El recreo prohibido: legalización y regulación del mercado

¿Por qué limitar el desarrollo de un mercado de cannabis al consumo medicinal y de productos derivados? Ezequiel Arrieta, de El Gato y La Caja, explora en esta nota la legalización del cultivo para consumo recreativo como una estrategia posible para la política argentina sobre drogas.

Ya pasaron 13 años desde que la Suprema Corte de Justicia declaró inconstitucional la penalización de la tenencia de sustancias psicoactivas para consumo personal. Sin embargo, al menos 2 de cada 3 detenciones que se realizan por violación a la ley de drogas son por ese motivo. Si bien hoy en día el poder judicial desestima estos casos (a veces inmediatamente), para las personas detenidas el asunto no se resuelve así nomás. Con suerte, implica una estigmatización y horas de detención y traslados. Con mala suerte, meses en prisión (nota aparte las pésimas condiciones de salubridad del sistema carcelario, con todos los riesgos que eso implica). Y lo cierto es que, para el Estado, procesar a una persona no es gratis. Es un derroche de recursos humanos y materiales. De hecho, en la Argentina se gastan unos 40 millones de dólares por año en causas por tenencia de drogas para consumo personal.

Entonces… ¿por qué pasa esto? ¿Por qué sigue pasando? ¿Qué hace que un Estado insista en sostener una ley contraria a toda evidencia, nociva para las personas y tan cara para la burocracia? La respuesta, probablemente, tiene que ver con la moral. Y no, no vamos a repasar una vez más la historia de cómo el prohibicionismo estuvo siempre asociado a la segregación y persecución de grupos sociales. Mejor que eso, analicemos la contradicción que reside en el corazón de la legislación actual, en pleno 2022.

El buen comienzo

En principio, las políticas públicas se diseñan para cumplir un objetivo. En este caso, la idea de la “guerra contra las drogas” es proteger la salud de las personas y mantener el orden social. Sin embargo, este esquema (tan replicado globalmente) no ha demostrado ser efectivo para lograr ese objetivo y, de hecho, generó siempre el efecto contrario. Si no tuviésemos muchísima evidencia local, regional y mundial de lo que resultó implementar políticas prohibicionistas con foco en la persecución de los consumidores, sería razonable continuar unos años más para evaluar su impacto. Pero la tenemos. Llevamos acumulados 50 años de “guerra contra las drogas” y sus efectos son suficientes para decir “basta”. Prohibir simplemente no es una opción viable, y el consenso científico refleja contundentemente la necesidad de cambiar las políticas sobre drogas

Pero lo cierto es que las cambiamos. Esta misma nota admitió hace pocos párrafos que la Suprema Corte de Justicia dio un primer paso en esa dirección hace 13 años. Dejar de considerar como criminales a los usuarios es un buen primer paso. Siempre y cuando no afecte a terceros, el consumo de sustancias psicoactivas no debería ser un motivo para que el Estado intervenga en la vida privada de las personas. Es conocido el caso de Portugal, uno de los países que se animó a avanzar en el tema, y en el año 2001 descriminalizó el uso y posesión de sustancias para consumo personal. La medida tuvo un efecto inmediato sobre el gasto público: se redujo a la mitad el dinero asociado a procesos judiciales y encarcelamiento. El “excedente” fue reinvertido en programas de prevención de consumo y atención de salud, por lo que el consumo no aumentó. De hecho, se observó una disminución del consumo en adultos y adolescentes, así como también de la mortalidad por sobredosis. Es cierto que las sustancias siguen siendo confiscadas y en algunas oportunidades las personas que poseen drogas son enviadas a hacer servicio comunitario, pero el caso de Portugal nos muestra que la descriminalización es un mejor escenario que la prohibición y persecución.

Aun así, no alcanza. Despenalización no equivale a legalización y mucho menos a regulación, por lo tanto no es suficiente para proteger la salud de las personas y mantener el orden social que, recordemos, es el objetivo último que se supone que estamos persiguiendo. Porque en el escenario de un mercado desregulado, las personas que desean consumir sustancias psicoactivas se enfrentan a una gran incógnita: ¿dónde se consigue?

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Puntos de venta

El cannabis está en el botiquín de la humanidad desde hace miles de años, pero también se lo utiliza de forma recreativa desde hace, al menos, el mismo período de tiempo. Hoy, en pleno siglo XXI, la legislación argentina todavía constituye una traba para el disfrute y el bienestar que proporciona el uso recreacional de la marihuana. ¿Acaso el estado de relajación que le provee la marihuana a una persona con un trastorno de ansiedad no es el mismo que disfruta otra que la utiliza después de un día agitado? ¿Hay que tener un diagnóstico de insomnio crónico para aprovechar la inducción al sueño que ofrece el cannabis? ¿Si una persona con una enfermedad se prende un porro para combatir un síntoma está bien, pero si se lo prende porque tiene ganas está mal? ¿No es el disfrute y el placer una parte importante del cuidado de la salud integral de las personas?

En el caso del cannabis, algunas personas quieren aprovechar sus beneficios medicinales, otras desean experimentar sus efectos como quien quiere probar una comida novedosa, y también hay quienes disfrutan frecuentemente de la marihuana de la misma manera que otras gozan de una pinta de cerveza o un vaso de vino. Afortunadamente, para aquellas personas que la utilizan con fines medicinales, en la Argentina se ha creado una ley para resolver el problema de la adquisición del cannabis (que ya está vigente, aunque tiene mucho para mejorar). Pero para aquellas que desean utilizar la planta con fines recreacionales, conseguir cannabis sigue siendo riesgoso. Y ahí radica la naturaleza moral del asunto. A la marihuana se le exige el título de “medicamento” para justificar su utilización, sin embargo quienes la emplean de forma recreativa son la abismal mayoría de sus usuarias y usuarios.

Por un lado, las personas que cultivan cannabis para consumo personal corren el riesgo de ser procesadas judicialmente, e incluso encarceladas. Dependiendo del método de cultivo, una planta de marihuana puede producir entre 50 y 500 gramos de cogollos (e incluso más), cantidad que puede ser considerada para fines comerciales y penalizarse con hasta 15 años de prisión. Por el otro lado, aquellas personas que no cultivan deben acudir al mercado negro, que se llama mercado negro pero es un color que también viene con matices: porque si recurrir al mercado negro significa comprarle a una persona que cultiva pero no es una organización narcotraficante capaz de corromper gobiernos, el riesgo para esa persona es el mismo que para el autocultivador (procesamiento y encarcelamiento). Pero si recurrir al mercado negro implica acudir a un dealer (entendido como el último eslabón de una organización más grande), el consumidor no solo está sujeto a una situación de narcotráfico real, sino que además está expuesto a todo el abanico de sustancias que el dealer tiene para ofrecer. Esto es conocido como “efecto góndola”, bajo el cual la persona compra algo más de lo que originalmente fue adquirir simplemente porque se lo ofrecieron. La verdadera puerta de entrada a drogas más duras. Y la expresión más clara de un sistema que fracasa en “proteger la salud de las personas y mantener el orden social”.

Para que una persona adquiera marihuana de manera segura sin apoyar al narcotráfico, debe crearse una situación en donde la producción y comercialización de la misma sea legal y transparente. Esto genera controversias. Mientras que despenalizar el consumo es aceptable y deseable (hasta para la Corte Suprema de Justicia), facilitar la provisión de marihuana (y cualquier otra sustancia) suele ser visto como una derrota para la salud pública. Dado que no existe el consumo libre de riesgos, es razonable pensar que darle luz verde a la adquisición de marihuana de forma legal pueda ir en contra de “proteger la salud de las personas”. Pero recordemos que la idea aquí es reducir los riesgos asociados a la adquisición del cannabis en el mercado ilegal, porque las personas van a conseguir marihuana de igual forma. Además, si comparamos la marihuana directamente con el alcohol y el tabaco, vamos a encontrar que, en prácticamente todos los aspectos, estas dos sustancias son mucho más peligrosas: mucho más tóxicas, mucho más adictivas, y con muchísimas más enfermedades asociadas. Incluso sus consecuencias sociales son peores. Entonces, si es legal la comercialización del alcohol y del tabaco, ¿por qué no la de una sustancia menos dañina? ¿deberíamos prohibir el alcohol y el tabaco para equilibrar la balanza? A esta altura es obvio que la prohibición no es una opción a considerar.

De acuerdo al análisis de criterios múltiples, el daño causado por el alcohol y el tabaco (entendido como la suma de daños individuales y daños sociales) es mayor al del cannabis. Sin embargo, ninguna de estas dos sustancias está siquiera incluída en alguna de las listas de sustancias controladas de Naciones Unidas. En cambio, el cannabis es incorrectamente considerado tan tóxico y adictivo como la heroína y la cocaína, motivo por el cual ocupa el lugar en la misma lista de sustancias peligrosas (clasificación 1).

Sin lugar a dudas, la legalización del cultivo para consumo personal (o autocultivo) es una estrategia que tiene que estar sobre la mesa. Sin embargo, existen personas que por falta de tiempo, espacio, conocimiento o motivación no pueden acceder a ese beneficio. Algunas pueden suplir su demanda mediante la membresía a clubes cannábicos, es decir, formar parte de espacios habilitados donde se produce marihuana de forma cooperativa. Pero, ¿qué hay de la persona que desea probar marihuana de manera recreacional por primera vez a los 65 años? ¿De dónde obtendrá cannabis el joven de 24 años sin experiencia en cultivos? ¿Y el grupo de amigas y amigos que quiere llevar marihuana al casamiento para no beber alcohol?

En estos casos, quizás sea conveniente algo parecido a un punto de venta. Es aquí donde surgen dos visiones contrapuestas de la misma estrategia. En una, el Estado propone un marco regulatorio para que ocurran las actividades de producción, comercialización y distribución (legalización CON intervención del Estado), tal como sucede en Uruguay, México y Canadá. En la otra, es el mercado el que propone las reglas, como ocurre en varios estados de los Estados Unidos (legalización SIN intervención del Estado). Cada estrategia tiene su hinchada, pero la salud pública no es un partido de fútbol. Si queremos elegir el camino más adecuado para mejorar la calidad de vida de las personas es necesario considerar todos los aspectos posibles de manera rigurosa.

Legal, sí. Regulado, mejor

Toda la evidencia científica disponible apunta en la misma dirección: el prohibicionismo genera más problemas que los que resuelve. Sin embargo, hablar de “evidencia científica” a menudo genera el efecto contrario al que se busca: el argumento aparece como un tótem, un absoluto incuestionable que viene a zanjar la discusión y, automáticamente, se vuelve sospechoso. Así que por último, en vez de simplemente invocar el poder de la ciencia, miremos un poco de cerca lo que tiene para decir.

Hace unos años, un grupo de investigadores liderados por David Nutt –médico psiquiatra y científico, reconocido mundialmente por sus investigaciones relacionadas a las sustancias psicoactivas y sus efectos en la salud– decidió evaluar el impacto que tendrían distintos esquemas de políticas públicas sobre múltiples dimensiones de la sociedad (sanitaria, económica, política y social). Reclutaron a profesionales de distintas disciplinas para evaluar la evidencia, discutir y crear un consenso en torno al impacto de dichos esquemas. Algunas de las preguntas que intentaron responder en relación a los esquemas fueron: ¿reduce el daño al usuario? ¿Y el daño a otros? ¿Promueve la educación? ¿Facilita el uso medicinal? ¿Socava los vínculos familiares y sociales? ¿Mejora la seguridad social? ¿Incrementa el lobby de la industria? ¿Reduce el crimen y la violencia? ¿Protege poblaciones vulnerables? ¿Cuál es el costo?

Cuando compararon la legalización con intervención del Estado versus la legalización sin intervención del Estado, encontraron que la primera tenía más beneficios y menos perjuicios que la segunda. De acuerdo a esto, legalizar sin regular puede generar algunos problemas de salud pública que, de otro modo, serían prevenibles mediante una correcta intervención. En líneas generales, encontraron que la regulación estatal reduce los daños a los usuarios, protege a las infancias, juventudes y grupos vulnerables, mejora la cohesión social y familiar, y genera ingresos para el Estado.

Veamos un ejemplo de cómo funciona esto. A pesar de que el cannabis es una planta que se puede cultivar en el patio de la misma manera que un tomate o una lechuga, esconde una verdad que pocas personas reconocen: la marihuana que está circulando hoy no es la misma que fumaba Jimmy Hendrix hace 60 años, y mucho menos se parece a la que usaban nuestros ancestros hace miles de años. Para incrementar el efecto, se desarrollaron variedades cada vez más potentes, es decir con más concentración de THC, el compuesto psicoactivo del cannabis. En comparación con la forma silvestre de la marihuana, que contiene entre un 0.5% a 1% de THC, los análisis de concentración de THC en muestras de cannabis en diversos países marcan un promedio del 10 al 14%, con el mayor incremento habiendo ocurrido en los últimos 50 años. Esto quiere decir que, por cada gramo de planta, la exposición al THC actual es mucho mayor a la que tuvieron los cerebros humanos durante miles de años.

En un contexto de legalización sin regulación, no existen límites legales para incrementar la potencia y diversidad de los productos cannabicos, y eso puede aumentar el riesgo para la salud de las personas. Esto resulta evidente con la marihuana de alta potencia y los concentrados de cannabis. El cannabis de alta potencia es aquel que presenta una concentración mayor al 20% de THC, y los concentrados son productos como golosinas, café y hasta supositorios, cuya concentración de THC puede ir del 60% al 90%. En comparación con el cannabis convencional, el uso de estos productos se ha vinculado con un mayor riesgo de problemas de salud mental (como ansiedad, adicción y psicosis, particularmente cuando el consumo ocurre durante la adolescencia), y más visitas a la guardia médica. En defensa de estos productos se suele decir que quienes los usan moderan su consumo fumando menos o usando menos cantidad, y si bien puede ser cierto para algunos casos, no aplica para todos. Por ejemplo, los niños se pueden intoxicar al confundir esos productos con comestibles normales, mientras que en un mercado regulado se podrían establecer normas preventivas, como tienen algunos productos con tapas a prueba de niños. En otro ejemplo, al consumir estos productos concentrados las personas ancianas tienen más riesgo de caerse y lesionarse, o de tener problemas por la interacción medicamentosa.

De acuerdo a la revisión de la evidencia y el consenso entre expertos de diversas disciplinas, el esquema preferido es la regulación estatal (100 puntos de preferencia). El puntaje de los otros esquemas es relativo al más preferido, y la diferencia radica en que tienen menos ventajas y más desventajas en las dimensiones analizadas.

En un contexto de legalización con regulación del Estado es posible asegurar la oferta de cannabis de baja potencia y ampliar las opciones disponibles. Quizás suene obvio para los usuarios de cannabis, pero para las personas sin experiencia, el hecho de que el efecto de la marihuana dependa de su composición química no es tan evidente, y no saber si lo que está consumiendo será más euforizante o más relajante aumenta la chances de un mal viaje. Otro beneficio de la regulación radica en la oportunidad de exigir una adecuada rotulación de los productos derivados y concientizar mejor sobre su uso. De esta forma, aquellas personas primerizas o sin conocimientos previos puedan experimentar los efectos del cannabis de una manera segura. Por ejemplo, el cannabis que se vende en las farmacias en Uruguay tiene una concentración máxima del 9%, y la mayoría ronda el 6%. Esto puede ser poco para quienes acostumbran usar cannabis, pero es más que suficiente para quienes tienen sus primeras experiencias. De todas maneras, el gobierno uruguayo está planeando incluir una variedad con 15% de THC, algo más cercano a lo que ofrecen los clubes cannábicos. Aún así, cabe mencionar que bajo este esquema el cannabis de alta potencia no está prohibido.

¿Qué nos llevamos de todo esto? Más allá del debate sobre “Estado sí, Estado no”, el estudio de David Nutt y sus colegas también mostró otra cosa: la prohibición es, por lejos, la peor opción. Incluso la legalización sin intervención causa menos daños que la “guerra contra las drogas”. Esto quiere decir que, para proteger la salud de las personas y mantener el orden social, el orden de preferencia se podría traducir en que más vale despenalizar que prohibir, pero mejor es legalizar, y más aún si es con regulación estatal. Y sobre todo, aceptar que el placer y el bienestar son parte del cuidado integral de la salud.

Me recibí de médico pero soy un promiscuo académico. Becario del CONICET, investigo sobre dietas saludable y sostenibles. Editor en El Gato y La Caja.