«En el test del canario maricón, los últimos tres presidentes peronistas salen muy bien parados»

En el Día del Orgullo, conversamos con Bruno Bimbi sobre persecución y el derecho a la diversidad en el mundo. Hablamos sobre Jair Bolsonaro, el avance de la ultraderecha, su mirada sobre el tratamiento de las diversidades como el "canario en la mina", sobre el deterioro de la democracia y los grandes avances que ha vivido la Argentina en la última década.

Bruno Bimbi fue secretario de Relaciones Institucionales y Prensa de la Federación Argentina LGBT cuando se aprobó el matrimonio igualitario en Argentina. Fue el tema de su primer libro, Matrimonio igualitario. Intrigas, tensiones y secretos en el camino hacia la ley (Planeta, 2010). Tras la aprobación de la ley en Argentina, coordinó junto al activista brasileño João Júnior la campaña que conquistó ese derecho en Brasil –liderada por el exdiputado gay Jean Wyllys– y luego ayudó a organizarla en Ecuador. Ahora vive en Barcelona, donde llegó a comienzos de 2019 «escapando del gobierno fascista de Jair Bolsonaro, que ha empujado a muchos activistas de derechos humanos al exilio». Su segundo libro, El fin del armario, fue editado en Argentina, Brasil, Perú, España, México y Portugal.

Entre muchas otras cosas, tu libro está estructurado alrededor de la hipótesis de que el no reconocimiento y el ataque al derecho a la identidad y las diversidades sexuales es el canario en la mina para todos los demás derechos y hasta para la democracia. ¿Podés resumir las ideas centrales que estructuran esa mirada?

—A lo largo del primer semestre de 2011, hace diez años, el entonces diputado Jair Bolsonaro fue protagonista de 68 noticias en el diario Folha de São Paulo, de las cuales 43 eran por haber dicho o hecho alguna brutalidad homofóbica. Antes de ser el genocida, responsable por más de medio millón de muertos, Bolsonaro fue durante años el “diputado antigay”. Había llegado al Congreso como representante de la corporación militar y policial, con la agenda de la mano dura y de la defensa de la dictadura, pero en la última década se reinventó como el político que odia a los homosexuales con la misma obsesión con la que Hitler odiaba a los judíos. Casi toda su agenda política se basaba en eso. Por la misma época, en 2012, antes de que Venezuela se transformara en una dictadura, todo el aparato de comunicación estatal del chavismo atacó al candidato opositor, Henrique Capriles, “acusándolo” de ser gay y judío. Capriles es católico, pero lo acusaban de “sionista” por ser descendiente de judíos, por la sangre. ¡Y encima maricón! En 2013, cuando registró su candidatura presidencial tras la muerte de Chávez, Maduro lo llamó “princesita” y aclaró: “¡A mí me gustan las mujeres!”. En las últimas semanas, varios gobiernos de Europa tuvieron que plantarse frente a las leyes antigay de Viktor Orbán, pero hace tiempo el canario agoniza en Hungría, igual que en Polonia, que declara tener “ciudades libres de homosexualidad”. Estos regímenes autoritarios –y otros consolidados, como Irán, Arabia Saudita, Turquía, Rusia e inclusive Corea del Norte– tienen en común el papel de la homofobia en su simbología y su concepción del Estado. En el discurso de varios de sus líderes, los gays somos una amenaza interna, un peligro para los niños, enemigos de la familia, corrompemos la cultura nacional y, además, conspiramos al servicio de intereses foráneos. ¿Te suena de algún lado? La primera movida fuerte de VOX tras su crecimiento electoral en España fue el “pin parental” antigay en las escuelas y, en el acuerdo que hicieron ahora para investir a Díaz Ayuso en Madrid, lo primero que pidieron fue revisar las leyes sobre derechos de la población LGBT. Esto se repite en varios países, también en Latinoamérica, donde hablan de “ideología de género” y “defensa de la familia”, en un arco político que va de Rafael Correa a Keiko Fujimori. La centralidad del discurso homofóbico es una señal de alerta que no falla, pero, como les sigue pasando a los judíos, es subestimada o pasa inadvertida para la mayoría. Mientras Bolsonaro era un problema de los gays –fue un problema muy serio y lo enfrentamos por más de diez años–, no le importaba un carajo a nadie, ni siquiera a la izquierda. Nos decían que exagerábamos. El canario brasileño murió asfixiado hace años. Ahora son cientos de miles asfixiados en las UTI mientras el psicópata boicotea la campaña de vacunación y dice que usar máscara es de maricones, pero ya es tarde.

Cuando salió el libro vos vivías en Brasil, donde los sectores de derecha religiosa habían cumplido un rol importante, primero en la destitución de Dilma Rousseff y luego en la elección de Bolsonaro…

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—Hace más de diez años empecé a decir que la mafia evangélica era un peligro para la democracia en Brasil, y tal vez en América Latina, como lo habían sido los militares en los setenta, y fui muy crítico de Dilma por sus concesiones a esos pastores, que tienen como principal bandera el odio contra los gays. Quizás para mucha gente fuera de Brasil fuera difícil de entender en ese momento que pactar con esa gente era la crónica de un suicidio anunciado. El principal operador de la bancada evangélica, aliada al PT, era Eduardo Cunha, que después fue el principal articulador del golpe contra Dilma. Cuando vino el golpe, yo estaba en la calle marchando en defensa de Dilma, como casi toda la izquierda, y reconozco que mi opinión sobre ella cambió. No sobre sus errores, que hoy nadie niega, sino sobre su carácter, porque fue admirable la manera en la que defendió la democracia cuando había que hacerlo. No me arrepiento de las críticas que muchos le hicimos antes, que ojalá su gobierno hubiese escuchado, pero sí del tono. Hoy siento aprecio por ella y creo que el PT también cambió parte de su lectura. Lo hablé con dirigentes de primera línea y uno de ellos me dijo que una de las cosas de las que más se arrepiente en la vida es de haber hecho campaña en un culto del pastor Malafaia. La ficha le cayó cuando su hijo le dijo que era gay. La cuestión evangélica es un problema sistémico de la política brasileña que el progresismo necesita discutir con calma.

¿Qué estás viendo que haga falta debatir?

—Por un lado, hay un dato duro. En 1991, el censo brasileño registraba un 9% de evangélicos; en 2010, eran el 22,2%. El año pasado no hubo censo por la pandemia; la cifra es mayor. Hay barrios y ciudades de las principales regiones urbanas donde no hay cines, teatros, bibliotecas, centros deportivos ni librerías, pero hay iglesias evangélicas cada tres cuadras. La gente va a la iglesia a rezar, cantar y pagar el diezmo y las ofertas, pero también a cortarse el pelo, pedir planes sociales y conseguir turno con el dentista. En muchas favelas donde el Estado está ausente, los pastores hacen acuerdos con los traficantes o las milicias y se imponen como religión oficial, inclusive expulsando a los pai de santo y quemando los terreiros. Claro que los evangélicos, como los católicos, judíos o musulmanes, son muy diversos, pero las iglesias que más crecen en Brasil, tanto territorialmente como desde el punto de vista político y económico, son las de la banda. Que no son iglesias, sino una coalición que reúne a cientos de pymes y microemprendimientos y algunas grandes corporaciones con cuentas en paraísos fiscales. Estafan a sus fieles, lavan dinero de la corrupción y el crimen organizado y se metieron en los partidos políticos o armaron partidos propios hasta llegar a tener más de setenta diputados, alcaldes y concejales por todos lados. Los gobiernos necesitan a sus diputados para aprobar las leyes y creen también que necesitan a sus pastores para conquistar el “voto evangélico”, porque todavía no entendieron que sería mejor disputarlo por sus propios medios en vez de legitimar a esa banda de delincuentes como interlocutores privilegiados, aumentando su capacidad de chantaje. Lo que negocian tipos como Cunha, Edir Macedo, Garotinho, Magno Malta o Feliciano es poder, caja e impunidad, pero su discurso para movilizar a los fieles es decir que luchan para proteger a los niños de la perversión gay. Por eso, necesitan mostrar que el candidato al que van a apoyar se compromete a oponerse a los derechos LGBT, así como al aborto legal. El pastor Silas Malafaia dice más seguido “gay” que “Jesucristo”. La homofobia es el eje del relato de esa mafia.

—Les dedicaste mucho espacio en tu libro

—Escribí varios capítulos para hablar de este fenómeno y su repercusión política. En el libro cuento, por ejemplo, quién es el pastor Marco Feliciano, a quien Bolsonaro le arrebató en la década pasada su posición de líder de la homofobia en el Congreso. Las movilizaciones contra Dilma en junio de 2013 no se pueden entender sin hablar de las que hubo antes contra la elección de ese delincuente como presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados (no es casual que luego Bolsonaro haya intentado ocupar el mismo cargo). También dedico un capítulo a contar la historia de la Iglesia Universal del Reino de Dios, una de las mafias más poderosas y peligrosas de Brasil, que maneja, por ejemplo, el grupo de medios que compite más fuerte con la TV Globo (y que crece hace años en la Argentina). Uno de sus líderes, Marcelo Crivella, fue ministro de Dilma, luego apoyó el golpe –al igual que toda la banda–, llegó a ser alcalde de Río de Janeiro, se alió a Bolsonaro y ahora va a ser embajador en Sudáfrica, donde la Universal tiene un proyecto de expansión. La mentira del “kit gay”, agitada por la bancada evangélica (con un papel destacado de la pastora Damares Alves, hoy ministra, entonces asesora del senador Magno Malta) fue central en la narrativa de Bolsonaro y una de las mayores fake news de la historia brasileña, pero no hubiera sido posible si Dilma la hubiese enfrentado, en vez de cancelar el programa Escuela sin Homofobia. Ella cedió al chantaje de la bancada evangélica del Congreso, que luego la traicionó, y sé que hoy se arrepiente. La cuestión de las fake news, fundamentales para entender al bolsonarismo, tampoco puede explicarse sin hablar de la mafia evangélica, que es su soporte analógico.

Hoy, en lugares donde los avances en materia de derechos a la identidad y a la diversidad parecían consolidados, como el continente europeo, está surgiendo una derecha que podemos llamar ultra, que mantiene miradas homogeneizantes de la sociedad, y que buscan retroceder activamente en los avances logrados. ¿Cuál es tu mirada sobre ese fenómeno?

—En el libro tomo como ejemplo el caso de VOX para analizar ese fenómeno, comparándolo con lo que pasó en Brasil. Un dato muy interesante, sobre el que ya trabajó el investigador catalán Jordi Vaquer, son las encuestas realizadas en Europa sobre las personas LGBT y sus derechos. La ultraderecha suele presentarse como portavoz de una mayoría silenciosa que está harta de la “dictadura de lo políticamente correcto” y quiere poner de nuevo a las mujeres, los negros, los gays o los inmigrantes “en su lugar” y defender los “valores tradicionales”. Todo ello con una retórica típicamente fascista. Pero los números la desmienten. Por ejemplo, el Eurobarómetro de 2019 muestra que el 91% de los españoles cree que la población LGBT debe tener los mismos derechos que el resto y el 86% apoya que el matrimonio igualitario sea reconocido en toda Europa. Otras encuestas dan números similares. La extrema derecha no representa en estas cuestiones (al menos en buena parte de Europa) a una mayoría silenciosa, sino a una minoría muy ruidosa, violenta y bien organizada, pero esas cuestiones le han servido para conquistar visibilidad y movilizar a personas muy activas y enojadas en una época en la que lo “polémico” da likes en las redes y pauta el debate público, empujando a veces a otros sectores políticos a cambiar su propio discurso, cayendo en la trampa. El odio es un gran movilizador, pero canaliza y enmascara otro tipo de frustraciones, por cuestiones a las que los gobiernos democráticos no supieron dar respuestas. No hay que subestimar a la extrema derecha, pero sí hay que estudiarla mejor.

En tu libro hay una mirada sobre el Estado de Israel y su vecindad que es distinta a la que suelen presentar desde sectores que, creo, como vos, se consideran de izquierda…

—Hay dos cuestiones ahí. En primer lugar, el tema del libro es la vida de lesbianas, gays, bisexuales y trans en el siglo XXI. No solo los aspectos políticos de los que estamos hablando, sino también la vida cotidiana, mitos, prejuicios, conocimiento científico sobre la sexualidad e historias de vida. En el capítulo que habla de Israel –así como en los que hablan de otros países de Medio Oriente–, el foco es ése. Si hiciéramos una escala del 1 al 5, en la que el 1 fuera para países donde nos cuelgan de una soga y el 5 para aquellos donde somos ciudadanos plenos con iguales derechos, Israel estaría en el 4. Algo destacable en Medio Oriente, donde pocos llegan al 2. Cruzando la frontera, nos matan o nos meten presos. En el libro explico detalladamente la situación de la población LGBT en Israel, sus leyes y costumbres y un poco de historia, y hago lo mismo con otros países de la región. Leer el código penal iraní, por ejemplo, revuelve el estómago. Es uno de los regímenes más espantosos del mundo para nosotros. También propongo una discusión sobre lo que parte de la izquierda llama pinkwashing: que los judíos son unos hijos de puta pero nos tratan bien a los maricones para quedar bien y parecer macanudos, tapando con pintura rosa lo que les hacen a los palestinos. A mí esa idea, además de homofóbica y antisemita, me parece torpemente conspiranoica. Y niega el papel del movimiento LGBT en Israel, que es un país tan diverso y complejo como el nuestro. Nadie nos regaló nada. Hubo que hacer mucha política para ir avanzando, derribando prejuicios. Lo que pasa es que en Arabia Saudita o Irán –o bajo el gobierno del grupo terrorista Hamas en Gaza– no vas a ver al movimiento LGBT haciendo una campaña por el matrimonio igualitario como en Argentina, ni una marcha del orgullo como la de Tel Aviv, porque los busca la policía moral al otro día y terminan todos condenados a muerte. Israel, en cambio, es una democracia, la única de la región.

Israel es un país que culturalmente se asume occidental, pero no podrían ser ciertas ambas cosas: ¿no pueden convivir el reconocimiento del derecho a la diversidad y el desconocimiento de los derechos de los palestinos?

—Sobre la cuestión palestina en sí, no hablo más que en alguna nota al pie, porque no es el tema del libro, y mi opinión podría demandar una entrevista entera. Me interesa el tema, estuve en Israel, también en Cisjordania, visité un campamento de refugiados palestinos, conversé con mucha gente con diferentes posiciones y he leído varios libros sobre el conflicto, que es tan complejo que lo peor que podemos hacer es resumirlo a eslóganes, como suele hacerse. Yo estoy a favor de la idea de dos estados para dos pueblos, pero requeriría una explicación más larga. Creo que, aunque hoy parezca lejana, es la única salida; coincido con lo que dice Amós Oz en su libro “Contra el fanatismo”. Lo que me sorprende –y me enoja, porque soy una persona de izquierda– es la banalidad con la que la mayor parte de la izquierda reproduce fake news y teorías conspirativas sobre Israel. Militando en partidos de izquierda conocí a dirigentes que hacían afirmaciones categóricas, con palabras altisonantes, pero después no sabían señalar en un mapa dónde queda Gaza, ni dar el nombre de un solo partido político israelí, ni explicar qué pasó en 1948 o en 1967, o cuál es la diferencia entre Fatah y Hamas. Reproducen el discurso de los sectores más antisemitas del mundo islámico, cuya solución es que Israel no exista más, y marchan en Europa junto a gente que grita cosas como que hay que violar a las hijas de los judíos. Y, mientras emiten doscientas gacetillas de prensa por año condenando a Israel, no dicen nada sobre las espantosas violaciones a los derechos humanos en todos los demás países de la región.

Por último, Argentina, durante los últimos gobiernos peronistas ha avanzado en una agenda que incluye la ley de matrimonio igualitario, la ley de identidad de género y, ahora también, el cupo trans. ¿Cómo creés que cambió la sociedad en esta década?

—Hace algunos años, Raúl Zaffaroni me dijo que, gracias al matrimonio igualitario, Argentina había hecho en cinco años lo que a otros países les lleva cincuenta. Tiene razón. Y yo creo que, además de lo que cambió esa ley, y otras que vinieron después, como la ley de identidad de género o el cupo trans, que produjeron cambios enormes en la vida concreta de miles de personas, hubo un cambio más profundo, cultural. Por primera vez en la historia, durante algunos meses, nuestros derechos fueron el debate número uno en los diarios, la radio, la televisión, las redes sociales, y la gente discutía sobre el matrimonio gay en el colectivo, la cena familiar, la oficina o la cerveza con los amigos. Muchas parejas fueron a programas de televisión o a las audiencias públicas del Congreso para hablar de su vida, explicar por qué esa ley era importante. Miles de personas, sobre todo jóvenes, salieron del armario en pocos meses. Muchas familias descubrieron un hijo, un sobrino, un tío gay o una prima lesbiana. Y eso nos cambió a todos. Uno de mis mayores orgullos en la vida es haber sido uno de los responsables de la campaña por el matrimonio igualitario, junto a mis compañeros de la Federación Argentina LGBT, y haber coordinado junto a otro activista la campaña en Brasil, liderada por el diputado Jean Wyllys, de quien fui asesor en el Congreso brasileño. Fue una experiencia increíble. Mi primer libro habla sobre eso, pero en El fin del armario incluí un capítulo proponiendo un análisis sobre por qué el tema del matrimonio era tan importante y produjo cambios tan fuertes.

¿Por qué te parece, volviendo a tu hipótesis inicial, sobre el canario en la mina, que estos gobiernos han sido acusados de autoritarismo por sectores opositores?

—Bien clarito: acusar al gobierno argentino actual de autoritario es una canallada y, desde ya, en el test del canario maricón, los últimos tres presidentes peronistas salen muy bien parados. Que Vilma Ibarra, que fue una de las artífices de la ley de matrimonio igualitario, sea la secretaria de Legal y Técnica de la Presidencia, como podrás imaginarte, a mí me pone muy contento, porque además la quiero mucho. Pero, yendo al fondo de la cuestión, creo que Alberto Fernández es el presidente más democrático de la Argentina desde Alfonsín y, sin dudas, es mucho más democrático de lo que fue Macri. Más allá de mi identidad política, lo digo porque lo creo. Alberto es un buen tipo, muy capaz, al que le toca gobernar en un momento de mierda, en circunstancias políticas muy difíciles y cargando con el desastre económico que dejó el gobierno anterior y una pandemia que está haciendo pelota a países más ricos y desarrollados que el nuestro. A veces hay decisiones del gobierno que no comparto, pero confieso que los camiones de mierda que le tiran cada día al presidente me parecen un juego tan sucio que prefiero guardarme algunos matices. En una situación normal, serían necesarios.