La periferia del museo

En un tiempo privado de exposiciones, rastreamos esta vez la aparición de los museos en libros, películas, novelas gráficas y obras de teatro.

Hola a todos y a todas, espero que estén lo mejor posible en uno de los años más desconcertantes que nos haya tocado vivir. No sé si se dieron cuenta, pero ya pasamos la mitad de octubre y eso quiere decir que se precipitan las cosas con una velocidad incontrolable y cuando nos queremos acordar ya es Navidad. Lo bueno de la primavera es que los días se alargan pero todavía no son eternos como en verano: más horas de luz implica también que la oscuridad se vaya disipando.

Este Hilo va a tratarse caprichosamente de los museos, pero no como reservorios de la cultura o espacios de archivo. No van a encontrar acá visitas guiadas ni agendas de actividades online -que las hay, promovidas por estos espacios, y de buena calidad-. 

Tampoco una reflexión sesuda sobre qué importancia deben tener para las sociedades, cosa que se viene discutiendo en esos ámbitos. Se me ocurrió hablar de los museos en libros y películas e incluso en obras de teatro para hacer más amena la espera de sus reaperturas. No olvidemos lo que nos falta: la posibilidad de perdernos en ellos y escuchar ese silencio respetuoso que imponen las obras, de quedarnos sentadas un rato con la mirada extraviada en los cuadros o esculturas o incluso entre restos fósiles y animales embalsamados. Mientras tanto, podemos rastrear algunas representaciones culturales que los tienen como protagonistas. No necesitan entrada ni guía auditiva para este paseo.

Un museo del mundo

“Hoy el museo es todo noche/ está cerrado”, decía el crítico e investigador Santiago Villanueva en esta lectura performática que dura 6 minutos, grabada en mayo de este año y llamada justamente “Museo fantasma”, encomendada por el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Es interesante lo que plantea Villanueva: que con los museos cerrados tal vez surjan nuevas y potentes formas en la esfera pública de replicar esa experiencia. “¿Qué otros adentros existen?”, se pregunta para proponer que se active en el afuera un tipo de museo que desconocemos todavía. Y para dejar volar esa imaginación, lee un texto de Baigorria que dice: “¿Cómo sería el Museo de Arte Barroso, o el Museo de la Cultura Popular y Masiva, o el Museo de La Memoria Selectiva del Proletariado, El Museo de las Esperanzas y la Expectativa de Vida en la Tierra, el Museo de las Musas?”. Me gustó la idea de pensar museos posibles que todavía no se le ocurrieron a nadie.

¿Qué hace falta para hacer un museo? ¿Solamente una buena fortuna para comprar obras en subastas internacionales? Por supuesto que no. En mi juventud moza visité una playa muy recóndita de la costa atlántica -Centinela del mar- y en un rancho miniatura, perdido y agreste, rodeado de viento, uno de los pocos habitantes del lugar había construido un museo. Rocas, flechas de los Tehuelches y caracoles se amontonaban ahí armando un relato que el guardián del lugar se encargaba de ordenar y mantener vivo. 

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Otra experiencia que me hizo pensar en cómo se construye un archivo para la posteridad fue la visita al Museo Rocsen en la localidad de Nono, en Traslasierra, Córdoba. Es un espacio increíble, completamente polifacético en el medio del monte: en vez de concentrarse en una cosa o en una disciplina como el Museo del Traje o el Museo del Títere, su fundador, Juan Santiago Bouchon (Niza, 1928 – Nono, 2019), decidió ocuparse de absolutamente todo. Así que fue poblando las salas de objetos ordenados por temas: en una hay calaveras, en otra vestidos de novia, en otra distintos reproductores musicales y cámaras de fotos, en otra instrumental quirúrgico, en otra una momia (y ahí alertan que puede herir la sensibilidad del espectador), y así sucesivamente. Esto decía su fundador en una entrevista de su afán de extralimitarse: “Mi deseo es lograr un museo polifacético con la finalidad de interesar al público más diverso. He observado que en los museos monotemáticos las personas que no están científicamente formadas se cansan rápidamente. Hice además un estudio psico-estético de la presentación de los objetos expuestos para que cada cambio de tema produzca un nuevo interés y al mismo tiempo, un descanso del tema anterior”. Curioso. Y efectivamente, es un flash el lugar. No se lo pierdan si andan por la zona. Además, se jactan de no haber cerrado ningún día desde el 6 de enero de 1969. 

Y si pensáramos en un proyecto similar pero en la literatura, en un libro construido a la manera de un museo polifacético, la referencia más certera sería la novela experimental inconclusa de Macedonio Fernández. Museo de la Novela de la Eterna es una locura y una genialidad, una novela infinita -tiene cincuenta prólogos- y estimulante que redefine lo que entendemos del género.

Pero también podríamos mencionar al Museo del chisme de Edgardo Cozarinsky, libro en el que se reúnen anécdotas -polifacéticas también- de distintos personajes de la cultura, de Stalin a Victoria Ocampo, de Paul Bowles a Margarite Duras. Con una prosa exquisita, Cozarinsky va al punto y narra una conversación, un detalle curioso o ridículo de los “famosos” en cuestión como si nos estuviera compartiendo un tesoro que desconocíamos. Inhallable durante años, hay un Nuevo Museo del Chisme editado por La Bestia Equilátera.

A las corridas

¿Y si en vez de pasear por un museo con elegancia y parsimonia los recorriéramos a zancadas? Ya sabemos qué connotación cultural tan pesada para Occidente tiene el Louvre en París -sin ir más lejos, en sus paredes cuelgan La libertad guiando al pueblo y La Gioconda-. De toda esa pompa ya se burlaba en 1964 Jean-Luc Godard en Bande à part, una película emblema de la nouvelle vague en la que Anna Karina, una joven tímida y fina, conoce a dos ladrones de poca monta (Claude Brasseur y Sami Frey) y gracias a la picardía de ellos, empieza a transformarse, perder la inocencia y transgredir límites. En un momento dado, los tres conversan sobre un turista de California que logró recorrer el Louvre en 9 minutos y 45 segundos. Así que se proponen imitarlo y se lanzan a los piques por el museo llegando a superar esa marca. La escena dura menos de un minuto y es hermosa. (Y no puedo evitar dejarles también esta escena de baile del mismo film que ojalá les alegre el día como a mí.)

Tan famosa es esta escena del Louvre que Bernardo Bertolucci la homenajeó casi calcada en la película Los soñadores, también protagonizada por tres jovencitos durante Mayo del 68. Es muy mágica esta conciencia de los personajes de estar a su vez imitando a otros personajes. Un juego de cajas chinas que nos vuelve completamente cómplices -si pescamos la referencia-. 

Y hablando de jovencitos y jovencitas corriendo por pasillos llenos de arte, me acordé de esta escena tan etérea de El arca rusa, del director Aleksandr Sokurov. Filmada en el Museo Hermitage de San Petersburgo, recrea hechos históricos que sucedieron ahí cuando todavía era la residencia de los zares. Pero lo interesante es que no es cronológica la narración, sino que los ambientes y sucesos son asincrónicos, lo que genera superposiciones entre lo antiguo y lo moderno con una reconstrucción muy inusual. Otra particularidad del film es que está filmado mediante un larguíiiiiiiisimo plano secuencia con steadycam (todo un esfuerzo de producción y logística). Es una película lenta, protocolar, visualmente impactante, con un vestuario exquisito. Está entera con subtítulos en YouTube, pero si es demasiado les dejo solo esta parte (las escenas de baile son mi debilidad). 

Autoficciones frente a los cuadros

Hablemos ahora de dos autoras -llamadas casualmente María- que hicieron autoficción a partir de la visitas a los museos. La primera de ellas es María Gainza en su libro de ¿cuentos? deslumbrante El nervio óptico, volumen que puede leerse como “guía subrepticia de los museos públicos de Buenos Aires”, narrada a partir de la voz de una mujer que se hace cargo –no sin ironía endiablada– de muchos de los prejuicios de la clase a la que pertenece. Lo ameno es que alterna permanentemente entre la crónica o la ficción biográfica y las curiosas vidas de artistas: Cándido López, El Greco, Rothko, pero también otros olvidados que nunca entraron en el canon de la pintura occidental, y que la autora viene a rescatar a través del relato de sus opacas trayectorias. Es muy interesante cómo Gainza expresa los efectos que tiene la contemplación de una obra que la conmueve, una reacción física que cuesta volcar en palabras. Por ejemplo, ante El ciervo de Dreux –una pintura que ve de casualidad en una visita a una colección privada–, dice: “Me recordó que en la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva se juega todo en el arte y que las variables que modifican esa percepción pueden y suelen ser las más nimias. Apenas verlo, empecé a sentir esa agitación que algunos describen como un aleteo de mariposas pero que a mí se me presenta de forma bastante menos poética. Cada vez que me atrae seriamente una pintura, el mismo papelón. Me han dicho que es la dopamina que libera mi cerebro y aumenta la presión arterial”. Es muy bueno este pasaje y más sabiendo que Gainza se dedica de forma profesional a la crítica de arte. Acá pueden leer este relato en epub. 

La otra María es María Luque, una ilustradora y novelista gráfica rosarina con varios libros en su haber y un estilo muy reconocible. Su primer proyecto de largo aliento es la historieta La mano del pintor, inspirada en la historia de Cándido López, pintor y soldado de la Guerra del Paraguay, donde perdió su mano derecha. Luque, a través de un relato sencillo, acerca la vida del Manco López a partir de su historia familia: parece que su tatarabuelo Teodosio fue el encargado de cortarle la mano cuando estaba herido. La novela gráfica empieza con el fantasma de Cándido apareciendo de sorpresa en la pieza de María, mientras ella sufre del “Mal del Dibujante”, una tendinitis específica. Y la aventura sigue cuando Cándido le propone que termine algunas de sus pinturas. No les cuento más para que les den ganas de buscarlo. 

Además, Luque es habitué de los museos. Pero no solo le interesan las obras, sino también las vidas privadas de los artistas. Así que para otro de sus proyectos se propuso investigar en bibliotecas autobiografías y correspondencias de pintoras y pintores hasta dar con los datos más extravagantes. Cuenta y dibuja en Noticias de pintores que Rembrandt era muy lento para pintar y que hizo tantos autorretratos porque las modelos no le tenían paciencia. O que Jackson Pollock era un gran pastelero. O que Renoir pasaba mucho tiempo en las tiendas de sombreros para elegir cuáles usar en sus pinturas. Dice Luque: “Cuando estaba cansada y sentía que nunca iba a terminar este libro, buscaba algún autorretrato de Courbet, de Foujita o de Natalia Goncharova y los sentaba en la otra punta de la mesa para que almorzaran conmigo. Me gusta pensar que Noticias de pintores es un picnic al que todos llevamos nuestro mejor postre y en el que comemos hasta quedarnos dormidos”. Acá pueden empezar a leerlo.

Individual o colectivo

En su libro Volverse público, el crítico y curador Boris Groys va describiendo distintos aspectos por los cuales el campo del arte se fue transformando en el siglo XXI. En los diferentes capítulos, se ocupa del “diseño de sí” de los artistas, de los trabajadores de los museos, y de cómo fue mutando nuestro rol como espectadores, ahora que todo parece estar a un clic de distancia. Uno de los ensayos más fuertes es sin duda “La soledad del proyecto”, en el que detalla con suma precisión cómo las redacciones de proyectos para aplicar a becas, residencias o subsidios nos sumen en un aislamiento fuera de lo común. En este 2020 la palabra “aislamiento” se resignifica todavía más, claro, pero me parece clave esto que identifica: ¿por qué tenemos que recluirnos para pensar un proyecto? ¿Qué hay en esa soledad de pensar cosas que queremos hacer que todavía no puede compartirse con nadie? Dice Groys que es porque ese proyecto ya imagina un futuro que nos desconecta de la vida social para, si se aprueba, reconectarnos. Pero es un poco desesperante pensarlo así, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad abismal de proyectos que quedan truncos.

Encuentro una contracara posible de estos procesos individuales y aislados en el colectivo Piel de Lava, formado por las actrices, dramaturgas y directoras Valeria Correa, Elisa Carricajo, Pilar Gamboa y Laura Paredes. Ellas trabajan de forma horizontal hace muchísimos años alternando roles en las obras de teatro que hicieron juntas, de las cuales la más famosa es Petróleo, en la que interpretaron a cuatro hombres. Pero antes, en 2014, estrenaron otra obra que se llamó justamente Museo, que ponía en escena las dificultades de los procesos creativos conjuntos situando la acción en una galería de arte en construcción. Laura Paredes dice de Museo: “La premisa del juego fue: si una de nosotras faltara, ¿el grupo seguiría adelante? Esa fantasía aterradora fue el disparador del trabajo y el mundo del arte contemporáneo apareció como una excusa narrativa para poder reflexionar sobre el trabajo grupal. Museo sucede en una obra en construcción. En ese espacio oscuro y deshabitado se construirá, en el futuro, un museo de arte contemporáneo que cuatro mujeres llevarán adelante. Es de noche y no deberían estar allí, pero empujadas por la euforia del nuevo proyecto entran al espacio para hacer un brindis íntimo. Una vez ahí, el lugar las confunde, los planos que observaron durante meses ahora son ilegibles y ajenos. El tiempo se enrarece y el grupo se manifiesta como una entidad, como un cuerpo solo, más allá de la voluntad de sus integrantes”. Es una pena que no esté disponible para ver online, pero acá hay una entrevista a ellas cuatro por Juan Laxagueborde que se hizo el mes pasado en el marco de una materia de la carrera de Letras y que está muy buena. 

*

Antes de terminar, les dejo esta web que está genial y que de alguna manera resignifica el rol de los museos y su acervo. Es la de Below The Surface de Amsterdam, un proyecto basado en la recolección de todos los objetos que los arqueólogos descubrieron en el lecho del río Amstel a la hora de excavar para construir el metro. Es muy interesante ver tantos objetos comunes y corrientes ordenados cronológicamente desde el 2005 hacia el pasado: un envase de Sensodyne, una tarjeta de crédito o celulares obsoletos convivían bajo el agua con monedas, canicas, llaves y herrajes antiquísimos. El archivo desjerarquiza los hallazgos y atraviesa seis siglos. La obsolescencia de los objetos es un gran tema que quizás toque en otro Hilo Conductor. Para les niñes: acá pueden crear collages superponiendo objetos y creando nuevas combinaciones insperadas. 

Ahora sí, me despido hasta dentro de quince días.

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Gracias por leer. 

Y por favor cuídense mucho,

Malena

Soy licenciada en Letras por la UBA y trabajo hace muchos años en la industria editorial. Fui editora en las revistas El Interpretador y Los Inrockuptibles. Formo parte del equipo de Caja Negra, una editorial psicoactiva y heterogénea. Tengo un ciclo de entrevistas con escritores y escritoras en el Malba. Si los libros fueran comestibles, podría alimentar a miles de personas con los que acumulo en mi biblioteca. Lo que más me gusta es viajar.