Biografía de un depredador

Como nunca antes ocurrió en la historia, científicos de todo el mundo aúnan esfuerzos para revelar los secretos íntimos del nuevo coronavirus causante de la pandemia de COVID-19. Y así, en una carrera similar a la que llevó al primer ser humano a la Luna, desarrollar tratamientos y una vacuna capaz de frenar la enfermedad.


Hace tres meses nadie lo conocía. Su nombre no figuraba en el vocabulario de grandes y chicos. No había dado varias vueltas al mundo. No se había infiltrado en los cuerpos de más de 800 mil personas ni en las pantallas y en las preocupaciones diarias del resto de la especie humana

Con un inimaginable tamaño de entre 50 y 200 nanómetros, el nuevo coronavirus -aislado el 7 de enero en la ciudad china de Wuhan y bautizado SARS-CoV-2- ha sacudido mercados, separado padres de hijos y acuarentenado a más de un tercio de la humanidad. Pero en especial nos ha obligado a abrir los ojos y tomar consciencia de que habitamos un mundo que no conocíamos muy bien y que no nos pertenece.

La comunidad científica internacional está aunada en la misma misión: llenar los vacíos de conocimiento epidemiológico, virológico y clínico sobre el nuevo patógeno, revelar los secretos de este diminuto y silencioso depredador. Para controlar este nuevo coronavirus, los científicos saben que primero hay que conocerlo.

Día a día, los investigadores están comenzando a entender la biología, los modismos y caprichos del responsable material de la pandemia de COVID-19. Mientras que los países y ciudades bajan sus cortinas y cierran sus fronteras para lidiar con el invasor puertas adentro, los científicos las rompen digitalmente en un tour de force en la colaboración internacional sin precedentes en la historia.

Nunca antes tantos científicos se han centrado tan urgentemente en un solo tema. Desde enero, se han publicado casi ochocientos papers sobre el virus. La cantidad de información que se ha obtenido sobre el nuevo coronavirus es asombrosa.

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Los investigadores han identificado y compartido en bases de datos públicas miles de secuencias del genoma viral. Revistas científicas han puesto en pausa sus paywalls (muros de pago). Y en una carrera solo comparable con la que concluyó con la llegada de Neil Armstrong y compañía a la Luna en 1969, se han lanzado más de 200 ensayos clínicos que reúnen a hospitales y laboratorios de todo el mundo para conseguir tratamientos efectivos y una vacuna capaz de traer algo de respiro.

Cinco grandes preguntas guían a los biólogos moleculares, virólogos, infectólogos e inmunólogos: ¿Qué hace que el nuevo virus sea tan eficiente al infectar a una personas?¿Cómo se reproduce tan rápido una vez que está dentro del cuerpo?¿Por qué el virus no causa síntomas de inmediato y permite que se propague sin ser detectado?¿Por qué unas personas se recuperan y otras son más vulnerables y mueren?¿Genera inmunidad en el cuerpo de los infectados?

Los científicos combaten al coronavirus con investigación. Como dice el virólogo David Veesler de la Universidad de Washington en Seattle: «Comprender la biología y la transmisión del virus es clave para su contención y prevención futura».

Un planeta de virus

Se suele pensar a los virus como sinónimos de infección. Sin embargo, son mucho más que máquinas de matar indiscriminadas. Los virus ayudan a producir gran parte del oxígeno que respiramos y ayudan a controlar el termostato del planeta.

No todos provocan enfermedades. La mayoría infectan solo células bacterianas. En pleno siglo XXI, todavía no sabemos cuántos tipos de virus hay, con cuántos de ellos compartimos el planeta. En las últimas dos décadas, se han identificado más que nunca: se ha descubierto que la Tierra está gobernada por una cantidad y diversidad de virus que hasta hace poco apenas sospechábamos. Como revela el periodista Carl Zimmer en su libro A Planet of Viruses, son los organismos más abundantes y, posiblemente, los más importantes del mundo.

Los virus se encuentran en casi todas partes: anidan en los bosques, circulan en corrientes por la atmósfera, se expanden en los océanos. En 1986, la viróloga Lita Proctor se asombró al descubrir que el litro promedio de agua de mar contiene hasta 100 mil millones de virus. Y no solo están fuera nuestro sino también adentro, en los rincones más íntimos de nuestro cuerpo. Recientemente la bióloga Dana Willner de la Universidad Estatal de San Diego halló que una persona sana promedio alberga 174 especies de virus en sus pulmones.

Y más: se sabe que el genoma humano está colmado en múltiples lugares cadenas de virus antiguos, es decir, huellas o fósiles de invasiones pasadas que en algún momento de nuestra evolución como especie se integraron a nuestro manual de instrucciones. Una nueva disciplina emergió para estudiarlos: la paleovirología que analiza estas secuencias genéticas virales conocidas como «fósiles virales» o «paleovirus».

Los últimos hallazgos han llevado a que desde 1997 el Comité Internacional de Taxonomía de Virus hable cada vez con más fuerza de la «Virósfera», es decir, todos aquellos lugares donde se encuentran virus o en los que interactúan con sus anfitriones. Se trata de un mundo inimaginablemente vasto aún no del todo cartografiado, compuesto por entidades invisibles pero dinámicas en la ecología de la Tierra. «Es nuestra incapacidad para percibir los virus, y en particular el virus silencioso, lo que dificulta nuestra comprensión del papel que desempeñan en toda la vida», indica el virólogo Luis Pérez Villarreal de la Universidad de California. «Es solo en nuestros días, en la era de la genómica, cuando podemos ver con más claridad sus huellas ubicuas en los genomas de toda la vida».

Organizaciones como EcoHealth Alliance, un grupo de científicos que busca patógenos en especies salvajes susceptibles de saltar a los humanos, estiman que existen 1,7 millones de virus en la naturaleza que todavía no conocemos ni hemos oído hablar. Algunos son viejos conocidos: los rinovirus dieron resfriados a los antiguos egipcios. Otros son más jóvenes: el VIH, por ejemplo, se convirtió en un virus humano hace casi un siglo.

El gran salto

Joyas de la evolución, los virus son microscópicas aglomeraciones de material genético, sistemas altamente avanzados que cambian permanentemente, que aprenden y solo tienen un propósito: reproducirse. Como las bacterias, son increíblemente exitosos en términos evolutivos. Por millones de años incontables virus han circulado entre distintos anfitriones animales, desarrollando nuevas maneras de burlar el sistema inmune. El virus del herpes, por ejemplo, desde hace eones infecta a todo tipo de animales, incluso a las ostras.

Como recuerda el escritor Bill Bryson en su reciente libro The Body: A Guide for Occupants, de los cientos de miles de especies virus que se supone que existen, solo se sabe que 586 especies infectan a los mamíferos, y de estos solo 263 afectan a los humanos. Se estima que el 75 por ciento de los patógenos humanos emergentes son de origen zoonótico, es decir, enfermedades que pasan de animales a humanos. El virus de la gripe H1N1, que causó la pandemia de 2009, pasó de aves a cerdos y de ahí al ser humano. En 2012, un virus saltó de los camellos a los humanos, causando MERS (síndrome respiratorio del Medio Oriente).

El nuevo enemigo de la humanidad es integrante de una familia de virus que contiene 39 especies conocidas. Estos virus han estado flotando en murciélagos durante mucho tiempo sin enfermar a los animales. Si bien la investigación casi detectivesca sobre su origen no ha concluido, los estudios genéticos sugieren que hubo una especie huésped intermedia involucrada. Fue en este animal en la que el coronavirus habría mutado y saltado a los seres humanos: el pangolín, el mamífero más traficado del mundo. Los ejemplares de esta especie son despellejados y en mercados húmedos como los de Wuhan en China sus escamas se venden para ser usadas pseudoterapias para tratar el asma, el reumatismo o la artritis.

«Hemos creado circunstancias en nuestro mundo que de alguna manera permiten que estos virus, que de otro modo no se sabe que causen ningún problema, entren en las poblaciones humanas», indica Mark Denison, director de enfermedades infecciosas pediátricas en el Instituto del Centro Médico de la Universidad de Vanderbilt.

Veneno en el cuerpo

«Un pedazo de malas noticias envuelto en una proteína». Así definía el zoólogo e inmunólogo británico Peter Medawar a los virus. Mucho más diminutos que las bacterias, sólo pueden ser vistos con microscopios electrónicos. En el caso del SARS-CoV-2, se trata de bolita minúscula de la que sobresalen espigas o protuberancias como las espinas de un erizo de mar. Cien millones de partículas de coronavirus podrían caber en la cabeza de un alfiler. «Estas espigas son cruciales», dice el virólogo Michael Letko en el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas en Montana, Estados Unidos. «Actúan como un ancla para el virus, uniéndose a una proteína en el exterior de una célula».

Con estas protuberancias que sobresalen de la superficie viral, el coronavirus emprende dentro del cuerpo su embestida invasiva: como si fueran llaves, estas herramientas moleculares le ayudan a engancharse a las células humanas e irrumpir en ellas. Todos los virus -cada uno con una estrategia distinta- hacen básicamente lo mismo: invaden una célula y cooptan su maquinaria celular para multiplicarse.

Por miles de años, conocimos los virus solo por sus efectos en la enfermedad y la muerte: durante todo este tiempo han lanzado sus invasiones en secreto, sin que nadie sospechara su presencia. Recién fue en el año 1892 -hace apenas 128 años- cuando fueron por primera vez aislados por el botánico ruso Dmitri Ivanovsky como minúsculos microbios infecciosos que causaban enfermedades en las plantas de tabaco. Pronto se descubrió que también eran los autores materiales de las enfermedades humanas y animales.

En un principio, alrededor del año 1900, el microbiólogo holandés Martinus Beijerinck llamó a estos misteriosos personajes «contagio vivum fluidum» («fluido vivo contagioso»), pero luego lo cambió a «virus», que en latín significa toxina o veneno y que desde la época del Imperio romano carga una contradicción: por entonces, se usaba para designar tanto el veneno de una serpiente como el semen de un hombre. Creación y destrucción en una palabra.

En el caso del SARS-CoV-2, una vez dentro de la célula humana produce entre 10.000 y 100.000 copias de sí mismos en menos de 24 horas, que luego se lanzan a infectar otras células. En este proceso, el coronavirus destruye a la célula invadida lo que produce la neumonía y demás síntomas de la enfermedad denominada COVID-19. El coronavirus tiene un periodo de incubación de cinco días que en ocasiones llega hasta los 14. La principal diferencia entre los coronavirus que causan un simple resfriado y el SARS-CoV-2 que provoca una enfermedad grave es que los primeros infectan principalmente el tracto respiratorio superior (la nariz y la garganta), mientras que los segundos prosperan en el tracto respiratorio inferior (los pulmones) y pueden provocar fiebre, tos intensa y dificultades al respirar.

La cantidad de infectados muestra que el SARS-CoV-2 es hábil en evadir la respuesta inmune innata del huésped, la primera línea de defensa del cuerpo que desempeña un papel fundamental en la recuperación o muerte a causa del virus. Aún los médicos e investigadores no se sabe bien por qué algunas personas infectadas solo tienen síntomas de un resfriado leve y otras presentan síntomas graves. La evidencia muestra que la mayoría de las muertes relacionadas con el coronavirus se debe a que el sistema inmunitario se descontrola como respuesta a la infección.

Cuando el sistema inmunitario finalmente registra la presencia del coronavirus, se activa a nivel extremo: responde en exceso al enviar todo lo que tiene en su arsenal en un intento frenético por eliminar al invasor. El tejido pulmonar se hincha, se llena de líquido y el cuerpo entra en estado de shock. Los adultos mayores y las personas inmunocomprometidas son las más vulnerables a esta forma de respuesta pues sus defensas se activan de repente y se vuelven hiperactivas. El sistema inmunitario del anfitrión termina convirtiéndose en su propio enemigo.

Peligro de infección

Los virólogos dicen que los virus no están ni vivos ni muertos. Fuera de las células vivas, son simplemente cosas inertes, inanimadas: no pueden reproducirse por sí mismos, condición de lo que se entiende como «vida». No comen ni respiran ni tienen medios de locomoción propia. Y no están del todo muertos porque pueden entrar en nuestras células, secuestrar su componentes y replicarse con toda la furia.De lo único que dependen es de su capacidad de replicarse tan pronto como les sea posible y en grandes cantidades para seguir propagándose: en el caso del coronavirus a través de gotas al toser o estornudar que contienen miles o decenas de miles de partículas virales y pueden llegar a la nariz, los ojos o la boca de otra persona. El contagio también puede darse mediante de las heces. Aún no se ha constatado que se transmita a través del sudor.

La replicación descontrolada del coronavirus en las células humanas no cuenta con mecanismos de corrección, por lo que las partículas virales cometen errores durante este proceso. En una de las millones de veces que el virus se multiplica, puede cambiar, mutar sutilmente. Hasta el momento se conocen al menos 8 cepas de SARS-CoV-2 circulando por el mundo. «El virus muta tan lentamente que las cepas del virus son fundamentalmente muy similares entre sí», dice el microbiólogo Charles Chiu, de la Universidad de California en San Francisco, quien sigue las mutaciones y la propagación de la infección.

No se espera que evolucione espontáneamente a una forma más mortal. El coronavirus es muy bueno para transmitirse entre los huéspedes humanos. Según Hugh Montgomery, especialista en cuidados intensivos de la University College London, una sola persona tiene la capacidad de terminar contagiando a otras 59 mil. Por esta razón, el virus no tiene la presión selectiva de evolucionar y ganar una mutación que le dé una nueva capacidad, por ejemplo, más letalidad.

Un estudio liderado por el microbiólogo alemán Roman Woelfel encontró que las personas infectadas propagan grandes cantidades de coronavirus antes de desarrollar síntomas. Incluso existen individuos conocidos como «súper propagadores»: personas completamente asintomáticas capaces de transmitir la enfermedad a muchas otras personas. Otro estudio publicado en The Lancet encontró que el tiempo promedio que el virus permanece en el tracto respiratorio de un paciente después de que comienzan los síntomas es de 20 días. Lo curioso es que el virus acecha en el cuerpo de los infectados incluso después de que las personas comienzan a sentirse mejor. Entre los pacientes que sobrevivieron a la enfermedad, el virus continuó siendo eliminado por 37 días.

Fuera del huésped, la mayoría de las partículas de virus se degradan en minutos u horas y la cantidad de partículas infecciosas disminuye con el tiempo. Un experimento realizado por Vincent Munster, jefe de la Sección de Ecología de Virus de los Laboratorios Rocky Mountain, encontró que algunos coronavirus pueden permanecer por hasta 24 horas en cartón y hasta tres días en plástico y acero inoxidable, superficies sobre las que una persona infectada tosió o estornudó . «El riesgo de infectarse a través de estas vías de transmisión se reduce con el tiempo», dice Munster. «Esa ventana de infección es más alta en los primeros 10 minutos, o una o dos horas».

La nueva carrera científica

Las incógnitas se reproducen al ritmo de las respuestas. Por ejemplo, no se sabe por qué mueren más hombre, si alguna vez se logrará erradicar a este virus o si luego de recuperarse de COVID-19 una persona desarrolla cierta inmunidad. «Debido a que el virus es tan nuevo, aún no sabemos cuánto tiempo durará cualquier protección generada por la infección», dice el médico clínico Peter Openshaw del Imperial College de Londres.

Hay, sin embargo, especialistas optimistas. «La evidencia es cada vez más convincente de que la infección con SARS-CoV-2 conduce a una respuesta de anticuerpos que es protectora», asegura Martin Hibberd, profesor de enfermedades infecciosas de la London School of Hygiene & Tropical Medicine. Pero incluso si las personas se vuelven inmunes, no se sabe cuánto tiempo dura esa inmunidad. «Desafortunadamente eso no es algo que podamos determinar hasta que esperemos meses o años en el futuro -advierte Angela Rasmussen, viróloga de la Universidad de Columbia-, y volvamos a probar y ver si esos anticuerpos todavía están allí».

La inmunidad varía con diferentes enfermedades. Hay ejemplos de virus que no proporcionan inmunidad después de la infección, o solo protegen contra una cepa de una enfermedad y no otra. Más allá de esto, las personas que se han recuperado de COVID-19 podrían desempeñar un rol importante en la pandemia. El plasma de su sangre que contiene los anticuerpos que combatieron la enfermedad en los convalecientes podría podría ser transfundido a personas en estado crítico y ayudarlas en su recuperación.

¿Y la vacuna?

Las pruebas ya comenzaron en Nueva York, en el Hospital Mount Sinai. Para ello, investigadores analizan una enfermedad en la que este tratamiento es standard: la fiebre hemorrágica argentina. Revelar los secretos de estos invasores es fundamental para frenar la pandemia. Conocer las proteínas del coronavirus -las llaves que encajan en las cerraduras de nuestras células humanas- en todo su detalle, por ejemplo, podría derivar en tratamientos que logren interferir en el proceso molecular de la infección: de desarrollar drogas que inhiban que las espigas del coronavirus se adhieran a las células a fármacos que lo deshabiliten e impidan que haga miles de copias de sí mismo.

Existe una carrera sin precedentes para desarrollar una vacuna con al menos 44 en fase de desarrollo temprano. El epidemiólogo Seth Berkley, de una asociación mundial comprometida en aumentar el acceso a la inmunización en los países pobre llamada GAVI, sostiene que debería haber una especie de Proyecto Manhattan contra COVID-19: un programa global que aúne los esfuerzos científicos de todo el mundo, similar al Proyecto Genoma Humano o a la cacería del bosón del Higgs en el CERN.

«Nos preparamos para posibles guerras e incendios y ahora debemos prepararnos para epidemias tratadas con la misma seriedad», dijo el 19 de marzo Bill Gates, quien en una charla TED de 2015 advirtió que la mayor amenaza a la que se enfrentaba la humanidad no era un misil ni una bomba nuclear sino un microbio que pudiera provocar una enfermedad infecciosa: «Los virus no respetan fronteras nacionales»

Periodista científico y miembro de la comisión directiva de la World Federation of Science Journalists. Su más reciente libro es Odorama: historia cultural del olor (Taurus).