La voz del mar

Estamos en un verano atípico también para estar en la playa. En este nuevo Hilo, haremos un recorrido por textos que lograron capturar esa atmósfera íntima y colectiva a la vez de estar frente al mar, de Alessandro Barico a Leila Guerriero, de Neruda a Viel Temperley. Además, algunas películas (no románticas) que se sitúan en las playas como espacios de revelación.

Hola, ¿cómo están? Espero que lo mejor posible. Yo esta vez les escribo desde la Costa Atlántica, nuestra franja de playa ancha y ventosa, que a veces nos broncea y otras nos da frío. Este año, también, nos produce bastante extrañamiento. Un verano atrás nadie hubiera imaginado hundir los pies en la arena con un barbijo puesto.

Como podrán deducir, voy a dedicarle este Hilo a la playa. Porque tenerla cerca me disparó una serie de asociaciones y sentimientos sobre otras playas vistas, imaginadas, leídas. Así que hoy vamos a ocuparnos de los cuerpos en la arena y de los ojos posándose en esa línea que separa el azul del mar del azul del cielo. Es un tema demasiado inmenso, así que recortémoslo de antemano: no vamos a hablar del mar como escenario de navegación o misterio insondable (anoto igual el tema para más adelante), tampoco del mar como puerta de acceso de la inmigración (otro eje interesante), menos de la playa en invierno o de las costas de lugares fríos. Nos ocuparemos de la playa como espacio de descanso y contemplación veraniega, paisaje de inmensidad y vacación.

En calma, en medio de una tempestad, sin gente, con luz diurna o nocturna, con acantilado o rompientes: hay tantas playas como formas de ilustrarlas. Para este Hilo, vamos a mirar pinturas de Paul Ferney, un joven artista norteamericano que retrata playas modernas como si fuera fácil capturar esa atmósfera íntima y colectiva a la vez del espacio público frente al mar. 

El mar se pinta con mar

Conocer o desconocer el mar es una experiencia definitiva. Una vez que lo vemos por primera vez, ya no somos las mismas: fuimos cooptadas por su ir y venir, por su humedad salada. Lleva un tiempo acostumbrarse a la idea de su tamaño, su sonido y persistencia.

Hay tantas palabras inspiradísimas para describir el estado en que nos deja, que mi intervención en este newsletter va a ser meramente hilvanatoria. Entremos y salgamos de los textos para que las sensaciones lleguen hasta ustedes aunque se encuentren en una jungla de cemento. Tratemos de evocar la insistencia del mar.

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Una de sus voces posibles está quizás en las palabras de Alessandro Baricco (autor de la bellísima Seda) en su novela Océano mar. En este libro, un puñado de personajes con características muy particulares comparte sus días en la solitaria posada Almayer, “suspendida sobre la última cornisa del mundo”, clavada en la playa. Uno de los huéspedes es un pintor que obstinadamente pone el atril frente al agua para pintar el mar. Pero los colores no le alcanzan para plasmar los cambios de tono, así que solo embebe su pincel en el agua salada y moja el lienzo con eso. Otro huésped es el profesor Bartleboom, un científico empecinado en buscar y medir el final del mar, para concluir de una vez su Enciclopedia sobre los Límites de las Cosas. Bartleboom escribe cartas con preguntas como estas: 

“El mar se rebela a mis obstinados intentos por comprenderlo. No me había imaginado lo difícil que podía ser estar delante de él. ¿Dónde empieza el final del mar? O más aún: ¿a qué nos referimos cuando decimos mar? ¿Nos referimos al inmenso monstruo capaz de devorar cualquier cosa o a esa ola que espuma en torno a nuestros pies? ¿Al agua que te cabe en el cuenco de la mano o al abismo que nadie puede ver? ¿Lo decimos todo con una sola palabra o con una sola palabra lo ocultamos todo? Estoy aquí, a un paso del mar, y ni siquiera soy capaz de comprender dónde está él. El mar. El mar.”

En sintonía con las descripciones posibles del mar cuando el lenguaje no alcanza del todo, me da ganas de transcribir completo un breve texto de Leila Guerriero, incluido en su último libro Teoría de la gravedad, en el que selecciona algunas columnas publicadas en El País durante un lapso de cinco años. A priori una podría pensar que leer columnas ya publicadas puede ser aburrido. Pero todo lo contrario. Es uno de mis libros preferidos de ella, y de los mejores que leí el año pasado, con una potencia impresionante en un ajustadísimo número de líneas. Son personales y a la vez tienden a la universalidad, son periodísticas y profundamente literarias, son actuales y a la vez atemporales. ¿Cómo hace para condensar y destilar sentimientos e impresiones tan precisas? Me parte la cabeza. Así que les dejo esta columna como señuelo para que busquen el libro en cualquier librería.

El mar

Ayer conocí a un niño que no conocía el mar. Era un niño pequeño, de seis o siete años, que en dos días más marcharía a la costa. Cuando le pregunté si estaba contento —¡el mar, el mar!—, me dijo: «¿Por? Si ya lo vi mil veces por la tele». Hoy llueve una lluvia fina que se descuelga de un cielo gris y lácteo. Hace calor. Hay una luz verde y serena. De pronto, recordé una tarde exactamente igual a esta, con esta misma luz. Con una luz que da, a la vez, ganas de morirse y de amasar un pan. Una tarde de cuando yo tenía nueve años, y era una niña que no había visto nunca el mar, y formaba parte de una familia que tampoco lo había visto nunca. Por esa época, mi padre hizo un viaje de trabajo a una ciudad de la costa. No recuerdo el día en que se fue, pero recuerdo perfectamente el día en que volvió. Llovía. Y había, como hay hoy, una luz verde y serena. Yo estaba tejiendo un macetero en la cocina, los hilos ásperos y gruesos anudados a la falleba de la ventana —porque la lluvia no me permitía hacerlo afuera, como lo hacía siempre, descalza y debajo de la higuera, descalza y debajo de la parra—, cuando de pronto escuché un auto que se detenía. Segundos después, se abrió la puerta y, en medio de la luz suave de la tarde, apareció mi padre: el primero de todos nosotros (mi hermano, mi madre, mis abuelos, yo) en conocer el mar. Corrí, lo abracé, le pregunté: «¡¿Cómo es, cómo es?!». Él no me respondió. Sólo levantó la mano, la acercó a mi cabeza, me dijo «Escuchá», y me apoyó un caracol blanco y enorme, como un alien de yeso, sobre la oreja. Y yo escuché. Pasaron todavía muchos años hasta que pude conocer el mar. Pero durante todos esos años tuve algo mucho mejor: tuve a mi padre, que me lo contaba. A veces preguntan por qué uno escribe. Supongo que por cosas como esas.

Ritmo de divagaciones

Pasemos a la poesía, que le dedicó a la playa hermosas metáforas más o menos misteriosas. Como estos versos de Oliverio Girondo, que recorren sin sutileza los cuerpos bajo el sol reparando en las costumbres de una Mar del Plata de 1920, que finalmente no son tan lejanas a las nuestras. Hay algo en la playa como sinónimo de balneario populoso que nunca se desactualiza. Sombrillas, reposeras, trajes de baño, olas, gaviotas, baldecitos y palas son presencias estables de un elenco repetido.

Croquis en la arena

La mañana se pasea en la playa empolvada de sol.
Brazos.
Piernas amputadas.
Cuerpos que se reintegran. Cabezas flotantes de caucho.
Al tornearles los cuerpos a las bañistas, las olas alargan sus virutas sobre el aserrín de la playa.
¡Todo es oro y azul!
La sombra de los toldos. Los ojos de las chicas que se inyectan novelas y horizontes. Mi alegría, de zapatos de goma, que me hace rebotar sobre la arena.
Por ochenta centavos, los fotógrafos venden los cuerpos de las mujeres que se bañan.
Hay quioscos que explotan la dramaticidad de la rompiente. Sirvientas cluecas. Sifones irascibles, con extracto de mar. Rocas con pechos algosos de marinero y corazones pintados de esgrimista. Bandadas de gaviotas, que fingen el vuelo destrozado de un pedazo blanco de papel.
¡Y ante todo está el mar!
¡El mar!… ritmo de divagaciones. ¡El mar! con su baba y con su epilepsia.
¡El mar!… hasta gritar

                                            ¡basta!

                                                            como en el circo.

Chile es un país lleno de mar, una franja larga de continente sacudido por las olas de un lado, y estrechado por las montañas del otro. No soy la única que piensa que el azul del Pacífico no se parece a ningún otro azul. Pablo Neruda, por ejemplo, eligió vivir siempre frente al mar. Se mandó a construir una casa bellísima en Isla Negra en la que las olas golpean contra las piedras y en la que había lugar de sobra para su colección de mascarones de proa y de barcos dentro de botellas (en este video muestran las habitaciones y salones llenos de objetos increíbles). Ahí a la intemperie descansan sus restos y los de su pareja, Matilde Urrutia. Neruda le dedicó una gran cantidad de versos al mar como escenario mítico, pero les dejo solamente un fragmento de su “Oda al mar”, en la que el ritmo de las olas parece transformarse en palabras (en este link la leen completa). 

Oda al mar

Aquí en la isla
el mar
y cuánto mar
se sale de sí mismo
a cada rato,
dice que sí, que no,
que no, que no, que no,
dice que sí, en azul,
en espuma, en galope,
dice que no, que no.
No puede estarse quieto,
me llamo mar, repite
pegando en una piedra
sin lograr convencerla.

Volviendo a nuestro país -a nuestras playas- les dejo uno de mis poemas favoritos de Héctor Viel Temperley, incluido en Humanae Vitae Mia de sus Obras Completas. Me parece muy potente la idea del final. Y la imagen de correr y jugar con esas aves de las que no importa demasiado saber su nombre si se entiende su ir y venir, su vuelo loco.

Corro junto al mar

Corro junto al mar
y las gaviotas, petreles,
albatros o como se llamen
levantan vuelo y caen
un poco más allá.
Vuelvo a correr, vuelven a volar
y a bajar
y cada vez son más.
Corriendo junto al mar
al amanecer
invento las aves del mar.

La playa sin romance

Lo más obvio sería dedicarle este apartado a las películas que hicieron de la playa un tema sentimental, el escenario de un romance más o menos tórrido. Si fuera el caso, me ocuparía de las películas literarias de Éric Rohmer como El rayo verde, de La aventura de Antonioni o hasta de Muerte en Venecia de Visconti. Pero no. Vamos a ceñirnos a películas muy poco románticas y sin embargo hiper expresivas, como estas tres a continuación. 

  • Las playas de Agnès, de Agnès Varda (2008. Está en Mubi). Es un hermoso autorretrato documental en el que esta directora clave de la nouvelle vague va reconstruyendo su vida a través de las distintas playas que habitó desde su Bruselas natal hasta afincarse en Francia. Reconstruye situaciones exactas de su infancia durante la segunda guerra, recupera lazos que creía perdidos con personajes secundarios de sus películas, explica sus decisiones estéticas y afectivas con total naturalidad, como si tener tal claridad sobre la propia vida y obra fuera algo sencillo y hasta alegre. Es de esas películas que cambian el ánimo, nos vuelven más livianas mientras las miramos. Toda la primera escena de Varda colocando espejos en la arena para reflejar el mar es inolvidable.
  • Balnearios, de Mariano Llinás (2002. Está en YouTube). Es el primer largometraje documental del director de Historias extraordinarias y La flor, en el que ya muestra su predilección por el relato en off contado por episodios a partir de distintas voces. “Todo lo que se cuenta en este film es cierto, aunque a veces no lo parece”, se dice al pasar para hablar del misterioso hotel de Mar del Sur, entre otras historias intensas de la Costa Atlántica. Una película que es también una reconstrucción posible del turismo nacional de varias generaciones, con costumbres argentinas diseccionadas y celebradas con artificio para que las entendamos en toda su aparente simpleza (o complejidad).
  • Sueño Florianópolis, de Ana Katz (2019. Está en Cine.ar). Una ficción muy sagaz protagonizada por Mercedes Morán y Gustavo Garzón, en la que componen a un matrimonio desajustado de psicólogos que viaja a las playas de Brasil en plenos años noventa con sus hijos adolescentes. Ana Katz retrata con humor y miserias la clase media menemista subrayando la argentinidad más criticable en contraste con las alegrías brasileñas durante unas vacaciones en las que, en vez de distenderse y pasar tiempo juntos, cada integrante de esta familia busca evadirse y probar cosas nuevas.

Bueno, hemos llegado al final de este paseo con arena y sol. Para musicalizarlo, les dejo este álbum de Leo García llamado justamente Mar, producido por Cerati, que acaba de cumplir 20 años y se convirtió en un clásico del pop nacional. 

Ahora sí me despido hasta dentro de quince días. 

Espero que este Hilo te haya acercado el sonido relajante de las olas. 

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Gracias por leer. Y por favor cuídense mucho.

Malena

Soy licenciada en Letras por la UBA y trabajo hace muchos años en la industria editorial. Fui editora en las revistas El Interpretador y Los Inrockuptibles. Formo parte del equipo de Caja Negra, una editorial psicoactiva y heterogénea. Tengo un ciclo de entrevistas con escritores y escritoras en el Malba. Si los libros fueran comestibles, podría alimentar a miles de personas con los que acumulo en mi biblioteca. Lo que más me gusta es viajar.