La figura política más importante de la historia estadounidense no fue un presidente

Fue Alexander Hamilton, el hombre que a fines del siglo XVIII le propuso un sueño al Congreso: producir manufacturas en el país.

El 5 de diciembre de 1791, Alexander Hamilton presentó el Reporte sobre Manufacturas ante la Cámara de Representantes de Estados Unidos.

Era por entonces el primer Secretario del Tesoro, uno de los tantos cargos que había creado. Para ese año, Hamilton estaba en la cúspide de un poder que él mismo había construido. Tomó los principios constitucionales –que, junto a los otros Padres Fundadores, contribuyó a redactar, defender y aprobar– y creó las instituciones que los hicieron realidad: un sistema presupuestario, uno de deuda pública, otro impositivo, un banco central, un servicio aduanero y hasta una guardia costera, entre otras.

Su mejor biografía –la que escribe Chernow Ron, que es la fuente para el musical Hamilton– lo define así: es la figura política más destacada de la historia estadounidense que no llegó a la presidencia. Y que, sin haber sido presidente, tuvo un impacto mucho más profundo y duradero que muchos que sí lo fueron. Es un hombre de acción y un pensador, un teórico pero también un ejecutor. En ese carácter, el Congreso norteamericano le pide en enero de 1790 que redacte y presente un informe sobre el desarrollo de la producción manufacturera en los Estados Unidos.

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El Reporte, según Hamilton, tenía un objetivo explícito. Promover la producción de manufacturas para permitir a Estados Unidos ser un país independiente de las naciones extranjeras en lo referido a suministros militares y de otro tipo. Ahí comenzó su preocupación: en los suministros militares. Hamilton conocía el problema de primera mano. Había participado de la guerra independentista contra el imperialismo británico, nada menos que junto a George Washington. Sabía lo que significaba quedarse sin municiones en medio de un combate. Aunque a lo largo del Reporte hay apenas un párrafo dedicado a la fabricación de pólvora, Hamilton nunca dejó de entender que el impulso inicial para sus ideas industriales se debían a la necesidad del país de lograr la autosuficiencia armamentística.

En el Reporte, Hamilton encontró un lugar para darle sustento teórico a un proceso que, en verdad, ya se encontraba impulsando. Estaba fascinado con el salto productivo de la industria textil británica, provocada tanto por los descubrimientos científicos y tecnológicos como por el celo con el que las leyes británicas los protegían. Inglaterra había prohibido la exportación de maquinaria textil, frenaba barcos en medio del océano para comprobar si lo hacían de contrabando y los técnicos mecánicos de las fábricas textiles tenían prohibido emigrar bajo pena de encarcelamiento. Hamilton tuvo esta intuición: la fortaleza de una nación, en el futuro, sería proporcional a su capacidad industrial. Por eso vio con satisfacción el incipiente crecimiento de la industria norteamericana. Y comprendió que debía hacer algo para estimularla.

En enero de 1789, fue uno de los fundadores de la New York Manufacturing Society y contribuyó a crear algunas de las primeras iniciativas de ese tipo, como una fábrica lanera que abrió en el bajo Manhattan y cerró dos años después por escasez de energía. Sin embargo, el contacto con el sector convenció a Hamilton de su potencial y lo introdujo en los secretos para construir un nuevo orden industrial. Claro que muchos de esos secretos estaban en manos de otro Estado: Gran Bretaña.

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En mayo de 1790, Hamilton reemplazó a su asistente en la Secretaría del Tesoro y nombró a Tench Coxe, un reconocido defensor de la producción industrial que tenía un plan: hacerse con los secretos de la industria británica. El método era tan sencillo como ilegal. Se trataba de traer a Estados Unidos a los gerentes de las textiles británicas. El caso emblemático fue el acuerdo que Coxe firmó con un tejedor británico, George Parkinson, que había trabajado junto a Richard Arkwright en el diseño de molinos impulsados por energía hidráulica. Parkinson acordó proveer a Coxe de un modelo funcional de molino, en base a los diseños de Arkwright, a cambio de un pasaje a Filadelfia y los derechos de patente sobre la creación. Dos siglos después –con perdón del anacronismo– puede decirse que Hamilton y Coxe idearon y ejecutaron, desde la Secretaría del Tesoro, un plan de espionaje industrial sobre su principal competencia.

Hamilton conoció a los incipientes emprendedores de la pujante industria norteamericana. Habló con ellos y recorrió sus fábricas. Quiso conocer el estado de la producción en cada punto del país, los bienes producidos, sus precios y calidad, y los estímulos y frenos que afectaban la producción. Así elaboró el Reporte sobre las Manufacturas, el primer programa de planificación industrial selectiva de la historia norteamericana. Hamilton sabía que no era un documento más de los miles que había escrito (y había escrito miles): “Era –dice Ron en la biografía– un genio exuberante que trabajaba a un ritmo endiablado y debe haber producido la cantidad máxima de palabras que un ser humano puede escribir en cuarenta y nueve años”. Una línea del musical Hamilton lo dice mejor: “Entré a la revolución escribiendo”.

Por eso lo presentó de una manera singular. Mientras exponía su Reporte iba mostrando lana de Connecticut, alfombras de Massachusetts y todo tipo de muestras de productos que había recolectado. Sabía que recibiría críticas, principalmente, de quienes temían que las fábricas se convirtieran en rivales de la producción agrícola y, por lo tanto, de una forma de gobierno. Era otro padre fundador, Thomas Jefferson, el que abogaba por mantener una “democracia agrícola”. Es imposible, escribió al regreso de un viaje por Francia, que América se convierta en un país de industria manufacturera en el transcurso de la vida de cualquier persona que esté viva hoy.

Es por eso que la primera parte del Reporte es una defensa, desde el punto de vista teórico, de la necesidad de industrializar el país. El secretario del Tesoro sabía que sus ideas no eran –aún– las hegemónicas. Pero también sabía que el clima de ideas en el mundo, y en su país, estaba cambiando. La postura fisiócrata de la preponderancia absoluta de la agricultura también estaba en cuestión a la par que la promoción de la industria, dice el Reporte, parece estar en este momento ampliamente admitida. Los fisiócratas sostienen que la agricultura es el objeto más productivo de la industria humana. Que si esa afirmación no es universalmente cierta lo es, al menos, para los Estados Unidos, país de un amplio y fértil territorio. Y que si mediante la acción del gobierno federal se acelerase el crecimiento de las manufacturas, se alteraría el curso natural de la industria desde un cauce beneficioso a uno menor. Dejar la industria librada a sí misma es la política más sana y más sencilla, aseguraban.

Hamilton concedía que el cultivo de la tierra tenía un fuerte derecho a la preeminencia sobre otros tipos de industria. Pero cuestionaba su exclusividad. Se ha sostenido, decía, que la agricultura no es solo la actividad más productiva sino la única. Los fisiócratas dicen que la actividad agraria produce lo necesario para reponer sus gastos, mantener a los empleados y ofrecer además una renta para el propietario de la tierra, mientras que la industria no ofrece esto último. No añade nada al valor total del producto anual de la tierra y al ingreso del país. Hamilton desmintió esta posición (o, al menos, dijo que si esa afirmación era verdadera para el trabajo del artesano, lo era también para el trabajo del campesino). Las fábricas, sostuvo entonces, contribuyen de manera esencial al crecimiento positivo del producto y al ingreso de esa sociedad, debido a una serie de circunstancias que crea y fomenta la actividad industrial, a saber: la división del trabajo; la ampliación del uso de la maquinaria; el empleo adicional; el fomento de la inmigración; la provisión de un margen para la diversificación de talentos; la oferta de un campo más amplio para la iniciativa privada; y la creación de una demanda más firme y constante para el excedente del producto de la tierra.

No se trata solo de una razón teórica. El incentivo a la producción industrial tiene razones prácticas de coyuntura. Si el comercio y la industria mundial fueran un sistema de libre intercambio entre las naciones, decía Hamilton, entonces los argumentos para disuadir la producción industrial tendrían gran fuerza. Pero no era eso lo que sucedía. Estados Unidos era un país excluido del comercio exterior por las potencias europeas. Podía obtener, sin dificultad, productos manufacturados en el extranjero, pero, denunciaba Hamilton, “experimenta numerosos e injuriosos impedimentos para la salida la salida y colocación de sus propios productos”. En ese estado de cosas, no es posible un intercambio entre partes iguales. Y esa falta de reciprocidad, aseguraba, convertirá a Estados Unidos en la víctima de un sistema que lo llevará a limitarse a la agricultura y abstenerse de producir manufacturas.

No eran observaciones con espíritu de queja. Las naciones tenían derecho a establecer sus regulaciones y evaluar qué ganaban y perdían con ellas. Pero corresponde entonces –escribió Hamilton– entender por qué medios puede Estados Unidos volverse lo menos dependiente posible de las combinaciones, justas o injustas, de la política exterior.

Y el Reporte sobre las Manufacturas lista algunos de esos medios que, según su autor, tienen su origen en la experiencia de otros países que las implementaron. Hamilton propuso allí el cobro de aranceles para la importación de artículos extranjeros que compitan con los locales. Se animó a hablar de prohibición de algunos de ellos, también, aunque “con prudencia y mano contenida” durante un breve tiempo y para casos específicos. Sostuvo que la mejor herramienta que conocía eran los subsidios monetarios a las áreas industriales que se querían fomentar. La lista es más larga y la recorremos rápido: habla de incentivos monetarios para la invención de patentes, regulaciones e inspecciones para mejorar la calidad de los productos nacionales, la facilitación de la infraestructura nacional para reducir los gastos de transporte, las exenciones impositivas y, por supuesto, la promoción de la emigración para trabajadores y técnicos extranjeros.

Estas medidas no debían ser implementadas todas juntas, al mismo tiempo, y para todos los sectores por igual. Se trataba de un programa para la promoción de determinadas industrias consideradas estratégicas en ese momento. Las clasificó en dos tipos: las que ya habían florecido naturalmente y aquellas que necesitaban un estímulo especial del gobierno por considerarse estratégicas. Se encontraba allí la que Hamilton consideraba de rango preeminente: el hierro y el acero. No había otra tan esencial ni extensa en sus usos. Sobre ellas se construiría la base del resto: hierro en barra y láminas, acero, varillas y clavos, implementos de labranza, utensilios domésticos, hierro y acero para la industria naval, anclas, balanzas y pesas. Debía garantizarse la autosuficiencia en el suministro de armas militares y de pólvora a través de fábricas de armamento gubernamentales. La industria textil, su musa inspiradora, necesitaría de la producción del lino y el cáñamo, el algodón, la lana y la seda, lo que significaba también que aquello presentado como una disputa entre fisiócratas y manufactureros debía ser en verdad una colaboración. La lista es aún más exhaustiva y se puede leer en el Reporte.

El documento, como tal, no se convirtió siquiera en una pieza legislativa, a diferencia de lo que había ocurrido con otros tantos textos que escribió (como el de crédito público, la Casa de la Moneda o el primer Banco Central). La Cámara de Representantes lo archivó y ni siquiera Hamilton impulsó su conversión a un proyecto de ley o algo similar. Fue, de todas formas, uno de esos documentos que sin convertirse en ley influyó no solo en su área específica sino en la concepción misma de los alcances y el poder del Gobierno federal. Más que un documento técnico, había allí una declaración que anticipó en varias décadas el nacionalismo económico norteamericano y el giro proteccionista del siglo por venir.

Hamilton, en la cúspide de su poder, acaso se sintió invencible, dice la biografía de Ron. Quince días después de la presentación de su Reporte recibió una carta de la señorita María Reynolds, su amante. Le avisaba allí que su marido, James Reynolds, se había enterado de todo. Durante algún tiempo, Reynolds chantajeó a Hamilton con el episodio. Mantendría el silencio a cambio de un pago mensual. Pero el hecho no tardó en llegar a oídos de los rivales políticos de Hamilton (que eran muchos). Fue, según Ron, el primer gran escándalo sexual en la historia política de Estados Unidos. Si el Reporte era el edificio que pacientemente había construido como un programa para el desarrollo económico del país, el escándalo Reynolds le provocó un incendio en sus cimientos. Las aspiraciones presidenciales de Hamilton terminaron allí.

Fueron sus ideas las que prosperaron. Hamilton murió en 1804 a manos del entonces vicepresidente, Aaron Burr, en un duelo por una disputa personal y política. Faltaba todavía toda una guerra civil entre el Sur y el Norte para que viera sus ideas plasmadas. No es menor que aquel sangriento conflicto haya dado por triunfador al bando que había comenzado a desarrollar, medio siglo antes, su industria manufacturera. En Lo que el viento se llevó, Margareth Michell le hace decir a su protagonista sureño que los yanquis del norte ganarán:

He visto muchas cosas (en el Norte) que ustedes no han visto. Los millares de emigrantes que lucharán gustosos con los yanquis, por la comida y unos dólares; las fábricas, las fundiciones, los astilleros, las minas de hierro y de carbón… y todo lo que nosotros no tenemos. Lo único que poseemos es algodón, esclavos y arrogancia… Nos aniquilarían en un mes.

Y, aunque no fue tan sencillo, ni al cabo de un mes, efectivamente el Norte industrializado venció al Sur agrario. Aquel Reporte sobre las Manufacturas, nos gustaría pensar, algo habrá tenido que ver.

Otras lecturas:

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.