La guerra de Nayib Bukele

El Salvador tiene una nueva forma de gobierno, desde Twitter. Perfil de uno de los presidentes más jóvenes de Latinoamérica, enfrentado a la prensa, las pandillas y todo lo que se le oponga.

¡Buen día!

Espero que te encuentres bien. Hoy te voy a escribir sobre un tema que vengo postergando hace tiempo: el gobierno de Nayib Bukele en El Salvador. Podríamos justificar el correo en el personaje: un presidente de 40 años que se autoproclama “el dictador más cool del mundo” en Twitter, la red que se convirtió en el diario público de su gestión. Su perfil irreverente, más cerca de un coordinador de viaje de egresados –con sutiles pero certeras discapacidades sociales– que de un hombre de Estado, sumado a su disruptiva estrategia de comunicación, alcanzarían para una entrega completa, si no fuera porque Bukele está desmantelando la democracia de uno de los países más pobres de la región. Y lo hace acompañado de un nivel de apoyo popular que supera el 80%, un respaldo con pocos paralelos en la coyuntura global.

El último capítulo de la saga Bukele es su publicitada “guerra contra las pandillas”. Luego de que el 26 de marzo se registraron 62 homicidios –un pico en la historia del país– el presidente utilizó su mayoría parlamentaria para aprobar un paquete de mano dura en el que multiplica las penas de cárcel para quienes pertenezcan a una pandilla, extiende de manera indefinida la prisión preventiva y baja la edad de imputabilidad a 12 años, entre otras cosas. A eso se le sumó una campaña en la que se han detenido a más de 20.000 personas, presuntamente pandilleros. Pero organismos de DDHH y críticos de Bukele denuncian que las detenciones no siguen ningún criterio legal, que incluyen a jóvenes de barrios pobres que no tienen ninguna relación con estos grupos y en el mejor de los casos a simples colaboradores. Y que la policia luego tortura y hacina a los encarcelados.

La historia comienza antes.

La figura

Es 2011 y Bukele trabaja como publicista, profesión en la que desemboca tras un paso frustrado por la facultad de Derecho y luego de manejar un boliche con el dinero de su padre. Nayib es el quinto de los diez hijos que Armando Bukele tuvo con distintas mujeres (es musulmán y poligamo). Descendiente de inmigrantes palestinos, el padre del ahora Presidente es conocido por ser pionero en la construcción de mezquitas, además de un empresario con negocios bien diversos. Uno de ellos es la agencia en la que trabaja con su hijo y que tiene, entre otros clientes, al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), el partido de izquierda heredero del movimiento guerrillero que peleó en la guerra civil de El Salvador (1980-1992). 

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Los motivos que llevan a Nayib a dar el salto a la política son confusos, cuenta Gabriel Labrador en un jugoso perfil sobre el presidente. Su padre era, hasta su muerte en 2015, un activo militante de la izquierda, con vínculos fluidos en los altos mandos. Pero el hijo no había mostrado, hasta ese entonces, interés en la política. Según la versión oficial, el publicista se ofreció a ser candidato a la alcaldía de Nuevo Cuscatlán, un municipio en la periferia de la capital, cuando el jefe de comunicación del FMLN le confirma que no habían barajado opciones para la elección. Entonces Bukele se presenta y gana. Lo hace con una campaña que muestra ya rasgos distintivos: abandona la simbología revolucionaria y el color rojo que caracteriza al partido para hacer más énfasis en su nombre, bajo un nuevo logo y color –el azul–. En los términos de la industria a la que pertenecía, Bukele hizo un rebranding. Pero es un cambio más audaz: reemplaza la marca del partido por su propia marca.

Esto se repite en la siguiente campaña que protagoniza, en 2015, esta vez para ser alcalde de San Salvador, la capital. El escalón es más alto pero Bukele logra superarlo: gana la elección con el 50%, un porcentaje importante pero con un margen estrecho –tres puntos– sobre su rival del partido Arena, heredero del otro bando de la guerra civil: los militares. Es que en El Salvador, en ese entonces, solo esos dos partidos se disputaban el poder. Según relata Labrador, el perfil de Bukele y su origen elitista generaba tensión en las bases del FMLN, pero lo habían elegido como candidato en la capital porque era popular. La izquierda se encontraba en su segundo mandato presidencial desde su llegada al poder en 2009, pero ya empezaba a sufrir del mismo descrédito que había infectado la derecha, que había gobernado desde la guerra civil. Las maras, como se conoce a las pandillas, controlaban más territorio que el Estado, forzando a los políticos a negociar; esto, sumado a diversos escándalos de corrupción, enfurecía a la ciudadanía.

En la gestión de la capital, Bukele se recuesta en los latiguillos que le habían funcionado en la periferia. Dona su salario para becas, hace de cada inauguración de una obra una performance declamatoria sobre la buena política y desdeña los controles de transparencia. También aprende los códigos de la vieja política: para cumplir su promesa de despejar el Centro Histórico de vendedores ambulantes, por ejemplo, termina negociando con las pandillas de la zona. Pero también se hace de accesorios nuevos: aprende a dominar Twitter e invierte una buena cantidad de tiempo y recursos en encuestas y análisis con Big Data para monitorear las reacciones de la capital ante cada anuncio. A esta altura ya no es una cuestión de eslóganes y colores: Bukele no hace apelaciones ideológicas. No se reivindica de izquierda y tampoco gobierna como tal. Su discurso es como un subproducto de la ideología Nike, Michael Jordan o Cris Morena: todo es hacer y todo se puede lograr haciendo.

Unos años después, ya con Bukele en la presidencia, el periodista Jacobo García lo va a describir así:

A Nayib Bukele, el presidente más joven de América, no le gusta la calle, ni los indígenas, ni patear mercados, ni fotografiarse con bebés ajenos. Al mandatario de El Salvador, de 39 años, le gusta su celular, los sondeos de imagen y “ejecutar, ejecutar, ejecutar”. 

El salto a la presidencia es el último acto de metamorfosis. Bukele es expulsado del Frente a fines de 2017, tras una pelea con una funcionaria de la municipalidad. Esto es apenas la gota que rebalsa el vaso, porque Nayib ya está pensando en una candidatura y el partido desconfía de él por sus aires separatistas. La expulsión es la excusa para que Bukele empiece a dirigir sus dardos también hacia la izquierda, a la que acusa de ser parte del problema. Y en un país de 6 millones de habitantes que tiene a casi 3 viviendo en Estados Unidos, un contingente migrante que manda, en calidad de remesas, lo que constituye un cuarto del PBI, el problema es evidente.  Entonces funda un partido –Nuevas Ideas– pero no consigue los requisitos para ser candidato presidencial. Pero no importa: se presenta con el sello de un partido minoritario de derecha –GANA– y saca el 53% de los votos, suficiente para triunfar en primera vuelta.

Ahí es cuando lo conocemos. Vemos sus tweets, en los que da órdenes a ministros o manda a los ciudadanos a dormir. Se gana un apodo: “El presidente que gobierna por Twitter”. Pero, sabremos después, es mucho más que eso. 

En movimiento

Las alarmas se confirman con la llegada de la pandemia. El gobierno de Bukele responde rápido: cierra aeropuertos y establece una cuarentena estricta. Pero el marco es tentador, porque el presidente aún no tiene mayoría en el parlamento, y la crisis sanitaria le permite gobernar por decreto, empoderando al Ejército y la Policía, que recibe más presupuesto y vía libre para la mano dura. Se denuncian cientos de violaciones de DDHH durante el estado de emergencia, principalmente detenciones arbitrarias. Los centros de cuarentena se llenan de gente en situación de hacinamiento. La movilidad se restringe. 

Pero Bukele no pierde apoyo popular; al contrario, su imagen crece. Las medidas son aceptadas y, además, el gobierno entrega un subsidio de 300 dólares que alcanza a la mayoría de familias, a las que también asiste con entrega de alimentos. Lo financia, al igual que la mayoría de las obras de infraestructura, tomando deuda, que al principio es rica, pero después… bueno, la cuestión es que la deuda aumenta los primeros dos años de manera vertiginosa: pasa del 70% del PBI a casi el 90%. 

El freno llega a través de la justicia. La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema ataca los decretos presidenciales mientras el fiscal general comienza a investigar a funcionarios involucrados en compras dudosas, justificadas por la pandemia. Pero Bukele se rebela, dice que no va a acatar los fallos.

La venganza se cobra el primero de mayo de 2021, el día en que asume la mayoría parlamentaria que Bukele conquista en las legislativas de marzo. La primera tarea del nuevo Congreso consiste en destituir a los cincos jueces de la Corte y al fiscal general, para reemplazarlos por perfiles afines. La medida termina de poner en guardia a la mentada comunidad internacional, principalmente a Estados Unidos, cuya flamante administración demócrata ya no tiene la misma tolerancia y apertura que tenía Trump. Pero a Bukele no le importa. De hecho les manda un mensaje:

¿Cómo hizo Bukele para lograr una mayoría absoluta en el Parlamento? Además de la popularidad cosechada durante la pandemia, el presidente se anotó puntos en un frente crucial, uno que había sido protagonista de su campaña presidencial y que cruza la vida cotidiana del país: el crimen y su vínculo con las pandillas. La tasa de homicidios se desplomó a niveles históricos: el país pasó de tener una tasa de 50 asesinatos cada 100.000 habitantes en 2018 a 20 en 2021 (en 2015 la cifra superaba los 100). Bukele se aferró a estas noticias para engordar su relato sobre la “eficiencia” de su gestión, en este caso de su “plan de control territorial”, del cual se sabía más bien poco. Era apenas un lema, un eslogan. 

En agosto, El Faro (un medio que, no está de más decirlo, hace gala de su nombre y es de lo mejor que tiene el periodismo latinoamericano) reveló que Bukele había negociado con las tres principales pandillas del país para reducir los asesinatos. A cambio, los grupos pedían mejores condiciones carcelarias y otros beneficios, como empleo y créditos para sus miembros. El reportaje desnudó los mecanismos del gobierno, que emulaba las prácticas de sus antecesores, y terminó de quebrar la relación entre Bukele y la prensa, principalmente El Faro, a los que Bukele asedia permanente en Twitter, con eco en sus seguidores.

Le pregunté a Eduardo Moncada, profesor de la Universidad de Columbia que investiga sobre grupos de crimen organizado en América Latina, acerca del rol de las pandillas en El Salvador. “No hay municipio en el país que no tenga presencia de al menos una pandilla. Para la población son un actor que tiene una autoridad y poder similar a la del Estado. Les pagan impuestos de manera no formal, a través del mecanismo de la extorsión, y esa autoridad se ejerce en los barrios, en los negocios y hasta en la escuela”, me dijo. La relación entre el Estado y las pandillas ha cambiado según el tiempo (para más contexto, recomiendo esta entrevista), pero en los últimos años, me contó Eduardo, pasó algo singular: se volvieron actores ineludibles en campañas electorales y en la gestión, imposibles de ignorar para los partidos. Su presencia en la política creció.

Se trata de un vínculo que siempre está, pero cuya intensidad varía. “Hay períodos de rupturas y otros de coexistencia. Las pandillas pueden ejercer la violencia de manera estratégica al igual que el Estado, que puede aumentar la presencia en los barrios y molestar el cobro de extorsión. Así se reordenan los términos de negociación”. La ruptura se selló con los 62 asesinatos que se registraron en un solo día, una cifra que contamina los récords de Bukele. Los periodistas salvadoreños a los que consulté me dijeron que se trata claramente de un mensaje, pero en una comunicación cuyo contenido es opaco. “Está claro que estas son fichas de negociación y presión dentro del sistema de pactos que el gobierno tiene con las pandillas, pero no sabe cuál es el resorte de esto”, me dijo Paolo Luers, uno de los principales columnistas del país.

La respuesta de Bukele es esta megaofensiva de la que hablamos al comienzo, y que obedece a los mismos patrones de comunicación: el presidente comparte imágenes diarias en Twitter de presuntos pandilleros encarcelados, golpeados y asesinados por fuerzas de seguridad. Dice que ya llevan más de 20 mil detenidos, aunque el número no ha sido verificado por otras fuentes. Pero el problema no son las cifras. Según documenta Human Rights Watch, el gobierno está deteniendo masivamente a personas de barrios vulnerables en su domicilio o en la calle, muchos de los cuales no tienen ningún vínculo con las pandillas, y en todo caso el gobierno no se molesta en averiguarlo: los detienen y ya. En la cárcel, además de hacinamiento y casos de abuso policial, se enfrentan a una prisión preventiva que puede extenderse indefinidamente, de acuerdo a las reformas penales aprobadas por el Parlamento. 

Ese paquete de medidas punitivas también alcanza a los medios. Cualquier persona que transmita mensajes, desde textos hasta grafitis, que hagan alusión a las pandillas puede enfrentar 15 años de prisión. También se persigue a los periodistas que “reproduzcan y transmitan mensajes o comunicados originados o presuntamente originados” por pandillas y que “pudieren generar zozobra y pánico a la población en general”.

Según la consultora CID Gallup, el 91% de la población está de acuerdo con las medidas de Bukele contra las pandillas.

Y es curioso, porque en el comienzo del correo escribí, casi sin pensar, que Bukele estaba desmantelando la democracia de El Salvador. 

Eso fue todo por hoy. 

Un abrazo,

Juan

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Creo mucho en el periodismo y su belleza. Escribo sobre política internacional y otras cosas que me interesan, que suelen ser muchas. Soy politólogo (UBA) y trabajé en tele y radio. Ahora cuento América Latina desde Ciudad de México.