La armada Brancaleone

¿Por qué recordamos tan especialmente Italia 90? La selección del bidón y los penales. De “Diego contra el mundo”.

Recuerdo haber llegado a Italia con el recuerdo todavía fresco de México 86. Diego, Inglaterra y el Azteca. Mi primer Mundial como periodista había sido, nada menos, Argentina 78. Seguí luego con España 82. Y, además de Francia 98, estuve también en las tres últimas Copas (Sudáfrica 2010, Brasil 2014 y Rusia 2018). No haber ido a Estados Unidos 94 me ayudó al menos a ser testigo cercano de una Buenos Aires de luto, como casi nunca había visto antes. Imposible olvidar las caras en la calle y en el subte a la mañana siguiente, no por la eliminación (que sucedió un día después), sino por el doping de Diego. Sabíamos que era su despedida. Que era el final. Comparto este racconto para decir que guardo momentos únicos de cada uno de los ocho Mundiales a los que asistí. Pero el Mundial que me dejó más de esos momentos únicos, contradictorios e intensos, fue Italia 90.

Primera gran imagen: pocas veces sentí en un estadio un triunfo tan inmerecido como el de Argentina contra Brasil en Turín. Octavos de final inesperados, porque la selección de Carlos Bilardo, tras la derrota inaugural ante Camerún (“El subsuelo del fracaso”, tituló El Gráfico) se había clasificado con lo justo a segunda ronda, como mejor tercera de grupo. Fue la tarde de los palos que salvaron a “Goyco” y de la jugada Maradona-Caniggia, ellos solos contra ocho brasileños para anotar el increíble 1-0.

Inmerecido sí, pero castigo también para el Brasil de Sebastiao Lazaroni, un DT que amaba el catenaccio y era más bilardista que el propio Bilardo. Era todo un insulto para el fútbol que, también en estos mismos días, celebra sus cincuenta años de México 70, la selección de Pelé y el “Tri”, acaso la mejor de todos los tiempos. Fue futebol-arte en plena dictadura. En años de “Pra frente Brasil”.

La mano de Dios

Mi segunda imagen eterna de Italia 90 sucedió en el San Paolo, donde Maradona había anotado en primera rueda contra Rusia su segunda Mano de Dios, pero en área propia y para salvar una posible derrota que hubiese significado eliminación récord de un campeón mundial. El árbitro (¿no era que la FIFA era antiArgentina?) dejó pasar y allí estábamos entonces, otra vez en el San Paolo, pero ya en semifinales y contra Italia, organizador y anfitrión de la Copa. ¿Cómo no se dieron cuenta los tanos que el San Paolo iba a ser justamente el único estadio de toda Italia en el que Maradona iba a ser bien recibido? La imagen de la que hablo no es por el triunfo en sí. Sucedió apenas Goycochea atajó el penal decisivo. Me levanté apresurado de mi pupitre. Quería llegar rápido a escribir a la sala de prensa. Pero, apenas me incorporé, advertí que alrededor mío solo había dolor y silencio. Napolitanos que no podían ni querían insultar a Diego, su héroe, su verdugo. Nunca viví una situación igual dentro de un estadio. Recuerdo haber llegado casi en puntas de pié hasta la sala de prensa. Que mi prisa no incomodara tanto dolor. Porque los demás eran estatuas. Todos petrificados porque había sucedido lo que jamás habían previsto. Los estadios son esos pocos lugares donde el dolor privado se hace tan público. Pero sigue siendo privado.

Y, tercera y última imagen, pocas veces sentí yo mismo tanta tristeza en una cancha como en la final contra Alemania en el Estadio Olímpico de Roma. Y no por la derrota. Quién más, quién menos, todos tenemos algún antepasado italiano. Argentinos que nos sentimos italianos. Y creemos que eso es recíproco. No fue así esa noche. Miles y miles de italianos con camiseta alemana. Silbando al himno argentino como pocas veces escuché en un estadio. Y Diego esperando que la cámara lo enfocara para dejar de cantar el himno y responderle a todos.

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Su “hijos de puta” en la pantalla gigante del estadio, en la tele globalizada, igualó la silbatina furiosa del estadio. Lo silbaban a él. Al Diego del Napoli que vivía reivindicando al Sur pobre y siempre castigado. “Nápoles, la provincia más norteña del Africa”, decía el personaje de Vittorio Gassman en “Perfume de mujer”. Diego que superaba hasta a Saddam Hussein como “el personaje más odiado de Italia”, como decían las encuestas. Mi tristeza fue por ese linchamiento. Ver cómo el fútbol puede sacar lo mejor y también lo peor de cada uno. Lamenté menos el 1-0 de Alemania. El penal polémico que sancionó el mexicano Edgardo Codesal cuando faltaban seis minutos para ir otra vez a la definición por penales. Esa selección no merecía el título. Campeón sin atacar (cinco goles en siete partidos). Campeón de penales. No lo merecía el fútbol.

“Nosotros contra el mundo”

¿Por qué entonces produce tanto recuerdo Italia 90? ¿Por qué si, además del juego avaro y pobre, el avance incluyó el famoso y nefasto bidón contaminado a Branco en aquel partido contra Brasil? ¿Y sumó también la quema deliberada de una bandera argentina en la concentración de Trigoria para que el equipo, a falta de fútbol, tuviera al menos una nueva recarga de motivación? El “enemigo externo”, el “nosotros contra el mundo”, es un viejo motivador futbolero. El recurso de la victimización. Bilardo lo llevó a límites impensados.

Antes del Mundial, cuando hasta el presidente Carlos Menem presionaba para que Bilardo llevara a Ramón Díaz, el DT reunió al plantel y le comunicó cuáles serían las reglas internas. Aclaró que esas reglas eran iguales para todos los jugadores menos para uno. Y que si alguien no estaba de acuerdo que entonces lo expresara allí mismo porque no podía formar parte del plantel. Ese uno, el exceptuado, era Maradona, claro. “Carlos -le dijo Diego a Bilardo, palabras más, palabras menos, antes del Mundial- no me pidas lo de México 86”.

En Italia Maradona se sentía casi como en casa. Salía cada tanto. Bilardo llevó a Trigoria a José Luis “Tata” Brown, héroe en la final contra Alemania en México, pero afuera del plantel en Italia por lesión. Cuando Maradona salía, Brown debía cuidarlo. Una vez volvieron a Trigoria ya con la luz del sol. Era día de prensa y ya había periodistas tempraneros. Maradona, dormido, fue acostado en el asiento de atrás para que nadie lo viera. El preparador físico Ricardo Echeverría (“El Profe”) ayudó a subir a Diego a la habitación.

En rigor, Maradona llegaba al Mundial, según su preparador físico personal, Fernando Signorini, aún mejor que en México. Pero primero lo condicionó una uña lastimada y luego el tobillo hinchado como un melón. Y eso afectó sus ánimos. Recuerdo el día que accedí a una charla reducida mientras él corría la cinta. Yo miraba más a su tobillo que a cara. Con el tobillo así, fue lo primero que pensé, cualquiera de nosotros estaría en cama y con la pata levantada. Diego jugaba un Mundial. Era tal vez la mejor imagen de un esfuerzo sobrehumano.

Esa selección de los Dezotti, Monzón, Lorenzo que estaban allí jugándose el título, siempre al límite, parecía por momentos una “Armada Brancaleone”. Goyco para recibir el pase atrás porque no había a quién dársela y Goyco para atajar penales. La selección de los “Feos, sucios y malos” (otra gran película italiana) que arruinaba la fiesta del Primer Mundo, un mundial europeo que quería una final europea entre Italia y Alemania.

Una Italia que ya no era la misma. Que todas las noches ofrecía un show en la TV de mujeres que abrían sus camisas y ofrecían sus tetas. La TV de Silvio Berlusconi que avisaba la Italia que se venía. Y del otro lado la Alemania todavía odiosa. La del Kaiser Franz Beckenbauer, ahora DT, que, apenas después del triunfo, dijo en la conferencia de prensa que “seremos invencibles por años, lo siento por el resto del mundo” (veinte años después, en pleno Mundial de Sudáfrica, Beckenbauer me confesó que había llegado a la conferencia “algo borracho”, porque había bebido mucho champán en el vestuario con el canciller Helmut Kohl).

Noches mágicas

El fútbol como hecho bello puede ser inigualable. ¿O acaso no recordamos como un ideal platónico a la selección brasileña tricampeona de México 70? ¿Y el Barcelona de Pep Guardiola? Como nos sucede cuando vemos triunfos de exhibición de Roger Federer, esos que el suizo logra (o lograba) sin siquiera despeinarse y que, como escribió alguna vez David Foster Wallace, nos reconcilian al ver que “el poder y la potencia son vulnerables a la belleza”.

Cracks en modo Muhammad Alí: “Flota como una mariposa, pica como una abeja”. Es el genio, individual o colectivo, que todo lo hace simple. Una perfección que abruma, que nos hace creer que se puede ganar prescindiendo del esfuerzo y del dolor. La belleza, claro, también tiene otras formas. Y más en el fútbol, el “people’s game”, el deporte del pueblo, el reino del engaño y hasta de la trampa que nadie ve, esa última trinchera que, a veces, permite jugar mal, no tirar al arco y, aún así, ganar en el último minuto con un gol en offside. Con la mano. O atajando penales con Goyco, que después del Mundial vendió hasta slips. Algo así fue la banda sudaca que lideró un Diego maltrecho en Italia 90. Si había penales en la final y Goyco volvía a lucirse, Bilardo habría igualado al italiano Vittorio Pozzo como único DT bicampeón del mundo y sus esquemas tácticos podrían ser considerados piezas de culto.

Pero la Argentina de Italia 90 fue un milagro. Fue la selección que, en el Mundial de la música más hermosa (“Notti Magiche”), hizo honor a otra gran película italiana de Ettore Scola. “Brutti, sporchi e cattivi”. Feos, sucios y malos.

Soy periodista desde 1978. Año de Mundial en dictadura y formidable para entender que el deporte lo tenía todo: juego, política, negocio, pueblo, pasión, épica, drama, héroes y villanos. Escribí columnas por todos lados. De Página 12 a La Nación y del New York Times a Playboy. Trabajé en radios, TV, escribí libros, recibí algunos premios y cubrí nueve Mundiales. Pero mi mejor currículum es el recibo de sueldo. Mal o bien, cobré siempre por informar.