Escenas del diario de nuestro año de la peste

Responsabilidades en la pandemia.

En 1722 Daniel Defoe (el de “Robinson Crusoe”) publicó su libro Diario del año de la peste, cuyo título en inglés, A journal of the plague year, suena mucho mejor. Este libro relata en primera persona la peste que asoló Londres en 1665. Está escrito en primera persona, como si el autor hubiera vivido esa epidemia. El nivel de detalle del diario, que visita calles y barrios londinenses con precisión, no puede haber sido recuperado de la memoria de Defoe, porque éste tenía sólo cinco años en 1665. Sin embargo, parece que los escribió consultando los diarios de su tío Henry Foe, que sí atravesó la epidemia como adulto.

Aunque los hechos narrados en el libro sean en gran medida ficcionales, Defoe seguramente también hizo uso de memorias colectivas acumuladas por siglos. Las fiebres y pestes eran comunes en la gran ciudad,  sobre todo en verano. En sus magistrales libros sobre Thomas Crown y la corte del rey Henry VIII, Wolf Hall y Bringing up the bodies, Hilary Mantel cuenta cómo Thomas Crown perdió a su esposa y a sus dos hijas por la “fiebre sudorosa”, y cómo los ricos y la nobleza escapaban de las pestilencias veraniegas hacia sus mansiones en el campo con la llegada del calor para volver en invierno. Las epidemias rehicieron el mapa mundial más de una vez. Se calcula ahora que las enfermedades contagiosas traídas por los europeos a América mataron en pocas décadas al 90% de la población indígena. La arqueología está recién ahora desenterrando las ruinas de grandes ciudades de las praderas americanas que quedaron vacías súbitamente. Es imposible imaginarse la escala de esa desolación. 

En el libro de Defoe el narrador ficcional deambula por la ciudad como un flâneur de la tragedia extrañamente intocado y relata con distanciamiento las escenas de desolación y terror. Defoe narra historias de enfermos y muertos, predicadores gritando que la epidemia era el castigo por los pecados divinos y había que flagelarse, vendedores de curas y pociones, píldoras antipestilencia, remedios milagrosos del rey, cruces y reliquias bendecidas.

La sanidad urbana, las cloacas, la medicina y las vacunas volvieron las epidemias más y más raras, pero no las eliminaron totalmente. Resulta impresionante pensar que este, nuestro año de la peste de 2020, que nos trajo la peor crisis sanitaria en cien años, para la humanidad fuese un evento recurrente durante milenios. También nos mostró que la mente humana es la mente humana, y que los temores de hoy son los temores de ayer. No es casual entonces que, como decía el sociólogo Daniel Feirstein en Twitter, hayamos entrado ahora en “la fase animista” de la pandemia. Nuestra vida social e individual está definida por las vivencias y los relatos sobre la enfermedad desde marzo. Es agotador. Todos limitamos nuestros desplazamientos, nuestra sociabilidad, nuestros contactos con otros. El futuro parece haberse alejado: no podemos hacer planes de vacaciones, de viajes, de asados o cumpleaños. El tiempo corre demasiado lento y demasiado rápido a la vez. En síntesis: tenemos miedo. Y cuando los seres humanos tenemos miedo, recurrimos a la magia, a la furia, a la flagelación.

Es un desafío tratar de mantener la cabeza fría cuando tenemos miedo. Lo era en 1665 y lo es ahora. Pero, como decía el abogado Gustavo Arballo, nos tocó ser los adultos responsables durante esta crisis y tenemos la obligación de hacer lo mejor que podamos. Y esa obligación y esa responsabilidad es aún mayor entre quienes han aceptado cumplir funciones públicas y de gobierno. 

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Como mostró Defoe, tomar remedios mágicos es una conducta común en las crisis sanitarias. Dárselos de tomar a tu hijo es lo único peor a hacerlo. En la ciudad de Plottier, los padres de un niño de cinco años le dieron a tomar 750mm de solución de dióxido de cloro a lo largo de un día porque el chico estaba decaído y tenía dolor de panza. El niño entró en paro cardiaco y los esfuerzos de los médicos por reanimarlo fueron en vano. No está comprobado que la intoxicación haya sido la causa fatal, pero no debe haber ayudado. Ahora bien, salir por la televisión alentando a la gente a tomar sustancias tóxicas es una irresponsabilidad criminal. Así como ver “un famoso” con una marca de reloj legitima tu venta, ver una cara famosa tomándose una botella de dióxido de cloro “en la tele” también lo hace. Venderlo en tu sitio de comercio electrónico es inaceptable. ¿Podremos tener las conversaciones que hacen falta sobre sus responsabilidades?

Las marchas y flagelaciones también son comunes. Los predicadores modernos llaman a marchar en contra de…no se sabe bien qué. ¿La cuarentena? ¿La enfermedad? ¿La infectología? ¿Contra el gobierno nacional? ¿Contra el gobierno de Rodríguez Larreta que es del propio partido de quien convoca? Como en el caso de los que venden botellas llenas de algo en la televisión, la pregunta cabe por la reflexión y la responsabilidad de quienes convocan a marchar. ¿Suponen que no generará más contagios o lo saben y  no les importa? 

Edmund Burke, otro inglés del siglo dieciocho defensor del sentido común y que detestaba las fantasías escribió que “la sociedad es un contrato entre los vivos, los muertos y los por nacer”. Este contrato nos genera beneficios, pero también debe generar obligaciones hacia los demás. Hacia los médicos y médicas, enfermeros y enfermeras, y todo el personal de salud (técnicos de laboratorio, de rayos, psicólogos, kinesiólogos, nutricionistas, psicólogos, camilleros, personal de limpieza) que cada día se tragan su miedo y van a atender pacientes sin preguntarles quienes son o qué hacían, y que ven como cada día compañeros suyos se contagian, son internados, mueren. Hacia los trabajadores esenciales que se aseguran que tengamos qué comer. Hacia les niñes que no merecen vivir en un ambiente de pánico. Hacia todos los que trabajan doce horas diarias desde hace meses. Hacia todos los que no pueden trasladarse a sus mansiones el sur de Francia para volver cuando las cosas mejoren. Hacia nosotros mismos. Hacia el futuro. 

Debemos tratar por todos los medios posibles de comportarnos como adultos responsables. Debemos exigir a nuestros representantes que también lo hagan. Debemos exigir que quienes ocupan lugares de privilegio en los medios de comunicación nos hablen con la verdad y se responsabilicen cuando no lo hacen. Debemos poder procesar las malas noticias y la incertidumbre. Debemos poder sostenernos los unos a los otros.

Debemos transitar esto lo más enteros posibles.  Y después tendremos la obligación de luchar contra el más humano de los impulsos. Tendremos la obligación de no olvidar.

María Esperanza

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Soy politóloga, es decir, estudio las maneras en que los seres humanos intentan resolver sus conflictos sin utilizar la violencia. Soy docente e investigadora de la Universidad Nacional de Río Negro. Publiqué un libro titulado “¿Por qué funciona el populismo?”. Vivo en Neuquén, lo mas cerca de la cordillera que puedo.