Del cordón sanitario a la alfombra roja

Si te aliás con la ultraderecha, la probabilidad de terminar corriendo por un pasillo mientras tus ex aliados te buscan para lincharte es siempre mayor a cero.

El Congreso norteamericano acaba de no poder condenar a Donald Trump en su segundo juicio político. Digo “no poder condenar” porque los votos dicen lo contrario: 57 senadores votaron por la condena, 43 por la absolución. Pero hacían falta 60 votos para la condena. Sí, juicio político, a pesar de que ya no es más presidente en ejercicio. La constitución norteamericana no restringe la institución del impeachment sólo a personas que están ocupando un cargo. Las razones esgrimidas para avanzar en el juicio político eran dos: primero, que Trump puede volver a presentarse como candidato en 2024, y este juicio habría podido prohibirle volver a ocupar cargos públicos; la segunda, que como los hechos por los cuales se lo acusan ocurrieron en los últimos días de su mandato, si no se lo pudiera someter a proceso político esto resultaría de hecho en una especie de certificado de impunidad para que los presidentes hagan cualquier cosa en los momentos finales de su gobierno. Finalmente, nada va a pasar y Trump podrá ser candidato en 2024, si lo desea.

Hay que recordar que el proceso de impeachment no es un procedimiento penal, sino político, con lo cual existen diferentes reglas y cargas de la prueba. Lo que se juzga es si una persona puede o debe ocupar un cargo público, no su responsabilidad frente a la ley. En este caso, a Donald Trump se lo juzgó por haber incitado al intento de copamiento del Congreso norteamericano, en el cual murieron cuatro personas y estuvo en riesgo la integridad física del vicepresidente de la nación, la presidenta de la cámara baja y el líder de la mayoría demócrata en la cámara alta, entre otros. 

Lo que me interesa señalar son dos cosas. La primera es que el testimonio de las responsabilidades políticas de Trump ha sido incontrastable. Las imágenes, videos y líneas temporales dejan pocas dudas acerca de la violencia y planificación de las sediciones y de la articulación entre ellos y el discurso de Trump. Un detalle es significativo: sabemos ahora que Mike Pence, el vicepresidente, tuvo que refugiarse en un túnel mientras quienes lo buscaban gritaban “colguemos a Mike Pence”. Pence es republicano, vice de Trump y un ideólogo fiel. Sin embargo, como se negó a objetar públicamente la certificación de Biden como presidente electo, fue denunciado como traidor por Trump.

La segunda es que nada de esto importó. El bloque republicano votó para absolver a Trump. Sólo 7 senadores votaron para condenarlo. El bloque republicano se divide en tres: aquellos que votaron por la condena (siete), aquellos que son entusiastamente trumpistas, y los que no son ideológicamente terraplanistas pero tienen miedo a que la base trumpista se vuelque contra ellos y los eche de sus cargos, o, por qué no, los linche.

Mike Pence estuvo en peligro. Hoy se supo que Kevin McCarthy, el jefe de la bancada republicana en diputados, lo llamó a Trump a los gritos diciéndole que sus seguidores estaban intentando entrar por la ventana, que se escuchaban disparos, y que él tenía que pedirles públicamente que se fueran. Nada de esto importó.

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El partido republicano es, hoy, el partido de Donald Trump. 

Ya he escrito sobre este fenómeno, pero es que me parece una dinámica central de nuestra época. Trump es el corolario lógico y el punto final de los procesos por los cuales los partidos establecidos les abren las puertas y abrazan a actores políticos de ultraderecha, pensando que pueden usarlos, que le aportan energía, movilización, “carisma”. 

La política acuñó la frase “cordón sanitario” para nombrar la estrategia de los partidos establecidos europeos hacia la ultraderecha durante gran parte del siglo veinte. No es causal que el original sea cordon sanitaire, en francés, porque fue la estrategia de los partidos para con el Frente Nacional de Jean Marie Le Pen por medio siglo. Los partidos tanto de izquierda como de derecha se negaban a aliarse o considerar interlocutores a los ultras, a pesar de que tal rechazo pudiera costar una mayoría parlamentaria.  El cálculo detrás del cordón sanitario no era necesariamente idealista, sino pragmático: invitar a los grupos de ultraderecha (o ultraizquierda) a una coalición era abrirse a terminar siendo socios menores de ellos.

Sudamérica mira naturalmente a los Estados Unidos, y tal parece que los partidos mainstream de derecha de Chile y Argentina han optado por la estrategia opuesta. Más que “cordón sanitario”, habría que hablar de “alfombra roja”: se los corteja, se los invita a reuniones, la presidenta del principal partido de oposición se saca fotos con un “influencer” que tiene mensajes públicos saludando a Videla, se firman cartas con sus referentes internacionales. Puede ser que esto tenga sentido en un corto plazo, pero el ejemplo de Mike Pence debería recordarles que la probabilidad de terminar corriendo por un pasillo mientras sus ex aliados los buscan para lincharte es siempre mayor a cero.

María Esperanza

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Soy politóloga, es decir, estudio las maneras en que los seres humanos intentan resolver sus conflictos sin utilizar la violencia. Soy docente e investigadora de la Universidad Nacional de Río Negro. Publiqué un libro titulado “¿Por qué funciona el populismo?”. Vivo en Neuquén, lo mas cerca de la cordillera que puedo.