Fin de época

Donald Trump seguramente no tendrá éxito en su estrategia, que es por demás delirante. Sin embargo, esto no significa que su táctica haya fracasado. Los efectos institucionales de este hecho, aunque en enero asuma Biden, se desplegarán a largo plazo.

El presidente de los Estados Unidos está tratando de quedarse con una elección que no ganó. 

No, esa frase, aún siendo cierta, no alcanza a dar cuenta de la situación. No sólo el presidente está negando que perdió y está intentando diversas medidas judiciales y políticas para que lo declaren ganador a él, sino que la totalidad del Partido Republicano, todos los senadores republicanos (salvo dos) y una gran cantidad de funcionarios electos y de carrera de los estados (todos republicanos) lo acompañan. 

Lo primero que hay que señalar es que los resultados de las elecciones no están en duda ni fueron ajustados. No se trata de una votación como la del 2000, que se definió por un puñado de votos en un sólo estado, Florida. Biden ganó el voto popular por tres puntos, 51 a 47 por ciento, el equivalente a seis millones de votos. Pero en EEUU al presidente no lo eligen los ciudadanos, sino sus representantes, en el Colegio Electoral (cada estado elige un número de electores más o menos proporcional a la población). Biden tiene 306 electores, y Trump 232. Entonces, esta elección no fue una landslide (avalancha) histórica para Biden, pero fue una victoria más que contundente. No un 54% a 16%, pero un más que claro 48 a 40, digamos. 

Donald Trump seguramente no tendrá éxito en su estrategia, que es por demás delirante. Hasta ahora, las cortes estaduales en las cuales sus abogados presentaron pedidos de la anulación de elecciones rebotaron todas las quejas. Hace un par de días, el equipo legal del presidente Trump dio una bizarra conferencia de prensa en donde su abogado estrella, Rudy Giuliani, pareció transpirar un extraño líquido marrón por toda su cara, mientras la otra abogada decía que los demócratas habían hecho fraude electrónico. Puso como ejemplo que “todos sabían” que la compañía de software electoral Smartmatic había sido contratada por Argentina en 2019 para “alterar la elección” impulsada por Hugo Chávez y el dinero del comunismo. O sea, si entiendo bien, Chávez después de muerto convenció a Mauricio Macri para que contratase a Smartmatic sin licitación para que en la elección del 2019 gane Alberto Fernández. ¡No entiende quien no quiere!

Sin embargo, esto no significa que la táctica del trumpismo haya fracasado. Por primera vez en la historia, uno de los únicos dos partidos nacionales norteamericanos dijo públicamente que descreía del resultado de las elecciones, y avaló una estrategia político-judicial para negarlas y darlas vuelta. Hace dos semanas que la discusión pública gira sobre este tema, no sobre la futura administración de Biden. La oficina encargada de organizar la transición administrativa se niega a certificar los resultados, y el futuro gobierno no ha podido por lo tanto tocar ni un papel. ¿Qué pasará entonces la próxima elección? ¿Qué pasará si la próxima elección sí depende de un puñado de votos en Florida? ¿Qué pasará en la elección a senadores de Georgia que se realizará en un mes? Los efectos institucionales de este hecho no lo veremos hoy, ni mañana, sino que, aunque en enero asuma Biden, se desplegarán a largo plazo. Así como las marchas del Tea Party en 2010 finalmente encontraron su liderazgo en Trump, el proceso que se inició hoy es de final abierto e impredecible. 

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Voy a insistir en dos cuestiones que ya mencioné en newsletters anteriores. Primero, estos procesos no son ejemplos de outsiders marginales, sino que muestran la desafección democrática de sectores insiders, de la élite política, empresarial y profesional. No se trata sólo de Trump, sino de senadores, jueces, secretarios de estado, concejales, periodistas, profesores, abogados, jueces, economistas. Simplemente, se sienten fuera de las reglas de juego democráticas. Esta desafección democrática es asimétrica. En el año 2000 el Partido Demócrata aceptó el fallo de la Corte Suprema que dijo que George W. Bush era presidente; en el 2016 Hillary Clinton aceptó los resultados en 24 horas. Los demócratas juegan dentro de las reglas y las instituciones, en un momento en que hacerlo parece ser una desventaja. 

La segunda cuestión es que la centralidad imaginaria de EEUU lo transforma en un ejemplo para la región de Latinoamérica. Así como de repente en Argentina hay admiradores de Trump, o como Bolsonaro lo copia explícitamente, es razonable pensar que para muchos sectores negar o deslegitimar el resultado de las elecciones del año que viene se transformará en algo aceptable. En Argentina nunca se dio un proceso electivo nacional con sospechas (sí en elecciones provinciales); en el 2015 Daniel Scioli aceptó su derrota tempranamente y, si bien Cristina Kirchner no le traspasó los atributos de mando a Mauricio Macri (en mi opinión, debería haberlo hecho), nunca hubo dudas acerca del resultado electoral o de que Macri era el presidente legítimamente electo. Igualmente en el 2019: Mauricio Macri nos envió a dormir antes de dar a conocer las cifras el día de las PASO, pero nunca se puso en duda quién había ganado. Va a ser importante que los partidos de Argentina se comprometan a legitimar los resultados democráticos.

La presidencia de Donald Trump parece señalar un fin de época en la democracia norteamericana. Que los actores políticos retornen al status quo anterior, donde todo el mundo suponía o se veía obligado a decir que el sistema funcionaba de manera excelente, no parece ser una opción. Pero está bien, porque de las crisis se puede salir por abajo o se puede salir por arriba. Las instituciones, por sí solas, no defienden la democracia. Lo hacen las personas, con su acción y su decisión, y son ellas quienes pueden y deben definir las instituciones de la democracia.

María Esperanza

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Soy politóloga, es decir, estudio las maneras en que los seres humanos intentan resolver sus conflictos sin utilizar la violencia. Soy docente e investigadora de la Universidad Nacional de Río Negro. Publiqué un libro titulado “¿Por qué funciona el populismo?”. Vivo en Neuquén, lo mas cerca de la cordillera que puedo.