El deporte Rollerball

Murió James Caan, actor de Rolleball, película mítica en la historia de cine y deporte. Cuántas de sus procecías se cumplieron? ¿Cómo será el deporte del futuro?

La profecía, próxima a cumplir medio siglo, advierte sobre un mundo gobernado por las corporaciones. Los Estados naciones han fracasado. Y el nuevo gobierno corporativo nos cuida en un mundo sin guerras, crímenes ni pobreza. Y sin libros. No hacen falta. Porque todo el conocimiento está clasificado en una supercomputadora dominada por la corporación. Un mundo sin protestas. Y sin libertad. Las masas, adormecidas, canalizan sus impulsos agresivos viendo en sus televisores múltiples un deporte brutal. Cada una de las seis ciudades-Estado corporativas que integran ese estado (Transporte, Alimentos, Comunicaciones, Vivienda, Lujo y Energía) tiene su propio equipo. Estoy hablando de Rollerball, una distopía dirigida en 1975 por Norman Jewison, una de las películas más míticas en la historia del deporte y del cine. Y la recuerdo porque James Caan, su protagonista central, recientemente fallecido y recordado en todas las necrológicas por su rol de Sonny Corleone en El Padrino, es el Diego Maradona de Rollerball que se anima a enfrentar al sistema.

Jonathan E. (Caan), es el ídolo eterno. Lleva diez años amado por las masas. Lidera el triunfo de Houston contra Madrid en el inicio de los playoff de la nueva temporada de la Liga de Rollerball. Antes del partido, todos de pie para escuchar primero el himno corporativo. La multitud y los ejecutivos en sus palcos VIP. Y luego, bajo música de Bach, unos diez jugadores por lado, montados en motos y patines, armados para la guerra, buscan atrapar una bola de acero lanzada a unos 240 kilómetros por hora que deben depositar en el arco rival, a puro golpe, ante la pasividad arbitral frente a cualquier brutalidad antirreglamentaria y la euforia de la multitud, que se deleita al ver sangre.

Tras la victoria, la gente aclama al ídolo. Mr Bartholomew, director de Energy Corporation (dueño de Houston), lo felicita, pero lo cita a su departamento. Le dice que la corporación ordena su retiro. Tanta idolatría, tanto endiosamiento individual, incomoda a la corporación. Jonathan se niega. Se presenta al partido siguiente contra Tokio. La corporación “flexibiliza” reglamentos de Rollerball. Permite más brutalidad. Quiere que los golpes rivales convenzan a Jonathan de que debe retirarse. El juego más violento deja en estado vegetativo a su compañero Moonpie. Pero Jonathan sigue firme. Bartholomew le recuerda a sus pares de las otras corporaciones que Rollerball “fue creado para demostrar la futilidad del esfuerzo individual” y logra que la final contra Nueva York se defina sin penales, sin sustituciones y sin límite de tiempo. Sin reglas. A pura muerte. Ganará el que sobreviva último a la carnicería.

EL GRAN HERMANO

Cuentan que Norman Jewison usó la distopía para denunciar el control social, el futuro mundo vigilado, el ritual de violencia que fascina históricamente a Estados Unidos (y que, ya que estaba, aprovechó para enviarle también un mensaje a los controles y al comercialismo de Hollywood). “Rollerball”, inspirado en “Roller Ball Murder”, una ficción que William Harrison publicó en 1973 en la revista Esquire, recibió críticas en su estreno por “pretenciosa” e “infantil”, pero, con los años, la distopía terminó convirtiéndose en una leyenda. Hollywood intentó una remake. Fue un fiasco. La Rollerball de 2002 transcurre en Kazajistán. El ejecutivo malvado es Jean Reno. Y el insulso Chris Klein nos recuerda por qué lloramos estos días la muerte de Caan.

Además de Sonny Corleone, recordamos también al James Caan de La canción de Brian (1971), el Brian Piccolo jugador de fútbol americano que muere de cáncer a los 26 años (biografía de Gale Sayers). Caan fue jugador universitario. Cuentan que en las grabaciones de La canción de Brian tenía que reducir su velocidad. También hizo de entrenador en The Program (1993). Y fue Axel Freed en “The Gambler” (El jugador), un profesor de inglés adicto al juego, que roba hasta a su madre y soborna a uno de sus alumnos (jugador estrella en el básquetbol universitario) para que juegue arreglando resultados con la mafia de las apuestas.

Legalizado, ese dinero de las apuestas patrocina al deporte de hoy. Lo vemos en transmisiones de la TV, en camisetas de los grandes equipos y en los patrocinios de las propias Federaciones, las corporaciones que, aun en problemas, siguen gobernando al deporte mundial. Rollerball falló en algunas de sus profecías (“En un futuro no muy lejano, las guerras ya no existirán, pero habrá Rollerball”, decía el guión original). Es cierto que las corporaciones ya son dueñas de toda nuestra información personal. Se la cedemos nosotros mismos. Pero jamás harían el mundo sin pobres de Rollerball. Ofrecen circo. No pan. Cuentan que en el estreno de Rollerball en 1975, en una función privada, el senador demócrata Mike Mansfield, preguntó en qué año transcurriría ese mundo que imaginaba Jewison. Le respondieron en 2018. “Creo que ya está aquí”, dijo Mansfield. En 1975, Rollerball era ciencia-ficción. “Hoy”, afirmó un crítico, “es apenas ficción”.

EL FUTURO ERA MENTIRA

En algunas aulas, hay profesores que aun hoy exhiben tramos de Rollerball. Porque las nuevas plataformas privilegian en estos tiempos contarnos historias del pasado. Michael Jordan, Muhammad Alí, Diego Maradona. Los profesores eligen Rollerball para preguntarle a sus alumnos qué deporte se imaginan en el futuro. La salvajería deportiva moderna (aquí tenemos nuestras barras bravas) podría ser hoy el circo guionado de la lucha libre. El debate se pregunta hasta dónde llegará el deporte competitivo que históricamente privilegia ganar a toda costa, como fuere. El espectáculo de la victoria que sirve a los espectadores, pero también a los tiburones que cuentan los billetes, la obscenidad de los millones.

La nueva estructura corporativa del deporte tiene a clubes o Federaciones-Estado. Allí está hoy el Departamento de Estado de Estados Unidos investigando si el PGA Tour (la FIFA del golf) violó normas antimonopólicas al suspender a jugadores que pasaron a jugar una liga rebelde patrocinada por dineros de Arabia Saudita. La liga secesionista es un circuito que privilegia el show antes que la competencia y que está atrayendo cada vez más a los mejores jugadores en plaza. El deportes de “caballeros” está en estado de “guerra civil”. Y allí está también el Tribunal de Justicia Europeo que dirime en Luxemburgo si la UEFA (la Federación del fútbol europeo) violó tratados de libre competencia al sancionar a los clubes rebeldes que el año pasado amagaron con crear una Superliga europea elitista. El club cerrado para los más de veinte clubes más poderosos fue una rebelión VIP liderada por el Real Madrid.

El proyecto de Superliga fue derrotado el año pasado cuando hinchas ingleses protestaron contra sus propios clubes, casi todos ellos en manos de capitales de Estados Unidos. Pero Real Madrid recurrió a un juzgado amigo para seguir la batalla en los tribunales europeos. ¿Llegó la hora de derribar a las históricas Federaciones que aún reglamentan campeonatos en los que, muy de vez en cuando, los poderosos también pueden perder? ¿Es lícito el monopolio de la FIFA? ¿Por qué permitirles ese “abuso de posición dominante”? El nuevo ideal corporativo, la liga árabe del golf, la Superliga elitista del fútbol, ofrece en cambio un nuevo show privado. Cerrado exclusivamente para los más poderosos. El resto que juegue en la B. Los Florentino Pérez (presidente eterno de Real Madrid), difícilmente contratarían a Jonathan E. Jamás aceptarían a un James Caan que pueda desafiarlos con un Topo Gigio.

Es periodista desde 1978. Año de Mundial en dictadura y formidable para entender que el deporte lo tenía todo: juego, política, negocio, pueblo, pasión, épica, drama, héroes y villanos. Escribió columnas por todos lados. De Página 12 a La Nación y del New York Times a Playboy. Trabajó en radios, TV, escribió libros, recibió algunos premios y cubró nueve Mundiales. Pero su mejor currículum es el recibo de sueldo. Mal o bien, cobró siempre por informar.