El primer Benedetto

Tras el gol del superclásico y el que le anotó sobre el final del partido a Lanús, repasamos la vida y trayectoria del 9 de Boca.

Una foto y sus dedos en la pantalla del celular: “Te amo y te voy a amar toda la vida”. El escudo de la AFA acolchonándole el corazón. En Quito, ya no llovía. Abundaban lágrimas y palmas golpeando los lockers. Argentina se acababa de clasificar al Mundial de Rusia. Había sido titular y había abrazado a Lionel Messi en cada uno de los goles. Si todos los 10 de octubre espiaba al cielo, éste más que nunca. Porque extrañar significa desear compartir la alegría. La fecha de Alicia, su mamá, se alineaba con el día D de una Selección entre la plata y la mierda. Pero hacía quince años que no la tenía y, aunque el país y Boca y el planeta lo alentaran, Darío Benedetto necesitaba aquello que redactaba en su Instagram: “Como me gustaría que vivas todos estos momentos tan lindos que me da la vida. Donde quiera que estés, feliz cumpleaños mami”.

Como siempre. Ella, agarrada del alambrado. Los Juegos Evita eran el torneo amateurs más grande de Argentina. Pipa tenía 12 años. Dos camisetas habían cosechado la misma cantidad de puntos. Desempate. En Berazategui, donde toda su familia había construido la vida, al ritmo de la clase media del sur de la provincia de Buenos Aires. Ella lo miraba, cuando sucedió algo raro. Su hermano mayor lo tranquilizó: “Mamá se cayó”. Pero no. Se había descompensado y padeció un paro cardiorespiratorio que no le permitió arribar con vida al hospital. Benedetto vestía los colores de Independiente de Avellaneda. Todavía no soñaba con jugar en Boca. Ese día no soñaba con nada. El pilar de su vida se había desarmado.

Su papá laburaba de capataz en una obra. Sus pibes más chicos tenían 14, 12 y 8. Resultaba casi imposible estarles encima como había hecho su compañera. Una hermana más grande, casada y con hijos, le abrió las puertas de su casa. Su otro resorte era Dora, su abuela paterna. Ella se puso la cinta y ejerció de segunda madre. Les cocinaba, los limpiaba, los sobrevivía.

A Pipa lo de su madre le había sustraído el amor por la pelota. Dejó Independiente, apareció en algún picado y marginó su anhelo de ser jugador. El duelo representaba que cada partido le recordara aquella tarde de maldiciones. Comenzó a vagar. Repetía faltas y pruebas con 1 en la secundaria. Hasta que la abandonó. A su papá no le gustó nada. El tirón de orejas se personificó en uno de los pocos recursos que tenía: “Bueno, vení a trabajar a la obra”. Hasta que un amigo le metió fichas de que había una prueba de Arsenal y recuperó el amor que sentía.

Uno de los ángeles para su soledad había sido el timbal. A su hermano Lucas le circulaba magia musical por las venas. La cumbia era su estadio. Pipa manejaba los ritmos de La Nueva Luna y Tambo Tambo. A su banda le pusieron Los del Pato. Un nombre sin muchas explicaciones: a orillas de la ruta 36, ese era su barrio, dentro del Partido de Berazategui. Su primera aparición televisiva no fue con una pelota sino en las tres presentaciones que tuvo en el programa Pasión de Sábado. No sólo grabaron un CD, sino que se llevaron algunos mangos por tocar en cumpleaños.

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El fútbol volvió a emocionarlo. Bendita la potencia de ese empeine que le permitió regresar. El talento suele ser el secreto de los ojos. Arsenal era un equipo de Primera, pero podría admitirse que la profesión no se parecía en nada a ser referente de Boca. Todo más obrero. Había que sudar, entrenarse, bancársela. Cuando en 2007 lo citaron a la Reserva, flasheó que esto podía ser lo suyo. Comenzó a cuidarse. Mejoró la calidad de las prácticas. Nunca alcanza con lo innato.

Había cumplido 18 años cuando se le dio la chance de debutar. Hasta para quien cree que el destino es una pavada, a veces, le toca aceptarlo. Tuvo que reemplazar a Luciano Leguizamón en un partido contra Boca en Sarandí. Dice que quería ganar y que el fanatismo no le nubló la mirada. Pero, vamos, ni siquiera hay que ser bostero para sonreír en ese minuto 90 en que la barrera tomó la distancia adecuada, Juan Román Riquelme acomodó al equipo y la colgó del ángulo para enfilar al cuadro que conducía Carlos Ischia al triangular en el que vencería a Tigre y a San Lorenzo.

Arsenal volaba. El año anterior, de la mano de Gustavo Alfaro, había conquistado la Copa Sudamericana. La competencia ardía: José Luis Calderón y el Papu Gómez eran los titulares de un conjunto que eliminó en cuartos a Chivas, en semis a River y en la final a América de México. Partió a préstamo. A una gira por el ascenso. Con el riesgo que eso implica: pocos futbolistas que se foguean en la segunda categoría se imponen en Primera. Aunque ahora el arquero Ezequiel Centurión de River -pasó por Estudiantes de Buenos Aires- y Patricio Tanda de Racing -estuvo en Ferro- contradigan la estadística.

El primer destino: Florencio Varela. Un escenario para madurar. Futbolísticamente, aportó poco. Apenas dos goles en 24 partidos en el Nacional B. La vida le entregó otras cosas. En 2009, en Defensa y Justicia, apareció Christian Bragarnik. Su representante, su socio y su amigo. El representante más poderoso de la historia del fútbol argentino había pegado la vuelta desde México para probar sus capacidades. Comenzaba la gestión en el Halcón. Un pleno que culminó en el ángulo. Aquel plantel contenía a Maximiliano Gagliardo (hoy en Barracas), Nelson Acevedo (Godoy Cruz), Víctor Cuesta (Botafogo) y Leandro Fernández (Independiente).

Benedetto logró que Bragarnik ingresara en Boca y se sentara en la mesa con Daniel Angelici en los días en que el PRO dominaba el país, la provincia de Buenos Aires y la Ciudad. Los azules y oros invirtieron arriba de seis palos verdes en el centrodelantero que brillaba en América de México. Su primera etapa bostera emociona. La fama la absorbió su agente, que se codeó con la creme de la creme. La sociedad escaló tan alto que el día en que el empresario compró el Elche de España, en una entrevista con Clarín, le consultaron si parte de los capitales utilizados venían del Tano. Lo negó y aclaró qué otros accionistas había: “Gustavo Bou y Benedetto tienen partes”. Una suerte de colmo: en 2020, el punta fue refuerzo del conjunto español. Simplemente una facilidad: su equipo anterior era el Marsella, lo que sobraba como currículum para justificar la presencia del Pipa en La Liga.

Con antelación a tantas luces, su segundo paso en la B encendió la mecha. Dejaba Buenos Aires. En Gimnasia de Jujuy, lo aguardaba el maestro Pancho Ferraro. Un educador que había conducido a Argentina al campeonato Sub 20 en 2005. Suele ocurrir que, por capacidad física, mucho centrodelantero se adapta a ser extremo o volante o mediapunta en su juventud. A veces, al Pipa le acontecía. En la Sexta de Arsenal, Raúl Leonardi se convenció de utilizarlo de ariete. Le explicó que definir consistía en repetir el ejercicio. Con esa convicción asumida, encaró al técnico mundialista: “Necesito que me banques un par de partidos”. Le redituó la afirmación: once gritos en 20 encuentros.

Regresó a Sarandí en sintonía letal. El palmarés le entregó un título local y una Copa Argentina. Todavía no poseía la pólvora de sus mejores jornadas y sostenía un gol cada cuatro encuentros. El calendario le marcaba 22 aniversarios y los compañeros palpitaban que daba para más. Cristian Pellerano se transformó en uno de sus amigos de la pelota. Compartió plantel en Arsenal, en Tijuana y en América. Y aunque el exquisito volante central de Independiente del Valle se caracterice por los pases elegantes, detalla otra formación: “En ese equipo estaban Aníbal Matellán, Cristian Díaz, el Moncho Ruiz y la verdad es que lo sacudían bastante en las prácticas”.

La ruta Bragarnik le abrió las puertas a su salida: Xolos de Tijuana, el equipo mexicano del empresario Jorge Hank Rhon, lo adquiría a cambio de 1,5 millones de euros. Por primera vez, en serio, lograba dejar en casa una cifra que elevaba el nivel de supervivencia. La fiesta comenzaba. Abría la garganta: en un año y medio, 50 encuentros, 23 goles y 10 asistencias.

La liga mexicana le daba comodidades. Nunca fue un centrodelantero con capacidad para el roce. “Recibía de espaldas y no me venían a sacudir”, le confesó a El Gráfico, por aquella época. Los espacios le permitían frotar la varita y ponerse de frente al arco. Tanto que sus ojos quedaron a la vista del América de México. El Estadio Azteca invertía 7 palos por el atacante estrella.

En un ping pong con la liga mexicana, al Patón Guzmán le consultaron cuál era el definidor más picante que le había tocado: “El Pipa”. En un cruce entre América y Tigres, un diario tituló: “Benedetto trae de hijo a Nahuel”. Su paso por México encandilaba tanto que hubo lamentos la tarde en que Jorge Sampaoli lo convocó a Argentina. Al igual que acontece con Rogelio Funes Mori, había una ilusión de nacionalizar al goleador. Unos 26 goles en 61 partidos enmarcaron la chance de su vida. Boca ponía los ojos sobre él y una pila de billetes.

Cada cual pisa como quiere y tiene su razón de ser. Su ley se la tatúo. De pibe. Cuando se graffiteó el escudo y la frase: “Esto es Boca”. Una suerte de expresión que podría estar en la Constitución Nacional. Porque sirve para justificar y explicar a propios y extraños una serie de comportamientos. Que van desde la locura desenfrenada por los colores hasta la sinrazón de por qué se ganó un partido.

A Pipa la existencia le enseñó de niño que de repente te pueden cagar a trompadas y hay que seguir. Tuvo otra piña al mentón en Defensa y Justicia cuando debió marcharse para recuperarse de una rotura en la rodilla. Persistió. Se comió patadas y canchas embarradas y noches de extrañar. Su anhelo era Boca.

Muchos principios se narran desde sus finales. Muchos finales se explican desde el principio. Este Benedetto introductorio busca ser la mosca que ingresa en las bocas abiertas que se cuestionaron si tras los penales errados contra Corinthians por la Libertadores podría regresar. El grito en el Superclásico y en el último minuto contra Lanús se ejecutan como respuestas. Esto es Boca. Este es el Pipa. Este es su modus operandi. Regresó.

Pizza post cancha:

  • La Pelota siempre al 10 lanza su segunda obra. Una revista digital dedicada a la magia. El primer número, Juan Román Riquelme. El segundo, flamante, es sobre Pablo Aimar. Un canto al talentazo. La consiguen por acá.
  • El uruguayo Sebastián Chittadini construye un hermoso ensayo en Los Diegos que no fueron, un libro que acaba de publicar la editorial argentina Fútbol Contado. Un canto afinadísimo de amor a Maradona, al Maradona que sigue siendo.
  • El domingo 11 de septiembre murió Javier Marías, español, escritor, hincha del Real Madrid, observador singular de lo cotidiano. Su libro “Salvajes y sentimentales” es imprescindible en cualquier biblioteca futbolera. Acá, una columna de 2018 con su sello.

El compañero Juan Elman y una gran banda cenitalense largaron La Revancha. Un podcast sobre la elección presidencial de Brasil. Lula y Bolsonaro es tremenda final y acá se explica muy bien. No se lo pierdan.

Esto fue todo.

Nos fuimos Mundial es el nombre del proyecto que haremos desde Cenital para la Copa del Mundo. Cuento con vos. No falta tanto para explicar qué es lo que se viene. Mientras, ya podés alentarnos.

Abrazo grande,

Zequi

Soy periodista desde 2009, aunque pasé mi vida en redacciones con mi padre. Cubrí un Mundial, tres Copa América y vi partidos en cuatro continentes diferentes. Soy de la Generación de los Messis, porque tengo 29 y no vi a Maradona. Desde niño, pienso que a las mujeres les tendría que gustar el fútbol: por suerte, es la era del fútbol femenino y en diez años, no tengo dudas, tendremos estadios llenos.