El testimonio negro y el peso de la prueba

Mientras ser afronorteamericanx siga siendo sinónimo de criminalidad e inferioridad, será más cómodo proyectar la culpa en las víctimas que atreverse a cambiar la historia.

PRINCETON, NUEVA JERSEY-. ¿Dónde empezar? ¿Empiezo en el año 1619, cuando atracó en la costa de Virginia, entonces habitada por los pueblos Powhatan y Monacan entre otros, el primer barco con un cargamento de personas esclavizadas provenientes de África? ¿O quizás con la abolición oficial de la esclavitud en los EE.UU. en 1865, que condujo a lxs negrxs a una vida de precariedad profunda, enfrentándolxs, según relata Saidiya Hartman, “a la ausencia total de recursos, la amenaza de inanición, la falta de educación y la falta de tierras y propiedades consideradas esenciales para la independencia”? ¿Dónde empezar esta larga historia repleta de injusticias recurrentes, de libertades negadas, de sueños diferidos?

Quizás es mejor empezar con las leyes “Jim Crow”, que impusieron la segregación racial y mantuvieron la inferioridad de iure para lxs negrxs. Podría empezar también por los más de 3.400 linchamientos de gente negra y las tácticas extrajudiciales diseñadas para infundir terror en las comunidades afronorteamericanas. Varixs activistas y académicxs han narrado nuestra historia con estos hitos como momento inicial. Cualquiera de estas posibilidades como inicio me provoca estupor. No obstante, me acerco a la historia del asesinato de George Floyd a través de una genealogía de una violencia que trasciende generaciones. 

Y así llego al 25 de mayo de 2020. En una calle de Minneapolis, Minnesota, el policía Derek Chauvin presionó con su rodilla el cuello de Floyd durante 8 minutos y 46 segundos, hasta que este dio su último suspiro. Este acontecimiento marcó la ola de protestas que sacude actualmente a los Estados Unidos pero definitivamente no señala el inicio del problema. 

Llegamos a los puntos suspensivos eternos que se sucedieron tras las muertes de Trayvon Martin (2012), Tamir Rice (2014), Sandra Bland (2015), Philando Castile (2016), Eric Garner (2017), Breonna Taylor (2020); puntos suspensivos cuyos ecos reverberan en los asesinatos de Tony McDade (2020), Ahmaud Arbery (2020) y Rayshard Brooks (2020). Llegamos habitadxs por una historia que incluye el peso de todos esos años, de este agobiante presente, en el que el derecho de respirar libremente todavía está en debate para las comunidades negras; en el que nuestra voz, tan fuerte, todavía no es suficiente. 

(Y algunos se quejan del tono, nos dicen que es demasiado alto: ¿Podrías protestar en voz baja, por favor?)

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A pesar de que lxs negrxs y nuestrxs aliadxs registran día a día la realidad del dolor causado por el racismo con sus anécdotas y pruebas, muchos todavía no nos creen. Nuestros oponentes, audaces en ejercicios retóricos, cuestionan los datos que ofrecemos, nuestras experiencias, nuestros reclamos. Esto tampoco comenzó en 2020, sino que ha sido parte esencial de la historia afronorteamericana: el trabajo agotador de convencer, probar, justificar; y la frustración constante de saber que nunca las pruebas serán suficientes. 

Históricamente, la sociedad de los Estados Unidos no ha percibido el testimonio de lxs afronorteamericanxs como creíble. Mientras la esclavitud estuvo vigente, estaba prohibido que las personas esclavizadas testificaran en los tribunales contra los blancos. Incluso cuando estas personas escapaban y publicaban sus relatos autobiográficos, tenían que incluir una breve declaración de un “amigo” blanco que daba fe de que los hechos del libro eran verdaderos. En aquel entonces, una voz negra no podía pronunciar verdades. Más de un siglo después, seguimos siendo nosotrxs lxs responsables de la carga de la prueba; por definición, lxs negrxs somos a priori culpables. Al mismo tiempo, lo creíble y lo legítimo, la presunción de inocencia en sí misma, es blanca: son lugares ocupados por la blanquitud. El rechazo del testimonio de Rachel Jeantel en el caso de George Zimmerman, el hombre que asesinó a Trayvon Martin en 2012, es apenas un ejemplo.

En los tiempos de Black Lives Matter, el pueblo negro se ha respaldado en el uso de videocámaras para dar testimonio de su genocidio. Después de que un policía asesinara a Michael Brown en 2014 en Ferguson, Missouri, causando gran indignación pública, el gobierno estadounidense expandió el uso de las cámaras corporales (dispositivos fijados al uniforme de la fuerza pública). La ciudadanía siguió ese ejemplo: las redes sociales están inundadas con videos de civiles interactuando con la policía. Las grabaciones provienen de cámaras corporales, del celular de un espectador, de las cámaras fijadas en los autos de la policía, de cámaras de vigilancia, de una llamada por celular durante el incidente o del celular mismo de la víctima. Los videos no son sólo pruebas para el juicio contra el asesino de George Floyd: encarnan siglos de violencia estatal contra el pueblo afronorteamericano, violencia obliterada por la desestimación habitual de las pruebas.

Sin embargo, aunque las grabaciones corroboran nuestras reivindicaciones, también exponen la dolorosa realidad de que las vidas negras nunca han importado lo suficiente. Ahmaud Arbery fue asesinado por hombres blancos armados en Georgia. Sólo cuando apareció el video, dos meses después del hecho, las autoridades locales emprendieron acciones legales. ¿Por qué tuvieron que pasar meses antes de que la policía procesara el caso? Incluso ante evidencia incontrastable, al día de hoy muchos culpables siguen saliendo libres, como los asesinos de Trayvon Martin, Breonna Taylor y Philando Castile. Estas estructuras de poder, que desestiman las vidas negras, producen a su vez una realidad aún más grave: con menos pruebas que en esos casos, tribunales y jurados han condenado a muchas personas negras a la cárcel o, sin más, a la pena de muerte. 

Como cabría esperar, semejante comportamiento institucional tienen su correlato más allá del sistema judicial. En 1955, una mujer blanca acusó a Emmet Till, un joven negro, de haberla silbado al pasar. En respuesta inmediata, dos hombres torturaron y asesinaron a Till, sin enfrentar ningún tipo de consecuencia. En esta misma genealogía abrevó Amy Cooper, hace apenas poco más de un mes, cuando decidió llamar a la policía porque “un hombre afroamericano” supuestamente la amenazaba de muerte mientras paseaba por el Central Park de Nueva York. Ella sabía bien que no era cierto, pero tenía la certeza de que su palabra blanca y la negritud del hombre bastarían para volver a la escena verosímil.

Si los videos fueran suficientes para disuadir sobre el genocidio rampante en contra de las personas negras, tal vez no habría tantos. Pero, a menudo, parece que son nada más que una molestia para la policía, una pesadilla publicitaria que los atormenta por unas semanas, hasta que las imágenes caen en el olvido y pueden dejar de fingir que les importan. 

Ahora bien, más allá de su valor probatorio, la crueldad contenida en estos videos de circulación masiva nos enfrenta a otra realidad. Su reproducción en loop nos expone más y más a la muerte de nuestra gente. En pocas palabras, refuerzan el carácter espectacular del sufrimiento negro.

La circulación de estas imágenes se vuelve incontrolable una vez que empiezan a navegar los mares de la virtualidad. Al inundar los sitios web, o bien traumatizan, o directamente terminan insensibilizando a lxs espectadores. Ser expuestxs repetidamente a imágenes estandarizadas de gente negra muriendo en muchos casos nos termina familiarizando con la violencia explícita. Inconscientemente, llegamos a asociar lo negro con la muerte, la muerte con cuerpos desechables, y a esos cuerpos con cosas no humanas, objetos, que vemos sin sentir empatía en la pantalla. El dolor es necesario, pues precede al cambio. Saidiya Hartman se preguntaba, pensando en quienes leían los relatos autobiográficos de lxs esclavizadxs, lo que yo me preguntaría también sobre quienes miran, hoy en día, estos videos: ¿son testigxs que “confirman la verdad de lo que ocurrió” o son “voyeurs fascinadxs y repelidxs por exhibiciones de terror y sufrimiento”?

En última instancia, los videos tampoco alcanzan para aquellxs que no confían en la voz ni la palabra negra. Son quienes eligen negar lo que aparece con claridad en las imágenes, con el único propósito de seguir a gusto, sin la necesidad de confrontar cómo sus privilegios y sus prejuicios perpetúan el racismo sistémico. Después de ver un video, algunos preguntarán, “¿por qué no cooperó con la policía? ¿Tenía antecedentes penales? ¿Por qué estaba en la calle tan tarde?”. Quienes levantan el dedo acusador olvidan adrede que la muerte no es el corolario necesario de estos altercados.

Siempre que ser negrx siga siendo sinónimo de criminalidad e inferioridad, siempre que la negritud se vea como equivalente a lo inhumano o, todavía más, a la muerte misma, será más cómodo proyectar la culpa en las víctimas que atreverse a cambiar la historia mediante un trabajo activamente antirracista. ¿Cómo podemos honrar las voces de quienes han muerto injustamente? Nos aseguraremos de que ya nadie se sume a esa lista, mientras escuchamos a quienes todavía estamos aquí. 

¿Y dónde nos deja esto? ¿Qué podemos hacer? ¿Qué podés hacer vos? Tenemos que ser proactivxs: demandamos que todos los perpetradores sean juzgados en los tribunales, que el gobierno desarme y eventualmente elimine a la policía y que los fondos excesivos que típicamente se destinan a la fuerza policial se dediquen, en cambio, a fortalecer causas como la educación, la salud pública y los servicios sociales. Además, apoyamos a las organizaciones de base que trabajan para mejorar a las comunidades marginadas, financiamos colectivamente estos barrios y generamos conciencia sobre la historia que aún hoy nos atormenta. Y nos expandimos, también, más allá de las fronteras de Estados Unidos, pues el racismo, lamentablemente, no es exclusivo de nuestro país.

Estudiante de doctorado en el departamento de inglés y literaturas afroamericanas en la Universidad de Princeton, Estados Unidos. Además, es traductora, artista y música.