer notitas”, me dijo Sylvia. Quería una vida más tranquila, sin la presión del breaking news, y con menos pestañas abiertas. La idea de un libro sobre el Amazonas empezó a tomar forma. Andrew Fishman, también periodista, también formidable, se hizo amigo de Dom en su etapa en Río. Después de una década como corresponsal en Brasil, Phillips ya se había convertido en una referencia ineludible para los recién llegados, especialmente los de habla inglesa. Fishman aterrizó en Río en 2014 para abrir la sucursal brasileña de The Intercept.

Andrew y Dom (Alberto Armendariz)

“Quería hacer algo más tangible y real, fuera de la vorágine digital, que muchas veces puede ser manipulada”, me dijo Andrew sobre el libro, cuyo título tentativo era Cómo salvar el Amazonas. “El foco no era solamente denunciar lo que estaba pasando sino sobre cómo encontrar un futuro más viable, con la voz de todos los actores de la zona”.

Andrew ayudó a Dom en su aplicación para conseguir fondos de la Alicia Patterson Foundation, con los que se disponía a escribirlo. Había tomado también otras decisiones, como mudarse a Salvador junto a Alessandra, su esposa. Por un lado, iban a estar más cerca de la familia de ella. La pareja además había decidido adoptar un hijo, y el proceso era más fácil que en Río. Pero también había razones económicas: la vida en Salvador es más barata y el lugar queda más cerca del Amazonas, por lo que los viajes iban a costar menos.

El viaje que Dom emprendió a principios de junio era el quinto desde que había comenzado a reportear para el libro. Sylvia hizo un zoom con él un mes antes. Dom le contó de sus problemas económicos: los fondos del subsidio ya no le alcanzaban y no quería volver a escribir notas freelance. El plan era terminar el reporteo en estos meses, encerrarse a escribir lo que le faltaba del libro –la mitad– y entregar a fin de año. “Estaba obsesionado con el libro”, me dijo Sylvia. “Quería que tuviera las voces de todos”.

“Ese viaje no se debería haber hecho. No tenía los fondos”, me dijo Andrew. Con un par de llamadas podía haber alcanzado, sugirió después. Dom ya había estado ahí. Volvió porque quería perfeccionar el registro de voces, pulir el reporteo. De verdad se había obsesionado.

El 5 de junio, con el trabajo realizado, Dom y Bruno emprendían el camino de regreso desde el Valle del Javarí. Nunca más los volvieron a ver.

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El Valle del Javarí es una zona del Amazonas que tiene el tamaño de un país (en esto los periodistas no acuerdan: hay quienes la comparan con Portugal, otros con Marruecos o Panamá; todos quieren decir lo mismo: que es muy grande), una tierra de selvas y ríos que funcionan como carreteras. Su cercanía con las fronteras de Perú y Colombia lo convierte en un lugar estratégico para todo lo que lleva el peso de la ilegalidad: pesca, minería, narcotráfico. El valle es una fuente de recursos y una ruta hacia otros mercados. Pero es también, y sobre todo, el lugar donde vive la mayor cantidad de tribus no contactadas del Amazonas.

El tema es espinoso y, entiendo ahora, apasionante. Hablamos de tribus para las que permanecer aisladas es tanto un deseo como un proyecto existencial: una mera gripe puede extinguirlas. Según la Constitución brasileña, estos grupos tienen derecho a permanecer aislados siempre y cuando no haya una amenaza seria que justifique el contacto. No todas las tribus tienen, por cierto, el mismo grado de aislamiento. Dentro de algunas comunidades hay personas que se ocupan de contactarse con las autoridades o con miembros de otras tribus en caso de ser necesario. El órgano estatal que se ocupa de todo esto se llama Funai: Fundación Nacional del Indio.

Bruno Pereira trabajó ahí hasta el 2019, cuando fue desplazado. Ese año comenzó con la asunción de Jair Bolsonaro, que marcó un punto de inflexión en la política hacia el Amazonas. El ex capitán del Ejército llegó al poder con un discurso que promovía una mayor explotación económica de la zona mientras se oponía al aislamiento de tribus indígenas. “Ellos ya son casi como nosotros y quieren integrarse”, dijo hace poco. En su gobierno se expandió la deforestación y creció la violencia en la zona, que sufrió una mayor presencia del comercio ilegal. Los problemas, que eran previos a Bolsonaro, se agravaron. El trabajo de personas como Pereira, que conocía como pocos la zona, quedó más expuesto.

Hace unos años que Bruno oficiaba también de guía para los periodistas que pisaban el terreno. El texto que escribió Dom en 2018 sobre las tribus aisladas, de hecho, arranca así: “Vistiendo apenas pantalones cortos y chancletas mientras se acuclilla en el barro junto a una fogata, Bruno Pereira, funcionario de la agencia indígena del gobierno de Brasil, abre el cráneo hervido de un mono con una cuchara y se come el cerebro de desayuno mientras habla de política”.

(No hace falta que lo diga, pero un periodista que decide comenzar así una nota es un periodista que se preocupa por las formas y cuida su escritura; un periodista que sabe, en cualquier caso, que el cómo importa casi como el qué. Porque ese comienzo tiene música).

Monica Yanakiew, adivinen, también es periodista. Conoció a Bruno en noviembre de 2021, cuando se embarcó en el Valle del Javarí para un reportaje para la cadena Al Jazeera. Bruno fue su llave y su guía, en un viaje que tuvo dos etapas. La primera fue solo para llegar ahí y duró dos días: después de aterrizar en Manaos voló a Benjamin Constant, luego se subió a un barco hasta Atalaia do Norte –el pueblo al que estaban intentando llegar Bruno y Dom en su viaje– y de ahí otro barco para recorrer el valle. Allí comenzó la segunda etapa, una expedición de doce días. Antes de llegar, Bruno les había dado al equipo indicaciones precisas: la cantidad de combustible que debían tener, el tipo de hamacas para dormir, cómo protegerse de los mosquitos.

Bruno estuvo a su lado los doce días. En el medio, Mónica cumplió años, por lo que el equipo organizó una pequeña celebración que incluyó una torta de chocolate. “Le dije que él había sido el mejor regalo de cumpleaños que jamás tuve. Siempre quise ir al Amazonas, y ser guiada por alguien que conoce tan bien el área fue un privilegio”, me contó Mónica cuando hablamos, el martes. Yo la escuchaba con envidia. “Es un apasionado”, dijo, también con una obstinada negación en usar el tiempo pasado.

Mónica y Bruno (gentileza Mónica)

Cuando lo conoció, Bruno ya estaba alejado de la FUNAI e integraba la órbita de Univaja (Unión de Pueblos Indígenas del Valle de Javari), con la que colaboraba en tareas de patrullaje. Mónica recuerda que, en uno de los viajes, Bruno y sus colegas indígenas, que iban armados, frenaron para recoger una bolsa de sal gruesa, que se usa para almacenar el pescado. Era una pista. Si llegaban a dar con una embarcación de pesca ilegal (que a diferencia de lo que uno puede pensar son modestas canoas individuales, a veces con indígenas locales como conductores), el grupo entonces debía detenerla y confiscar el pescado. Es lo mismo que decir que Bruno y sus colaboradores hacían el trabajo que tiene que hacer el Estado.

Bruno no aparece en la nota de Mónica, fue un guía invisible que pidió no ser nombrado. Ya había comenzado a recibir amenazas. Lo querían muerto. En un audio reciente, se lo escucha denunciando a un grupo de pescadores que lo había apuntado con armas. Fue el último capítulo de una larga saga de advertencias.

El Estado podía haberlo protegido, pero no lo hizo. Tampoco comenzó de inmediato con su búsqueda y la de Dom, cuando sus desapariciones ya eran noticia. No son las únicas sombras del caso. El pescador que confesó los asesinatos, un hombre llamado Amarildo da Costa de Oliveira, portaba municiones solo permitidas para las Fuerzas Armadas. Cuando quedó preso, sus primeros defensores fueron dos funcionarios judiciales de ciudades cercanas, que luego renunciaron cuando corrió la noticia. La semana pasada, antes de que encontraran los cuerpos, la familia del pescador denunció que fue torturado y obligado a confesar por la Polícia. Esta ya avisó que más personas podrían estar involucradas, además de los tres detenidos. Faltan piezas. Los cuerpos fueron identificados el fin de semana. Las familias esperaban como si se tratara de un trámite macabro.

La trama se parece a las historias que perseguía Dom.

***

La semana en la que Dom y Bruno desaparecieron, la primera de junio, yo pensaba dedicar este newsletter al periodismo. Quería hablar sobre ser periodista en América Latina, una de las regiones más letales para practicar el oficio. De cómo en México, para poner un ejemplo, murieron ya once periodistas en lo que va del año.

Pero ese iba a ser el pie para hablar de otras cosas, porque eso es en general lo que tratamos de hacer: hablamos de una cosa para hablar de otras. La obsesión es un líquido que penetra los textos e invade todas las coberturas, y yo quería darle lugar precisamente al periodismo y las obsesiones. Al oficio. No eran, no son, semanas comunes. No para mí, al menos. El 7 de junio, día del periodista, Cenital, un medio que tuve –y tengo– el privilegio de integrar desde el comienzo, cumplió tres años. Hoy, lunes 20 de junio, este newsletter cumple también tres años. Y hoy es mi cumpleaños también (no creo que esta coincidencia de días vaya a repetirse otra vez, pero quién sabe).

Quería hablar, como recordaron buena parte de las publicaciones que vi ese siete de junio, de la falta de trabajo y de la precarización, pero para señalar otra cosa. No quiero minimizar el problema, que es bien grande, estructural y básico, porque no se puede defender nada sin puestos de trabajo. El problema, por cierto, también es global: que Dom Phillips, un periodista consagrado en la élite de los medios, no haya podido tener los fondos suficientes para su cobertura ya nos dice algo.

Lo que yo quería decir es que también es importante luchar contra otro frente, que es el cinismo. La idea, cada vez más arraigada, de que lo que hacemos perdió sentido. De que los tiempos del buen periodismo terminaron. Que lo que queda es resignarse a un mercado gobernado por la tiranía de los clics y los nuevos formatos, una democracia de la indignación que prescinde del periodismo y su belleza, una forma de arte que requiere –lo sabemos– de tiempo y vocación de informarse. Esa misma masa de indignados que dice que los periodistas son todos corruptos y amorales, un tipo humano no deseado, carroñeros de aplausos, ególatras de salón (digital).

Debo reconocer que esa preocupación es también personal. Porque es la primera vez en estos breves pero tumultuosos años que dudo acerca del oficio. Es una duda distinta a las que tuve antes, mucho más visceral y por ende más nociva. Víctima de ese mismo cinismo del cual advierto, a mí también me cuesta cada vez más encontrarle sentido a esto. Lucho con un libro que temo que no le interese a nadie, quiero hacer cosas –como viajar al Amazonas al igual que Mónica– para las cuales parece ya no haber plata, idolatro a figuras que triunfaron en formatos que hoy tienen su muerte decretada. El problema, me digo cuando las sesiones de flagelo apenas comienzan, es que nací en la época equivocada.

Por eso fue un acontecimiento encontrarme con la historia de Dom Phillips. Leyéndolo me doy cuenta de que él practicaba un periodismo en el que creo. Un periodismo que se exige, que está dispuesto a todo con tal de ponerse al servicio de la historia. Un periodismo que cuida de las formas y se preocupa por el tono. Uno que deja lugar a las voces, que duda, que desarticula visiones simplistas. Hablando con sus amigos me doy cuenta, o quizás solo quiero creer, que a él también se le iba la vida en esto. Que era un hombre obstinado y devoto, cuya manera de estar en el mundo era contarlo.

Por cierto que también tenía un proyecto moral. Su libro no buscaba una tirada de aplausos sino un aporte a la discusión sobre cómo salvar al Amazonas y especialmente a la gente que vive ahí. Hay en esa carrera un espacio reservado para algo mucho más grande que el propio ego. Hay, además de otras personas, ideas e ideales. Una preocupación por las grandes cosas que importan. Por eso me cuesta creer, cuando me defiendo del cinismo, a la gente que mete a los periodistas en esa bolsa de la banalidad. Me arriesgo a decir que solo la minoría entra en esas etiquetas: la mayoría de los periodistas que conozco son honrados y, a su manera, pelean por lo que creen.

Lo digo así, quizás apurado pero de seguro alentado por la historia de Dom. Su búsqueda de trabajar en las cosas que disfrutaba, así como la sumersión en otros intereses y otras vidas, me conmueve. Quiero que sea un antídoto contra el cinismo, contra las voces como las que escucho ahora mientras escribo esto. ¿Te parece contar esto? ¿Acá? Vas a dar cringe. Son las mismas voces, la misma tribuna contraria, que pregunta: ¿Para qué te vas a meter en periodismo? Te vas a morir de hambre. O: ¿Tanto esfuerzo por un libro? Si ahora nadie lee. A esas voces hay que correrlas del medio.

Siempre habrá lectores, como habrá oyentes y espectadores. Y si no, si son tan solo un puñado, o aunque no haya nadie del otro lado, igual lo vamos a seguir haciendo. Porque se nos va la vida en esto.

A algunos, como a Dom Phillips pero también a tantos otros, se les va de manera literal: los matan.

Y eso alguien tiene que contarlo.

Un abrazo,

Juan

PD: Los amigos y familiares de Bruno y Dom iniciaron una recolección de fondos. Si querés y podés ayudar, es acá.


Créditos de la foto de portada: Joao Laet/Agence France-Presse — Getty Images

Cree mucho en el periodismo y su belleza. Escribe sobre política internacional y otras cosas que le interesan, que suelen ser muchas. Es politólogo (UBA) y trabajó en tele y radio. Ahora cuenta América Latina desde Ciudad de México.