Lo más profundo es la piel

Este primer Hilo del año está dedicado al órgano más extenso de nuestro cuerpo: la piel. A través de libros, películas, fotografías y canciones, abordamos la capacidad que tiene para poner en contacto el adentro y el afuera.

Hola, ¿qué tal? Espero que hayas empezado 2022 lo mejor posible. Yo estoy haciendo la cuenta regresiva para irme de vacaciones. Creo que nunca las esperé tanto como ahora. 

Hoy voy a tocar un tema muy acorde a estas épocas –por lo menos para el hemisferio sur–. Voy a hablar de la piel. De las pieles. En momentos en que los calores se ponen intensos, inmediatamente las pieles empiezan a mostrarse y a tener un protagonismo cada vez mayor en nuestras vidas. Ya me pasó varias veces de salir a la vereda de mi casa y ver a hombres en cueros andando en bicicleta o caminando, refrescando su epidermis como si nada. También fotos de amigues asoleándose en playas las zonas del cuerpo que en general ocultamos durante el año bajo la ropa, posando en trajes de baño. Y hasta yo misma sufrí transformaciones en la piel por el sol implacable: mis pecas empezaron a agrandarse, mis brazos comenzaron a perder de a poco su palidez característica. 

La piel está ahí todo el tiempo con nosotras. Es un órgano que se extiende y nos recubre. Le salen pelos, lunares, verrugas, manchitas. Hay zonas más suaves y otras más ásperas o pinchudas. Puede estar seca, grasosa. Debemos protegerla, cuidarla, ponerle distintos ungüentos carísimos. Así que esta quincena nos ocuparemos de distintas manifestaciones culturales que la tienen como protagonista. Y buscando libros y películas para incluir acá, me di cuenta de que, más allá de ciertas metáforas del tipo “tiene al diablo en la piel” o de la pasión en relación al contacto de las pieles (“Your skin makes me cry”, dice Thom Yorke en “Creep”), se la tiene más presente cuando está magullada. Una piel con cicatrices, quemaduras o enfermedades llama poderosamente la atención. En cambio una piel sana, normalita, suele pasar desapercibida. 

Hablemos un poco de ella, a ver hasta dónde nos lleva.

Dibujos para siempre

La frase que da nombre a este news (“Lo más profundo es la piel”) está tomada de un poema aforístico de Paul Valéry incluido en La idea fija. Fue retomada por Deleuze en Lógica del sentido. La tengo presente hace mucho tiempo y me impacta comprobar que efectivamente es así. Una podría pensar que los otros órganos del cuerpo, que están más ocultos o interconectados, son los más “profundos” entre otras cosas porque no están ante nuestros ojos. Pero la piel es la encargada de poner en contacto el adentro con el afuera. Es el umbral de las sensaciones, de las temperaturas corporales en relación con las que tiene el mundo. La que puede almacenar una caricia, estremecerse o ponerse morada por un golpe. Ser testigos de su envejecimiento, de su flacidez, es también bastante impactante porque refleja que por dentro nos puede estar pasando algo similar. Así que nos llenamos de pociones esperando la magia. Y claro, hay también gente dispuesta a inyectarse, a transformarse la piel con cirujanos. Michael Jackson, sin ir tan lejos, se la quiso cambiar de color. ¿Sentimos por la piel o es la piel la que nos siente a nosotras? 

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Para ilustrar este Hilo, vamos a traer las imágenes de algunos tatuajes antiguos y de los cuerpos que los portan. Esos que se hicieron hace más de un siglo y que ya demostraban distintas formas del arte: la del dibujo, pero también la del trabajo con agujas sobre un lienzo vivo y mutante como la piel. Los tatuajes cambian el aspecto de las personas que los llevan y también se modifican con el tiempo. La tinta se va agrandando, las líneas se ensanchan o borronean. Pienso que tal vez sus significados también se transforman. 

Yo no tengo tatuajes. A esta altura del siglo XXI, parece una rareza. Estoy rodeada de gente que sí tiene. Nunca me atrajo la idea de hacérmelos y traté de reflexionar sobre los motivos. Creo que es, por un lado, porque soy indecisa y cambiante. Entonces un dibujo o motivo que hoy me gusta, tal vez en poco tiempo no me guste más. La idea de elegir algo de una vez y para siempre me pone nerviosa. Y ni hablar de la decisión sobre la parte del cuerpo a tatuar. Dificilísimo. Tampoco tengo mucha tolerancia al dolor físico. Así que arriesgarme a sentir dolor no me parece un gran plan. Pero creo que un motivo más profundo tiene que ver con la historia familiar. La primera persona tatuada que conocí de muy niña fue mi bisabuelo Alessandro, que tenía un águila enorme (enorme en mi recuerdo) tatuada en el brazo derecho, a dos colores. Se la había hecho en 1919, en China, cuando llegó desde Italia en avioneta en medio de una misión que emprendió como ingeniero aeronáutico militar. Ese águila representaba, tal vez, para él, la presencia del cielo y el vuelo en su vida. En su piel. Era una huella de lo que más disfrutaba capturada hasta el fin de sus días, cuando ya no volaba ni hacía acrobacia aérea y era un viejito pequeño y arrugado que vivía en la Argentina. O sea que para mí, forzando un poco la interpretación, el tatuaje no es tanto una decoración del cuerpo, sino el registro del pasado en la piel. De lo que alguien pensaba o sentía cuando se tatuó eso.

En otra época, tatuarse era algo que hacían sobre todo los presos, los delincuentes. Había toda una codificación bastante indescifrable en esos dibujos. Me parte la cabeza pensar que se escondían mensajes exhibiéndolos en la piel. Si les interesa el tema, pueden leer esta nota de Vice en la que entrevistan al compilador de un montón de fotos de tatuajes de convictos de las cárceles soviéticas, donde se tatuaba de una forma primitiva y dolorosa. Parece que un puñal atravesando el cuello indicaba que se había asesinado a alguien en prisión y que estaba disponible para hacer otros “trabajitos”. Y tatuarse gotas de sangre podría indicar el número de asesinatos cometidos.

Habitar la piel

Estos primeros días del año me sumergí en la lectura de La piel, último libro del escritor español Sergio del Molino, publicado en 2021 por Alfaguara (disponible en papel, ebook o audiolibro). No había leído nada de él y fue una buena sorpresa. Es de esos escritos difíciles de clasificar, porque puede leerse como una novela, pero también como un ensayo literario con sesgo autobiográfico. O como la crónica de vida de alguien que sufre por la condición enferma de su piel. Es que Del Molino sufre de psoriasis desde que es muy joven, y con la excusa de contarle al hijo sobre los padecimientos y reflexiones a los que lo lleva su piel, va narrando también la historia de otras personalidades o “monstruos” que tuvieron la misma enfermedad. Los mejores capítulos son los dedicados a Stalin, a John Updike y a Vladimir Nabokov. Pero también se ocupa, por caso, de Pablo Escobar y de Cyndi Lauper. La psoriasis es una afección cutánea que provoca mucha picazón, irritación y escamas en la piel. Al rascarse por obra de “ese enemigo rojo y blanco”, es normal lastimarse y hacer sangrar esas lastimaduras o escamas. Hay distintas formas de tratarla. Y Del Molino menciona, de hecho, los aceptables o pésimos resultados de algunos tratamientos que probó (tomar sol, por ejemplo, parece que ayuda).

En las historias que él va hilvanando en el relato marco, los protagonistas no solo padecen la enfermedad, sino también la vergüenza de llevar la piel moteada, lastimada. Se ocultan con ropas aunque tengan muchísimo calor, no tienen cómo detener los brotes, que terminan, claro, influyendo muchísimo en el carácter o el humor en la vida cotidiana. Y a contrapelo de las interpretaciones psicoanalíticas, Del Molino aprovecha para bajar línea sobre las experiencias a las que la psoriasis terminó definiendo. Les dejo algunas partes del libro que me dejaron pensando.

Desde que se sabe que la psoriasis es la expresión epidérmica de una enfermedad autoinmune mucho más compleja, ya no se sostiene la relación con el estrés. Los brotes van y vienen por causas ajenas al comportamiento del individuo. Son los anticuerpos enloquecidos los que los provocan, y estos no entienden de dilemas morales ni se sienten aludidos por la tensión emocional. (…) Cuando la ciencia no tiene capacidad de contradecir el pensamiento mágico –e incluso cuando la tiene–, demostramos un talento descomunal al relacionar causas y efectos. Cualquier cosa que nos suceda explica las manchas de la piel, y como casi siempre nos sucede algo y son rarísimos los minutos de felicidad en los que no nos angustia nada, siempre va a haber alguna explicación para cada brote. (del capítulo sobre Vladimir Nabokov)

Por lo general, las mujeres famosas con psoriasis enseñan más y confiesan menos que los hombres famosos con psoriasis. Las mueve, además, un afán solidario y didáctico que va más allá de la autoestima y el descaro. Las pocas mujeres que se atreven a enseñar su enfermedad lo hacen con la intención de echar una mano a los miles de sufridores que la viven con vergüenza y angustia. Le quitan importancia, se ríen, dan consejos prácticos para superar las molestias del día a día y protagonizan campañas de las asociaciones de dermatología. Los hombres, en cambio, no posamos con las manchas, siempre ocultas bajo camisas y chaquetas, y cuando hablamos o escribimos sobre ellas lo hacemos con tono ensimismado y trágico, sin la menor gana de ayudar a nadie ni de ponernos como ejemplo. La psoriasis es nuestra corona de espinas, y nuestro relato es de pasión sufriente, pero sin moraleja ni redención, ni por nuestros pecados ni por los de la humanidad. (del capítulo sobre Cyndi Lauper)

En una sociedad hipermedicalizada y cosmética, en la que todavía el racismo sigue generando tremendas desigualdades asociadas al color de los cuerpos, es interesante tener presente que la piel es lo que nos aísla y lo que a la vez nos comunica con los demás. Nos expone y a la vez nos define ante los otros. Nuestras pieles son mucho más expresivas de lo que a veces nos imaginamos.

Y hablando de lesiones que requieren tratos delicados, no puedo no mencionar la película de otro español: La piel que habito, de Pedro Almodóvar, que ya tiene diez años. Si no la vieron, se las recomiendo muchísimo. Cuenta la historia de un cirujano plástico interpretado por Antonio Banderas que, a raíz de un accidente que sufre su mujer y que la deja con quemaduras en todo el cuerpo, decide encerrarla y probar con ella la creación de una nueva piel de laboratorio, insensible a las caricias, como una coraza contra las agresiones. Usando terapia celular y sin ningún tipo de escrúpulos, este cirujano psicópata y obsesivo se ve envuelto en una trama de traiciones y dramas provocativos como Almodóvar nos tiene acostumbradas. Es una historia de amor, manipulación y venganza en la que se cuela también una reflexión sobre los excesos que puede provocar la bioética.  

Otras deformaciones

Y llegamos a la que es una de mis novelas favoritas de la literatura argentina: El desierto y su semilla, de Jorge Baron Biza (publicada en 1998 por Simurg y después reeditada por Eterna Cadencia), un libro fuerte, originalísimo y también un poco triste. Con los nombres cambiados, Jorge cuenta el destino de sus padres, la pareja conformada por Raúl Barón Biza (Arón en la novela), un escritor y político ricachón cordobés completamente loco y excéntrico (biografiado por Christian Ferrer) y Clotilde Sabattini (Eligia en la novela), una mujer rosarina, hija del fundador del Partido Radical, reconocida pedagoga creadora del Estatuto Docente. Pero lo narra a partir de un hecho puntual: el momento en el que, a punto de firmar la sentencia de divorcio el 16 de agosto de 1964, en el departamento que la pareja tenía en Buenos Aires y ante la presencia de sus respectivos abogados, Raúl le lanza ácido muriático en el rostro a Clotilde, disimulado en una botella de whisky, para destrozarle el rostro. Parece que pretendía dejarla ciega, con la imagen de él grabada en sus retinas como última impresión. 

La novela comienza justo en esa escena impactante en la que la cara de Eligia-Clotilde empieza a cambiar para siempre. Lo transcribo porque me parece muy potente y de una gran maestría al describir en qué consiste una transformación cutánea (nada menos que la lesión irreversible en el rostro de su madre).

En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz. Aquel recortecito voluntario que durante tres décadas confirió a su testarudez un aire impostado de audacia se fue convirtiendo en símbolo de resistencia a las grandes transformaciones que estaba operando el ácido. Los labios, las arrugas de los ojos y el perfil de las mejillas iban transformándose en una cadencia antifuncional: una curva aparecía en un lugar que nunca había tenido curvas, y se correspondía con la desaparición de una línea que hasta entonces había existido como trazo inconfundible de su identidad.

La cara ingenuamente sensual de Eligia empezó a despedirse de sus formas y colores. Por debajo de los rasgos originarios se generaba una nueva sustancia: no una cara sin sexo, como hubiera querido Arón, sino una nueva realidad, apartada del mandato de parecerse a una cara. Otra génesis comenzó a operar, un sistema del cual se desconocía el funcionamiento de sus leyes.

Quienes la vieron todos los días de agosto, septiembre, octubre y noviembre de 1964, se llevaron la impresión de que la materia de esa cara había quedado liberada por completo de la voluntad de su dueña y podía transmutarse en cualquier nueva forma, teñirse de los matices reservados a los crepúsculos más intensos y danzar en todas las direcciones, mientras, en el centro, todavía la coqueta nariz resistía por ser el único elemento artificial de la cara anterior.

Fue una época agitada y colorida de la carne, tiempo de licencias en el que los colores desligados de las formas evocaban las manchas difusas que los cineastas emplean para representar el inconsciente, en el peor y más candoroso sentido de la palabra. Esos colores iban dejando atrás toda cultura, se burlaban de toda técnica médica que los quisiese referir a algún principio ordenador.

Lo que empieza a deformarse junto con el rostro es justamente la identidad de Eligia, quien durante páginas y páginas prácticamente no se expresa, resignada a los tratamientos reconstructivos, los injertos y colgajos, puesta en manos de los médicos, sin poder mirarse al espejo. Pero también entra en decadencia una familia que ya no se constituirá como tal. Al día siguiente del ataque, encuentran a Arón con un tiro en la sien, muerte que da inicio a una serie de suicidios como marca registrada de su legado (Clotilde y Jorge se terminan suicidando también, en 1978 y 2001 respectivamente). Así y todo, El desierto y su semilla es también, y fundamentalmente, una novela de formación narrada por su protagonista, el desconcertado Mario, de veintitrés años, cuidando y asistiendo a su madre en una clínica italiana, sumido en una soledad profunda, rodeado de enfermeras, prostitutas y alcohol, que muy de a poco va mostrando su sensibilidad esquiva, conjurando la tragedia y transformándola en otra cosa. Más allá del morbo, la novela está muy bien escrita. Los registros a los que llega Jorge Baron Biza son exquisitos. Y tiene también bastante humor. 

Jorge fue también un crítico de arte muy inteligente y colaborador de distintos medios. Varios de esos textos se compilaron en Por dentro todo está permitido y en Al rescate de lo bello. Les dejo acá un breve texto suyo llamado justamente “La autobiografía” en el que reflexiona sobre cómo luchar contra el chisme y la autocomplacencia, cómo acomodar la memoria, y cómo generar ciertos pactos inclaudicables con los lectores para narrar la propia vida.

Música epidérmica

Terminemos con un picado de canciones. La cantidad de temas que hablan de la piel es inconmensurable. Seguramente a todos se les venga alguno a la cabeza. Dejo varias opciones de escucha que nada tienen que ver entre sí. 

  • “Piel canela”, este clásico de Los Panchos de 1964 cantado por Eydie Gorme (“Me importas tú, y tú y tú y solamente tú y tú y nadie más que tú”).
  • “Piel morena”, de Thalía. Porque era un hit de los bailes de mi época. Confieso que no la escuchaba hace ¿20? años y al ponerla recordaba la letra perfectamente. 
  • “Otra piel”, de Cerati. Lamento confesar que no soy fan de Cerati. Pero este tema de Ahí vamos dice “Si el lenguaje es otra piel, toquémonos más”. Like it. 
  • “Cambiando la piel”, de WOS con Nicki Nicole. Me impresiona cómo chicos tan jóvenes ya cantan que están cambiando la piel, renaciendo de las cenizas de ayer y sobreviviendo. Pero bueno, se ve que el tiempo pasa para todas y es dura la vida.

Antes de despedirme, quiero pedirles una especie de favor colaborativo, ya que llevamos nada menos que #41 Hilos Conductores: si se les ocurre algún tema sobre el que creen que puedo escribir, por favor respondan este mail con sus sugerencias, o déjenme dicho en Twitter (me encuentran ahí como @noeselcaso). Voy a tratar de tener todo eso en cuenta para armar el contenido del año que tenemos por delante.

Ahora sí, dejamos acá y nos reencontramos en febrero. 

Ojalá que este Hilo te haya dado ganas de cuidarte la piel si es que no lo hacías. O de estudiar con atención tus lunares. Tomá recaudos con el verano y el solazo. (Y de paso apoyemos la campaña que están lanzando Ofelia Fernández y @Dadatina en la Legislatura porteña para que las prepagas se dignen a cubrir los gastos en protectores solares.)

Gracias por leer. Y por favor cuidate mucho.

Malena

Soy licenciada en Letras por la UBA y trabajo hace muchos años en la industria editorial. Fui editora en las revistas El Interpretador y Los Inrockuptibles. Formo parte del equipo de Caja Negra, una editorial psicoactiva y heterogénea. Tengo un ciclo de entrevistas con escritores y escritoras en el Malba. Si los libros fueran comestibles, podría alimentar a miles de personas con los que acumulo en mi biblioteca. Lo que más me gusta es viajar.