El secreto de sus ojos

¿Por qué De Cecco es tan bueno? La historia del armador de la Selección.

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El fútbol fememino atraviesa una movida inédita en el mundo. La transmisión de los partidos de la liga nacional será gratuita y abierta. Las pantallas serán cuatro que irán rotando. La TV Pública, Deportv, Deportv móvil y la plataforma Contar. 

Te tiro la grilla de hoy para hacértela más fácil:

  • A las 11, Gimnasia vs Lanús (Deportv)
  • A las 13, Villa San Carlos vs Uai Urquiza (Deportv)
  • A las 15, Deportivo Español vs Racing (Contar)

El secreto de sus ojos

Esa noche imaginó que si su hijo soportaba esa presión podría ser lo que es hoy. Ricardo se masticaba las uñas en una tribuna de las que hacen eco. Estaba en San Juan. Con otras siete mil almas. En el debut de la Liga Mundial de 2006. Giba había sido elegido el mejor jugador de la medalla dorada que Brasil había obtenido en Atenas 2004. Veinticinco títulos le justificaban el calificativo de superhéroe. Marcos Milinkovic tenía 34 y lideraba una generación que comenzaba a despedirse. Con el rostro serio, las cejas arqueadas y el peinado raya al medio, había un chico que llevaba en la espalda el número 15. Andaba por los 18 años. Ocupaba el oficio de armador de la Selección argentina. Que durante dos décadas habían consagrado Waldo Kantor y Javier Weber. La victoria era imposible. Un resultado no es una ciencia exacta. Al papá se le sacudió el corazón cuando su pibe se sostuvo en el aire y bloqueó el balazo de la bestia brasileña. Luciano De Cecco había llegado del otro lado del río. Había ganado. Nadie lo sabía. Sólo en la verdadera ciencia de un padre se puede advertir que una derrota 3-0, quizás, sea el gen de un triunfo. Quince años después. En Tokio. Contra la misma camiseta. De bronce. Para siempre.   

No se animaba. Lo carcomía que a su viejo le molestara. “Quedate tranquilo, lo va a entender”, lo maquinaba su mamá, que había sido voleibolista en Unión de Santa Fe. Era un adolescente en territorio de decisión vocacional. Ricardo De Cecco es uno de los pocos tipos en la historia del básquet argentino que obtuvo un Mundial de Clubes. Con Obras. En 1983. Seguía siendo director técnico. De prestigio. Romper un linaje nunca deja de ser como atravesar una pared. Unos días antes, un entrenador de la Generación Dorada había llamado, preocupado, a su progenitor: “¿Qué pasó con tu pibe?”. Rubén Magnano, que coordinaba también juveniles de la pelota naranja, no decodificaba cómo el hijo de De Cecco no se había presentado a la selección Sub-15. “Ahí fue cuando lo perdimos”, todavía, repite, el padre. Luciano, en una conversación corta, emprendió un rumbo que alteraría su historia y la del vóley argentino. Todo cambió cuando respondió que sí al tenso subrayado que venía tras la repregunta: “¿Estás seguro?”.

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Tenía el problema de los incipientes deportistas: ser es irse de casa. Su primera experiencia no había sido del todo buena. Ben Hur de Rafaela lo había captado para jugar al básquet. No estaba tan lejos de su Santa Fe. Era el 29 de abril de 2003. Las noticias le helaron la sangre. Su familia, sus amistades, su barrio y los estadios, sepultados en una brutal inundación. Más de cien muertos. Un corazón no se endurece porque sí. Necesitó regresar a casa. El problema era que no le querían dar el pase libre. Permaneció picando la pelota en su club. Hasta que lo invitaron a probarse en Bolívar. Al vóley. En una de las tantas travesías deportivas de Marcelo Tinelli.

En la década del 80, Ferro fue declarado como una institución modelo por la UNESCO. Ricardo había sido contratado para jugar allí al básquet. El club poseía una guardería deportiva que sintetizaba el ideal que los De Cecco pretendían como crianza. Un problema familiar los obligó a pegar la vuelta a Santa Fe. Intentaban hallar un lugar semejante para su hijo. Apareció Gimnasia y Esgrima. En la calle 4 de enero. Dos horas de natación, una de educación física general y una de currícula normal. Quien sabe cuál era su primera y cuál su segunda casa. Volvió tras extrañar en Ben Hur. Los jueves, su mamá, laburaba hasta las 21.30 y luego lo buscaba. Él la estaba esperando cuando le chiflaron que el armador de la Primera había faltado. “Yo iba a divertirme, no a jugar”, explica hoy. No existen las casualidades sin causalidades. Ni viceversa. Ni cracks sin clubes de barrio. Luciano había encontrado el secreto de sus ojos. 

“Hubo un día en que me di cuenta de que era bueno para esto y no para otras cosas”, repiensa ahora. Fue a probarse a Bolívar. Quedó. Le ofrecieron pensión y escuela. A su papá no le preocupaba tanto que dejara el básquet. La pasión por la pelota naranja estaba asegurada. Las paredes del cuarto de Luciano exhibían pósters de Michael Jordan y de Magic Johnson. Temía que, otra vez, sufriera el desarraigo. Más en un juego de dinastías. Quién podía creer que en breve lo cederían a préstamo a Azul Vóley. Que el club estaba al borde de descender. Que sería titular. Que asumiría la responsabilidad de salvarlo. Que lo lograría. 

Jon Uriarte fue un prócer de bronce hasta que los Juegos Olímpicos de Tokio ya lo dejaron descansar. Triunfó en Seúl 1988. No se dedicó a estar como trofeo en repisa. Asumió el rol de formador. Era el entrenador de la Selección Argentina en la Liga Mundial de 2006. Decidió convocar a De Cecco, pese a que era un niño: “Mi idea de acelerar un joven es que el adulto responsable debe asumir los riesgos y los costos. Ser un paraguas de las deficiencias que puedan surgir de la inexperiencia. En su caso, partía de una capacidad innata. Como fuera que lo ayudara, él iba a llegar”. Flota sobre la imagen de De Cecco la idea de un ser de otro mundo. Como si hubiera aparecido desde otra galaxia, con una genialidad sobrevolándole el cuerpo. Tan épico que hasta la narrativa que llevó en su cabeza pareciera justificarlo.

Era mediados de abril de 2006. Estaba en La Pampa, con el Sub-18. Revisaba internet. Detectó su nombre perdido en la convocatoria de la Selección Mayor. Regresó a Santa Fe. Su mamá lo atendió con el mensaje: “Tenés que presentarte en el Cenard”. Aterrizó en Buenos Aires. No estaban las figuras. Era una preselección. Todo le sonó más lógico. Días más tarde, llegaron los cracks. En mayo, en la jornada en que el tamiz separa los talentos, ni escuchó y empezó a marcharse con los más pibes. Hasta que lo frenaron. Se quedaba. Para siempre. Por tres Juegos Olímpicos. Hasta que quiera irse.

Funcionamiento de la cabeza del genio

–¿Cómo se construye la decisión de hacia dónde armar?
–Yo veo mucho vóley. Todas mis decisiones se basan mucho más en mis compañeros que en los contrarios. Trato de aprovechar situaciones de juego que los van a favorecer. Tengo en cuenta los pros y los contras de los míos y también las debilidades de los rivales.
–¿Entonces estudiás mucho?
–Sí, pero todas las veces que estudio mucho después, durante el partido, tengo que cambiar los planes.

El vóley tiene un sistema de posiciones obligatorias. El reglamento determina que el armador debe estar cruzado con el opuesto, los puntas con los puntas y los centrales con los centrales -o con el líbero-. Estaban en Córdoba. En un amistoso contra la primera de La Calera. Luciano transcurría los 12 años. Ingresó de suplente. Miró al segundo árbitro de la cancha. Señaló: “Están haciendo zona”. Ariel Pons, su entrenador, terminó con la boca abierta: “Antes de armar la pelota, ya sabía dónde estaban hasta los rivales”. Era su segundo deporte. Amaba el básquet, lo jugaba y le sobraba técnica hasta para ser campeón en los juegos provinciales de Santa Fe a los quince años. Había -hay- algo de poder mutante a lo que no podía renunciar. En sus ojos y en sus manos, reside un cierto arte de rewind y de fast-forward. Eso y una valentía como para entrar y darle indicaciones hasta a un juez.

Su segunda renuncia fue aceptar que no sería atacante. En su casa, lucían dos estadísticas pegadas en la pared. Se las había recortado su mamá. Un fibrón verde resaltaba una jornada de muchos saques y otra de bloqueos. No fue un proceso sencillo. “Me di cuenta de grande, por 2013”, relató. Le sacó el jugo a disfrutar eso de que los puntos de sus compañeros fueran los suyos.

Tras la Liga Mundial de 2006, halló su espacio en Bolívar. En noviembre, viajó al Mundial de Japón. Se convirtió en el armador argentino más joven en la historia en disputar una competición de ese nivel. Retornó a su equipo. Conquistaron la Liga Nacional. Jugaba de titular en la Selección. En su club, era suplente del brasileño Willian. Un crack. Al que estudiaba en forma de esponja. Necesitaba pisar más la cancha. Uriarte se lo recomendó a Julio Velasco -DT de Argentina en Río 2016-. Lo pidió para el Montichiari de Italia. Luciano quería competir. Como fuera. Lo cedieron a Belgrano de Córdoba. El último movimiento antes de saltar al cielo.

El mercado de este deporte no suele tener compras y ventas. Hay contratos que caducan. Se buscan nuevos clubes. Son muy pocos los casos de intercambio mayor. Como en el fútbol, los clubes invierten en puntos. Los opuestos son los más buscados. De Cecco es un armador. Franquicia. Tan top que Perugia -su último club- y Citanova, actual, son los mejores de Italia, la NBA de este deporte. En su última temporada, logró la Serie A y la Copa. En los Juegos Olímpicos de Tokio, obtuvo el premio al mejor armador del torneo. 

El tren al que se subió De Cecco le mutó la vida. Sintió ese flash cuando vestía los colores del Monza y marchó, por la Champions League, a Finlandia. Parado en la imaginaria línea que divide el polo norte con el polo sur. “Imaginate que yo vengo de un campito de Santa Fe y estaba donde supuestamente está Papá Noel”, relataba. La tuvo que pelear. Le costó nueve años en Italia desembocar en su mejor momento. La alegría plena fue en 2018 cuando se le dio la Serie A al Perugia. El triunfo era una excusa en la enseñanza: “Lo esperaba, lo busqué y lo voy a seguir buscando porque sin esa motivación no hay nada que me empuje a seguir”.

Facundo Conte, Sebastián Solé y De Cecco fueron los tres que llegaron a Tokio con tres Juegos Olímpicos en la espalda. La experiencia constituía una marca. Caer en cuartos de final en Río 2016, frente a Brasil, fue insoportable. El relato de que los bronces de Seúl 88 serían los únicos lo agotaba. Declaró que Argentina ejercía una mirada del éxito mediocre. El pasado le comía los tobillos. Varió el pensamiento. Se aferró más que nunca a su rol de líder: “La cabeza es muy importante. Sos realmente inteligente cuando podés separar los problemas personales de los deportivos”. El lema lo cargó al límite: falleció su abuela y al otro día se presentó a jugar un partido. Como si nada. Sin comunicarle a sus compañeros el dolor que había sentido.

No sólo es negativo. Lo personal puede transformar lo laboral. En los Juegos de Río, De Cecco se puso en pareja con la tenista Paula Ormaechea. Ella es vegana. Él comenzó su tercera década de vida. Compitió en más de sesenta partidos en una temporada. Su cuerpo le pedía ajustes. Aprendió. El amor le permitió probar cómo era entrenarse sin consumir gaseosas o harinas. “Me decían eso y yo decía que ni loco. Te aseguro que hay un mundo increíble que da resultados con eso”, planteó en una entrevista con Enganche. El sostén lo transformó en una estrella de elite. Se enganchó con el deporte de la raqueta no porque le gustara sino porque se sentía mal en conversaciones con colegas de su pareja en los que no comprendía nada. Solo en el cajón de razones más atesoradas sabrán él y ella cómo dos deportistas de alto rendimiento sobrevivieron a practicar en un departamento de Perugia, encuarentenados, durante la pandemia. O cuánto más fácil le hubiera resultado ese trayecto sabiendo que al final habría recompensa.

Los ojos serios. Los gestos calmos. El andar sin ampulosidad. Ser capitán en Argentina sin ser gritón suena a chiste. Serlo habiendo vivido una década en Italia, con apellido tano, parece una exageración. La magia es un arte tan atrayente que no hace falta alardearla. En cualquier equipo de cualquier cosa, cuando el fuego crece, se cierran los ojos, se confía en el crack y se le pasa la pelota para que resuelva. En silencio, entrecerrando los ojos cuando los otros acaban de meter un punto clave, craneando el destino de los minutos que vendrán, ejerce su liderazgo en silencio. 

Hay algo de los dioses en arriesgarse a manejar el tiempo. Es de madrugada en Buenos Aires. Brasil le come los tobillos a Argentina para robarle el bronce. Yoandri Leal, el cubano nacionalizado brasileño, está imparable en el remate. Le toca el saque al armador argentino. Muta la estrategia. Apunta todos los balazos al retador imparable. Lo busca para que, tras recibir, ya no pueda llegar a atacar. Dominar el mapa en el bocho es la mitad de vencer. Lo otro es la valentía de hacerse cargo de lo que se ve. Para que haya luz, otra vez debe haber habido oscuridad. Si se la bancaba o no, su papá ya tenía la respuesta hace quince años. 

Por algo, el bronce brilla.

Pizza post cancha

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Esto fue todo.

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Abrazo grande,

Zequi

Soy periodista desde 2009, aunque pasé mi vida en redacciones con mi padre. Cubrí un Mundial, tres Copa América y vi partidos en cuatro continentes diferentes. Soy de la Generación de los Messis, porque tengo 29 y no vi a Maradona. Desde niño, pienso que a las mujeres les tendría que gustar el fútbol: por suerte, es la era del fútbol femenino y en diez años, no tengo dudas, tendremos estadios llenos.