Condenados a la política

Desafección democrática de las elites, algoritmos, discusión del aborto en el Congreso. Acompáñenme en esta montaña rusa de temas.

Este newsletter de hoy se produjo de manera accidentada. 

Originalmente quería escribir sobre la votación del proyecto de ley sobre interrupción voluntaria del embarazo en el Congreso, o mejor dicho, cómo interpretamos lo que está pasando en el Congreso. También estuve pensando si comentar algo de un artículo de la politóloga argentina Yanina Welp sobre cómo las élites achican la definición misma de qué significa democracia para luego espantarse frente a las protestas de los que quedan afuera. Sin embargo, cuando estaba atravesando el período de procrastinación obligatorio frente a la computadora antes de escribir, se me cruzó una noticia relacionada con el uso institucional de los algoritmos para tomar decisiones complejas, que me hizo tentar de cambiar de tema. El hospital-escuela de la Universidad de Stanford, una de las más prestigiosas de los Estados Unidos, empezó su campaña de vacunación para su personal, pero resulta que no vacunó primero a los y las médicas residentes, sino a su personal senior. Frente a esto, los residentes se rebelaron.

Finalmente, se me ocurrió que las tres cuestiones estaban relacionadas. ¿Cómo? Acompáñenme en esta verdadera montaña rusa mental de temas. 

Empecemos por Stanford. Encontré el tema en Twitter, en donde varios periodistas alertaron de que los y las residentes de Stanford estaban haciendo una manifestación en el hall del hospital protestando por el hecho de no haber sido priorizados para vacunarse primero contra el Covid a pesar de trabajar 18 o más horas por día en contacto con pacientes críticos desde hace semanas. La universidad empezó vacunando a médicos seniors y oficiales administrativos que no están en contacto directo con pacientes. En un video filtrado a un periodista de POLITICO, se ve a Tim Morrison, un directivo (no médico, sino administrativo) de elegante traje explicarle a los cansados y furiosos residentes en ambo de guardia que “eticistas y expertos” diseñaron “durante semanas” un complejo algoritmo teniendo en cuenta “edad, ambiente de trabajo riesgoso, prevalencia de infección”. “Un algoritmo muy complejo, que claramente no funcionó”. A pesar de tener “las mejores intenciones”, reconoce que “hubo problemas con el algoritmo”. Los y las residentes gritan “¡Nos estás mintiendo!” y lo acusan de que en el comité que diseñó el algoritmo no estaban representados los médicos residentes, a los que nadie escuchó ni pensó. Tim contesta: “Sí, es cierto. Se nos escapó eso”.

Tim, director ejecutivo de algo, explica la falla como una cuestión fundamentalmente técnica. Expertos trabajaron con las mejores intenciones, pero… algo falló. No es culpa de nadie; hay que ajustar un proceso, solucionar un par de criterios, y ya. Pero el discurso de los residentes (los sujetos más explotados y con menos derechos de la pirámide de la profesión médica, que es casi más vertical y asimétrica que la militar) no es técnico: es primero moral (“You’re lying to us!!”), y sobre todo político. Lo que demandan no es que los “eticistas y expertos” mejoren el algoritmo, sino que sus representantes estén sentados en el comité que decide qué criterios se usan para seleccionar cómo se prioriza la distribución de la vacuna. Entonces, este conflicto no sólo revela un problema de escasez (en este caso, de vacunas) sino también la irreductibilidad de marcos interpretativos sobre la escasez. El hecho subyacente es que los actores colectivos entienden que el problema tiene causas y soluciones radicalmente distintas: una falla puntual del conocimiento técnico, que requiere más y mejor conocimiento experto, o la restricción inmoral e injusta a la participación de los más desfavorecidos en el sistema de toma de decisiones, que requiere empoderamiento y participación. 

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Mi conocimiento de computación es lo mínimo indispensable para funcionar en sociedad. Aun así, puedo entender que un algoritmo no es un mecanismo perfecto e impersonal que baja del cielo y computa cosas de manera desapasionada. Un algoritmo es una secuencia de órdenes que analiza información dada basado en criterios preestablecidos. En el caso de Stanford, alguien le dijo “quiero seleccionar a todas las personas de tal edad, con tal riesgos de salud, que trabajan en contacto con pacientes, y no están de licencia”. Desde ese punto de vista este conflicto escenifica de manera casi perfecta en una escala micro los problemas que tan brillantemente describe mi amiga Yanina en su artículo sobre los desafíos de la democracia contemporánea. Mientras las elites (incluyendo las intelectuales) imaginan que el problema de las democracias actuales requiere más conocimiento experto (provisto por ellas mismas, en su rol de pensadores, técnicos, y políticos “tradicionales”) y menos pasión e irracionalidad, otros actores colectivos explican los problemas de la democracia usando un lenguaje completamente diferente: el de la indignación moral de los excluidos. Lo que estos sectores demandan es participación en el poder para realizar cambios. Si se quiere, se reivindica un conocimiento propio basado en la experiencia vivida contra el saber deductivo de los expertos.

Y con esto volvemos a las discusiones sobre el aborto. Porque lo que revelaron, creo, los debates de estos días es que hay ciertos temas que son inescapablemente éticos, morales y políticos. La cuestión sobre si las mujeres pueden o no decidir sobre su vida reproductiva es inescapablemente política y moral. No me gusta la idea de que este debate muestra un conflicto entre la ciencia y la religión o el oscurantismo, por ejemplo. Hemos escuchado estos días a médicos usar argumentos cientificistas (no diré científicos) para argumentar que las mujeres no alcanzan la plenitud neurológica hasta que son madres. Asimismo, personas perfectamente ateas y hasta anticlericales están convencidas de que el patriarcado es la mejor manera de organizar la sociedad y de que las mujeres son algo así como menores de edad perpetuas. 

La idea de que la ciencia o la tecnología eliminará el juicio moral y la política no sólo es absurda sino opresiva. Ni la ciencia, ni inteligencia artificial, ni ningún conocimiento experto podrá venir a “rescatarnos” de las decisiones que debemos tomar colectivamente como una comunidad democrática. La ciencia puede darnos hechos, elementos, evidencias, pero no puede ni debe asumir para sí el rol de ser quien establece por sí misma las reglas colectivas de conducta, ni más ni menos que la religión. Esas reglas deben surgir de la discusión, la puja, las relaciones de poder, y las negociaciones entre todos y todas los actores colectivos involucrados. Esas reglas son por lo tanto siempre tentativas y dables de ser alteradas en el futuro–quien pierde hoy puede ganar mañana. Esas reglas tienen responsables que deben ser sujetos de accountability. Esas reglas deben estar hechas priorizando el punto de vista de quienes tienen más piel en juego y son los más afectados, como los trabajadores de salud primarios en Stanford o las mujeres y personas gestantes en el caso del aborto. 

Estamos condenados a la política. Que no es genial, pero es mejor que todas las alternativas.

María Esperanza

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Soy politóloga, es decir, estudio las maneras en que los seres humanos intentan resolver sus conflictos sin utilizar la violencia. Soy docente e investigadora de la Universidad Nacional de Río Negro. Publiqué un libro titulado “¿Por qué funciona el populismo?”. Vivo en Neuquén, lo mas cerca de la cordillera que puedo.